Siete lustros y un poco más han transcurrido desde aquel trágico infortunio registrado en las barbaries “corralejeras” de Sincelejo, a propósito del descenso de los palcos que colapsaron en aquella fatídica tarde del veinte de enero en que todo quedó a merced de una intempestiva tormenta, causal de la tragedia más recordada de nuestro imaginario social.
Quienes reconstruyen sobre el particular narran que una condensación nubosa, de aspecto turbulento, se obstinó sobre la atmósfera de la “corraleja” y que gradualmente fue descargando sus frías aguas sobre el tripartito compartimento de entonces, que ya desvencijado se vino a pique tras una apelotonada avalancha humana, lo que provocaría la repentina demolición del rústico maderamen.
Dicen, los que renacieron, que en fracción de segundos, y que debido a las apretujadas masas que se volcaban hacia las graderías superiores para evitar el contacto con el agua, comenzó a descender aquella estructura convencional arrollando a su paso cuanto vestigio de vida se interpusiera en su irreversible derrumbe análogo a una clara acción de efecto dominó.
Solo se escuchaban los escalofriantes alaridos de los que, aplastados por el peso de las inertes toneladas de tablas y listones, se resistían a morir, al menos no aquel día y mucho menos bajo tan sangrienta condición.
Cuentan que la emotiva lluvia no amainaba y que anegaba con sus torrentes teñidos de sangre la vastedad de aquel fúnebre campamento que pronto ameritaría una súbita declaración de santidad, condición que "ipso facto" sería adoptada, pero de forma inversamente “desproporcional”, por cuanto se levantó ahí un monumental estadio en el que cada veinte de enero se brindan escandalosos derroches de música acompañados de humo y licor.
Y como si lo anterior no bastara, no se erigió en ese lugar ni una efigie conmemorativa que nos recordara que justo ahí perecieron más de 500 personas a causa de aquella inolvidable tragedia que salpicó de sangre las páginas de la historia de Sincelejo.
Por montones se contaban los degollados por las volátiles hojalatas que arreciaba el viento de aquella emotiva tormenta, y los cadáveres que se sumaban a las cuantías de muertos arrojadas por las crudas estadísticas de los conductos mediáticos de la época. Solo una mínima levedad de supervivencia se percibía en aquella improvisada necrópolis en la que cundía un álgido clima de defunción.
Sin embargo, hubo quienes sobrevivieron aquel día para ganarle su mejor partida a la muerte, y hoy, 38 años después, estupefactos aún, testimonian sobre lo que para mí representa el punto neurálgico de la tragedia en general: la extraña y serpenteante posición adoptada por los ejemplares bravíos que se jugaban en el redondel (desconocida hasta hoy en la raza de los astados) justo a la hora crucial del trascendental siniestro.
Cuentan de la rara forma cómo observaban petrificados, quizá con cierta tendencia a agazaparse y sin el más mínimo intento de embestida, a los humanos que caían desde arriba junto a ellos, incluso sobre ellos, como si por lapsos se desprendieran de su limitante racional para solidarizarse no solo con estos, sino con los que, olvidándose de su tangible peligrosidad, corrían paranoicos por su frente tras la búsqueda infructuosa de sus seres inanimados.
Ha pasado el tiempo y hoy, después de 38 años, se han ido de nuestra memoria colectiva los recuerdos de aquellos que esa tarde partieron hacia la más inescrutable de las latitudes, pagando, acaso por divino designio, el más alto precio jamás cobrado por la diversión.