El presidente supone ser el ejecutivo y como tal se supone que su función es administrar el país con las reglas que existen.
Éstas a su turno se supone que están plasmadas en las leyes bajo las cuales se debe mover tanto las relaciones entre los ciudadanos como la Administración Pública.
Y la Constitución o Carta Magna de donde deben emanar esas leyes constituye la estructura del Estado.
Sin embargo, entre nosotros pareciera que no son éstas las reglas bajo las cuales debe discurrir el funcionamiento de nuestra comunidad sino que el ejercicio del poder consiste en ‘el juego de cambiar las reglas del juego’.
El gobierno no parece poder gobernar con las leyes que existen sino necesitar una nueva ley para lograr adelantar cualquier propósito.
Pero no nos contentamos con someter operativamente toda ejecución de una política de gobierno al trámite de aprobaciones de un Congreso cuyas funciones no suponen ser las de compartir con el ejecutivo la función misma del funcionamiento de la administración. Para cualquier gestión gubernamental nos parece que debe enmarcarse en un marco específico de más jerarquía y pareciera que requerimos unas Reformas a la Constitución -o sea cambiar la del Estado- para adelantar cualquier proyect
El resultado es el contrario al buscado. Por un lado, se entraba y dificulta la capacidad ejecutiva del gobierno puesto que se condiciona a una aprobación de un cuerpo de decenas de individuos que deben conciliar sus opiniones para permitir seguir con el objetivo que se busca. La decisión y el mandato otorgado por la mayoría de la ciudadanía queda condicionado a la voluntad de esos pocos elegidos (además de tener que superar los requisitos de trámite para ello). Y por otro lado se convierte esto en la fuente de corrupción que hoy tanto se cuestiona pues gobernar acaba siendo negociar cada voto de esas personas para que creen o permitan crear leyes que coincidan con las medidas que se desean implementar.
El Congreso ha dejado de ser el órgano donde se debate la orientación ideológica que debe caracterizar al Estado y pasa a ser más el órgano donde se ejerce la función que debería competirle más al gobierno propiamente.
Esto no es una novedad y ha sido un defecto característico de nuestra política. Pero lo vemos más ahora que se aproximan las negociaciones para la ‘Paz Total’ que busca o propone Petro.
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Para recomenzar o continuar con el mandato recibido y los procesos ya iniciados parece que será necesario volver a cambiar leyes, acuerdos, normas constitucionales, acuerdos internacionales, etc.
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No es suficiente la aprobación ciudadana a las propuestas de campaña -entre ellas, particularmente ésta de ‘la Paz ante todo’- ni sirven la cantidad de mecanismos construidos para avanzar en ese camino (leyes, decretos legislativos, y reformas constitucionales propiamente). De nada sirven la JEP y los instrumentos de la Justicia transicional, ni el conjunto de normas para la inserción de los paramilitares y de amnistías para los insurgentes, ni las posibilidades que da la Ley de acuerdos para el sometimiento de los delincuentes, ni los protocolos ya vigentes con los garantes internacionales de estos procesos.
El gobierno Duque permitió a regañadientes el desarrollo de la JEP, del Estatuto de la oposición y el ingreso de los miembros de las Farc al Congreso. Pero no los respaldo sino los entrabó. Eso pasó con todo el desarrollo de los Acuerdos de La Habana ( o del Colon, puesto que fue éste el suscrito).
Igual al núcleo duro del cambio en la orientación del Estado concretable en la ‘Reforma Rural Integral’ no le dio atención.
Por eso parece que los debates respecto al tema no se hubieran acabado con su aprobación en el mal llamado Acuerdo de La Habana, ni con el mandato otorgado con la elección de Petro.
En el Congreso y no en el ejecutivo se concretará el cómo se implementará esa política, ejerciendo así el Congreso más las funciones de gobernante que diseñador de las reglas de juego. Ahora se supone que toca reiniciar todo con los mismos argumentos debatidos tanto en los acuerdos como en las campañas presidenciales.
Es difícil no ver estos como obstáculos para la paz más que como vehículos para llegar a ella