Hay quien dice que son los momentos de crisis en los que sacamos nuestro verdadero ser, ya sea para demostrar un egoísmo visceral o eso que aprendimos de la vida en sociedad.
Fue un año largo para muchos, corto para pocos e inconcluso para los millares de vidas que se perdieron en tan pocos meses. En cuestión de semanas se sacudieron los cimientos de nuestra realidad, y ya no volaban los aviones, y ya no abrían las tiendas, y se enfriaron los pupitres en los colegios y los escritorios en las oficinas. Las sonrisas quedaron agazapadas detrás de un trozo de tela.
Entonces llegó ese viejo y horroroso recurso del sálvese quien pueda, es decir, que se salve quien tenga la capacidad económica de desabastecer medio supermercado o el que tenga la suerte de agarrar el último rollo de papel higiénico. Nadie nos culpa, el fin del mundo tiene que llegar algún día.
Y luego nos vimos encerrados en nuestros refugios que lentamente parecían cárceles, y veíamos en televisión los hospitales abarrotados en países cada vez más cercanos. Después a esperar, y esperar, y esperar.
Esperábamos día y noche, trabajábamos juntos para reducir el contagio, para aplanar la curva, para apoyar a los héroes que debían enfrentarse cara a cara con un enemigo que el ojo no puede ver. Y los quince días se convirtieron en veinte, en treinta, en cuarenta. Semana tras semana y mes tras mes esperábamos un milagro, y subían en número tanto los casos como los trapos rojos colgados en las ventanas y balcones. Colombia se marchitaba entre el silencio de sus propias calles. Quizá no era tan inmarcesible como el himno insinuaba.
Corrían las noticias como el fuego en un reguero de pólvora que no se sabe dónde estallará, los expertos recomendaban una cosa, los políticos decidían hacer otra, y todo era presentado como un río revuelto del que tampoco se sabe qué iríamos a pescar. ¿A quién le íbamos a creer?, no podíamos confiar en nadie.
Un solo bulo se propagaba más rápido que cualquier pandemia jamás habida, un par de segundos bastaba para que los mensajes fueran enviados y reenviados miles de veces, bombardeando las redes sociales por todos los frentes, propagando conspiraciones sobre el malévolo origen del virus, sobre las panaceas milagrosas que prometían curar esta y cualquier otra dolencia, sobre la complicidad de los medios, sobre el papel de una nueva tecnología de telecomunicaciones y, lo más absurdo de todo: el rumor que juraba y requetejuraba que los profesionales sanitarios, esos a los que a veces ni les pagan el trabajo que hacen, dejaban morir a sus pacientes para recibir un dinero de no se sabe quién, no se sabe para qué.
El macabro resultado se manifestaba en el consumo irresponsable de medicamentos no recetados y desinfectantes jamás recomendados, en un negacionismo disfrazado de escepticismo, en los insultos, amenazas y hasta golpizas a los profesionales sanitarios. Ya no había tapete bajo el cual esconder nuestra ignorancia.
No podemos negarlo, estábamos cansados de todo, extrañábamos esa época en la que éramos libres e inconscientemente felices. Es por eso por lo que ahora nos sumergimos lentamente en una nueva caverna, en una cómoda normalidad artificial que nos promete la vida de antes mientras ignoramos las moscas que sigilosamente amenazan con volar en círculos sobre nuestras cabezas.
Y cantamos la victoria sin haber ganado nada, y volaron otra vez los aviones, y abrieron otra vez las tiendas, y rodaron otra vez los buses, y Colombia volvió a izar esa bandera que, si el sol no fue capaz de marear, menos lo haría una epidemia que…, ¿a cuántos mató?, ¿a casi cuarenta mil y contando?, ¡qué tontería!, más gente muere de…, ¿de qué?, no sé, de cáncer, de infartos, de accidentes de tráfico y todas esas cosas, y nos importa un pepino que ni el cáncer, ni los infartos ni los accidentes de tráfico se contagien o colapsen el sistema sanitario. Además, ¿quiénes son los que mueren?, así es, los viejos que ya tenían un pie en la tumba, los obesos, los diabéticos, los hipertensos, la gente enferma en general, los que poco le sirven a la sociedad. Ah, sí, también mueren algunos jóvenes sanos, algunos niños, pocos ellos, nada que merezca poner patas arriba nuestro derecho respirar con tranquilidad un aire que en los últimos años se ha puesto más opaco.
