--¡Póngase de pie!-- Me dijo airadamente el comandante.
Me levanté en el instante. Tomé a mi hija de la mano, que lloraba desconsoladamente.
El hombre me increpó, y con una mirada asesina, me lanzó un escupitajo, me asestó un culatazo en la espalda, y vociferó un insulto que aún retumba en mis oídos:
--¡Lárguese de aquí, a donde no lo vea, gran hijue…!
Alcé a mi niña en hombros. Corrí despavorido, sin mirar atrás, por entre los yucales. Una ráfaga tronó en el monte, mezclada con una algarabía de loros.
Sin aliento, llegamos a la casa; descargué a la niña.
--¡Alicia! ¡Alicia!- -Grité con el corazón en la garganta. --¡Vámonos, que nos van a matar!
Alicia no entendía la orden que yo le había dado.
--¡Vámonos, que nos van a matar, carajo!
Incrédula, me miró con los ojos vidriosos, desorbitados e interrogativos.
Empacamos en un costal la poca ropa que cabía en él de las niñas. Don Epimenio nos acomodaría en el camión con la carga de yucas. Los últimos bultos que faltaban por alzar eran los míos. Sólo diez. Pues los otros veinte que había arrancado, quedaron empacados en el yucal, cuando dos hombres armados, vestidos de militares, me ordenaron que los acompañara.
Me amarraron las manos, mientras mi niña me seguía detrás, sollozando. Cruzamos la cerca de alambre de púa. No pude levantarme. De un fuerte empellón, los dos hombres me pusieron en pie. Desde arriba, oteamos otro grupo de hombres fuertemente armados. En las orillas del monte, se veían los postas en actitud vigilante.
Bajamos hacia donde estaban aglomerados los supuestos militares. Delante de éstos, y tendidos en el piso, bocabajo, una fila de hombres, y entre ellos, dos mujeres. Lloraban como niños implorando piedad. Todos eran civiles.
Me tendieron bocabajo con los demás.
--¡Fusílenlos a todos! --Oí que ordenó el comandante. Mi niña, mi pobre hija, se emperró a llorar y a gritar:
--¡No maten a mi papá! ¡No maten a mi papá!
--¿Y cuál es su papá, mocosa! --Oí que le gritó a mi hija.
Mi niña se abalanzó sobre mí. El comandante la despegó con fuerza. Ordenó que me soltaran, y me asestó el culatazo.
--¡Vos estás delirando, Naldo! --Atinó a decir mi esposa.
--¡Que vámonos, que nos van a matar he dicho!
Como ya estaba enterado de la situación, don Epimenio llegó a las seis de la tarde.
Nos subimos al camión con el presentimiento de que en cualquier instante lloverían sobre nosotros las ráfagas. Nos ocultamos entre los bultos de yuca, tapados con costales, y emprendimos la marcha.
Pasamos por Mutatá, sin contratiempos. Sin embargo, antes de llegar al túnel, en el cañón de la Llorona, nos detuvo un retén paramilitar. Tres hombres se subieron a revisar la carga. Alumbraron sobre los bultos de yuca. Ninguno respiró. Ni Alicia, ni yo, ni las niñas. Uno de los hombres gateó hacia donde estaban las niñas. Pero pronto retrocedió y les dijo a los otros:
--¡Aquí no van! ¡Son bultos de yuca!
Don Epimenio continuó la marcha. Las niñas rompieron a llorar.
Rodrigo Rúa Hernández.
Este texto se empezó a escribir el 02 de agosto de 2022, con los estudiantes del grado sexto, en el Colegio Rural Ovejas, San Pedro de los Milagros. Hoy 09 de agosto se escribieron las últimas líneas. Por lo pronto, queda sujeto a modificaciones, toda vez que la historia resiste otros pormenores que no se han puesto en ella.