Nunca vivimos en el presente. Nuestros cuerpos materiales y nuestras tareas mundanas nos recuerdan cada día que estamos en el aquí y en el ahora, pero nunca estamos de verdad en ese momento y en ese lugar. Algunos fantasean con estar en una playa recibiendo un masaje de una mona alta y tetona, no de una de las gordas sudorosas que ofrecen sus servicios a cada bañista y que aunque puede que con sus músculos te logre dar el mejor masaje de tu vida siempre preferirías a la monota , que deslice sus suaves y naturales puchecotas por tu espalda así sea por accidente mientras sus firmes manos de arriba abajo, en circulitos y de vez en cuando haga ese movimiento como de karate que se ve en la televisión; puede que algunas se desplacen mentalmente de sus oficinas y sueñen mientras teclean el último reporte financiero del año, hacia una casita de campo, con un hombre de verdad, de esos de las películas que en verdad no existe, que les dé la mano todo el día, las levante con facilidad de la cadera, les mande flores a la oficina y les haga masajitos en los pies después de lavar la loza de la comida que acaba de preparar un miércoles por la noche solo porque le “nacía hacerlo”. ¿Muy cliché mi representación de nuestros deseos? Probablemente. El punto es que nuestras mentes y nuestros corazones divagan y van de un lugar al otro, siempre queriendo más de todo, nunca sintiéndose satisfechos con lo que se tiene o con lo se que tuvo mientras crecía. Y si no vivimos pensando en un futuro, debatiéndonos con la ansiedad y los nervios del quizá o el tal vez, pasamos nuestro tiempo recordando vivencias que ya fueron y sintiéndolas siempre mejores que nuestro presente y entonces la nostalgia nos ataca, el arrepentimiento nos acecha, qué pude haber hecho para cambiar, qué habría sido si, qué hubiera pasado si…
Y nuestros aparaticos parasíticos que cargamos en el bolsillo o en la cartera como un tumor —que probablemente nos estén causando uno en este momento— no ayudan a la situación. Así estemos “compartiendo” un almuerzo con la persona más especial de tu vida, puede ser tu abuelo, madre, novia o hermano, siempre habrá alguien más especial dentro de ese mundo virtual que requiere nuestra atención con más urgencia que aquel que está ahí sentado frente a nuestras narices. Y si no es por chat, estamos siempre pensando en cómo hacer para compartir ese momento que supuestamente es tuyo y de quien sea que te acompañe en ese instante, y hacérselo llegar a cientos de personas que probablemente no les va a importar un pito qué haces o deshaces, qué torta con helado te estás comiendo o qué atardecer estás viendo en qué parte del mundo. Y sin embargo, somos adictos a los likes de Facebook o los corazoncitos de Twitter. Entre más tengas, mejor eres. Simplemente disfruta tu bendita comida sin pensar que a Fulanita le va a gustar esto o a Sutanito le va a dar envidia aquello. Sí, estamos conectados más que nunca, el mundo se ha vuelto más pequeño y nosotros más grandes. Esa es la ilusión, eso es lo que queremos creer y vivimos para hacerlo real. Pero la realidad es que en verdad cada vez estamos menos conectados, cada vez son menos las conversaciones que no son interrumpidas por un pitido, una vibración o una foto. Cada vez estamos conectados menos con nosotros mismos y nos hemos convertido en una triste amalgama de likes, corazones y caritas felices con una entumecedora necesidad de aprobación.
Anclémonos a vivir en el presente, en disfrutar lo que el ahora nos brinda y a quien tenemos al frente, las monas semidesnudas ya vendrán y el hombre perfecto probablemente no es tan necesario y sea medio aburridor. Quizá encuentren que hacer la fila en un supermercado es más enriquecedor que un viaje a los Himalayas, o que un abrazo de un amigo que trabaja en ese supermercado sea más valioso que un like de una artista conceptual con miles de seguidores en Facebook. Sé que es una frase trillada y vieja del Dalai Lama, pero vale la pena recordarla como para darle cierre a esto. Cuando le preguntaron qué era lo que más le sorprendía de la Humanidad, dijo: “Los hombres… porque pierden la salud para acumular dinero. Después pierden dinero para recuperar la salud. Y por pensar ansiosamente en el futuro, olvidan el presente de tal forma que acaban por no vivir ni en el presente, ni en el futuro. Y viven como si nunca fuesen a morir. Y mueren como si nunca hubiesen vivido.”