Y una vez resuelto lo anterior, nos olvidamos por completo de lavarnos las manos y limpiarnos los zapatos, nos aglomeramos en las filas, fuimos a todas las fiestas a las que nos invitaron, nos enlatamos en el transporte público, viajamos a los pueblos y luego fuimos a saludar a la abuela, nos quitamos los tapabocas para que todos pudieran ver la amplia e inofensiva sonrisa de alguien que volvió a ser persona. Qué importa que en las noticias digan que las UCI de la ciudad estén cada vez más llenas, ¡que dejen de meterle miedo a la gente!
Y si acaso un día nos levantamos con un dolor de garganta, pues no pasa nada, ha de ser por tanto polvo, y si tenemos fiebre es por los cambios de clima, y la tos es porque tenemos algo atorado en la garganta. ¿Acaso es el fin del mundo?, no vamos a paralizar nuestra vida por algo tan cotidiano, no vamos a llamar a la EPS para que nos hagan esperar quince días hasta que alguien se digne a venir a meternos un palo por la nariz. Entonces vamos al gimnasio, a la iglesia, al supermercado, al trabajo, a la finca con los amigos, y luego vamos a celebrarle el cumpleaños a la abuela. Pobre abuela, que en quince días se enferma de la nada y, luego de darle todos los remedios caseros habidos y por haber, nos vemos obligados a llevarla a ese nosocomio de matasanos que tanto habíamos criticado unos meses atrás. Y pues teníamos razón, porque acaban de decirnos que a la abuela hay que intubarla, pero que ya no quedan camas UCI y toca esperar a que alguien se recupere o muera.
Y tienen la poca vergüenza de venir a decirnos que hay más pacientes en lista de espera y que el ventilador que era para la abuela se lo han dado a otro más joven, más útil a la sociedad, con más posibilidades de salir caminando y no en una bolsa negra apilada junto a las otras en un pasillo, porque hasta para acceder a esa penúltima morada de refrigeradores hay jerarquías y listas de espera. Ahora la abuela ya no tiene mucha prisa, agradezcamos que al menos alcanzó a tener bolsa antes de que se acabaran.
Esta nueva ola de la pandemia se presenta como la más peligrosa de todas, se propaga entre las raíces de nuestro propio egoísmo, de ese sálvese quien pueda que nos dio su primer aviso cuando en los supermercados no quedó ni una lata de salchichas. Perdimos el miedo cuando supimos que no éramos nosotros los más vulnerables, cuando nuevamente nos creímos invencibles. No nos quitaremos estas gafas de sol por más que esas nubes grises se pongan cada vez más negras.
Quizá sea fácil pensar que de esto aprendimos mucho, que la resiliencia es nuestro segundo nombre, pero quizá esta nueva vida no se trate solo de aprender a tocar guitarra durante el encierro, o de hacer un curso online, o de aprender un segundo idioma, si es que no tuvimos la mala suerte de pertenecer a esos millones de colombianos que antes tenían poco, y que ahora no tienen nada.
Y cuando todo está perdido, no nos queda más remedio que echarle la culpa al otro, y tal vez tampoco se trate de ideologías políticas, de llegar a ese horroroso punto de defender lo indefendible y de criticar lo razonable, porque siempre habíamos tenido muy claro que nosotros somos los buenos y el resto son los malos. Una molécula de ARN envuelta en una cápside de glicoproteínas no tiene esos problemas, tal vez sea porque es demasiado tonta, o quizá porque es demasiado lista.
Puede que nunca lleguemos a saber quiénes somos realmente, si debemos encadenarnos a las etiquetas y dejar que nuestra complejidad se vea reducida a las categorías en las que nos señalan. Y así nacen los izquierdosos, mamertos y vagos; los tibios, insípidos y pusilánimes; los uribistas, fachos y paracos; porque en este país no se nos permite ser nada más, o estás conmigo o estás en mi contra, y ni se te ocurra alejarte de los “ismos”, porque en ese caso no serás más que un tibio tan desentendido y terco que sigue buscándole la quinta pata al gato. La crisis de identidad se resuelve con facilidad, solo hay que dejar que las jaurías de los movimientos políticos elijan nuestra suerte.
Por ahora no queda más que esperar a ver qué será de nosotros, qué será del futuro. Quizá no sea todo malo, quizá aprendamos a combatir las noticias falsas, a fortalecer el sistema sanitario, a deshacernos de la ya enraizada corrupción, a esperar la promesa de la vacuna y a sacudirnos de una vez por todas el egoísmo que nos envuelve como una segunda piel. Tal vez así podremos soñar con volver a caminar con paso firme y seguro, como el del pie que conoce bien el suelo que pisa.
¿Y después qué? Después, ya veremos.
Ojalá no tenga que ser otra tragedia la que nos despierte a bofetadas.