"Aprendo cada día más de los moribundos"

"Aprendo cada día más de los moribundos"

El médico Tiberio Álvarez combina terapias del dolor, sedación y magia para ayudarle a los enfermos terminales a soportar el trance hacia la muerte

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mayo 06, 2015
Foto: archivo udea.edu.co

“Tres cartas negras y tres cartas rojas. No se puede hacer más lento”, dice con voz burlona. Es el comienzo del show de este médico con bigote a lo Eistein que encontró en la magia, una de las formas de aproximarse al ‘gran misterio’. Las cartas aparecen y desaparecen, se borran y se pintan una y otra vez: “todo un milagro en el espacio breve de una mano”, como lo aprendió de René Lavand, el mago manco argentino que le mostró que en la magia como en la vida todo es cuestión de ilusión. Tiberio es anestesiólogo de la Universidad de Antioquia, profesor titular de medicina por más de 30 años y fundador de la Clínica de alivio del dolor y cuidados paliativos. Es miembro ex presidente de la Academia Antioqueña de Medicina y fundador del Museo de la fotografía Médica de Antioquia. En la década del setenta, trabajó como médico en Paris y a su regreso organizó grupos antidesastre y participó en la implementación de aparatos médicos como los ventiladores. Desde que era estudiante se dedicó a recoger testimonios médicos y a hacer crónica sobre el desarrollo de la medicina en Antioquia. Es profesional distinguido de la Sociedad Colombiana para el Estudio del Dolor, ha escrito varios libros sobre anestesia, la historia de la medicina, los cuidados paliativos y el dolor en la fase terminal. Aprendió a hablar de la muerte sin tapujos y ha ayudado a cientos de personas a despedirse en paz. Es fanático de Charles Chaplin al punto de dictar charlas, crear un festival y coleccionar más de cincuenta libros acerca de él. Hace años aprendió a perder el pudor y por eso hasta tiene nombre artístico: “Maqroll, el magiero’, en honor a Álvaro Mutis, otro de sus ídolos. Actualmente hace parte del equipo de médicos del Instituto de Cancerología IDC Las Américas, en Medellín.

¿Tiene alguna experiencia en la que el dolor fue una revelación?

Tuve un paciente, —un niño de once años— con un cáncer muy avanzado, al que no le sirvieron los tratamientos que le hicimos. Tenía mucho dolor, dificultad respiratoria, se le brotaban los ojitos y no podía hablar porque se asfixiaba. Era muy triste porque el niño Jesús le había traído un equipo de sonido y no podía ni disfrutarlo. Ahí estaba empacado a un lado de la cama mientras él se moría. La mamá y la abuela no le dejaban aplicar nada porque Dios le iba a hacer el milagro. El niño sufría, ese es el verdadero infierno, el que está antes de morir. La mamá decía que Dios iba a mostrar su grandeza. El problema es que la grandeza es aceptar la situación. El dolor hay que calmarlo, en la fase terminal también hay que tener calidad de vida y dignidad.

¿Cómo es estar en contacto permanente con historias terminales?

Elizabeth Kubler-Ross dice que los moribundos son los maestros. Yo creo lo mismo. Cuando empecé a estudiar el dolor, lo hice como la mayoría de los médicos, desde lo científico, que en ocasiones, olvida al paciente que lo sufre. Después profundicé sobre el cáncer, la tanatología, los cuidados paliativos. Uno aprende a respetar el sufrimiento de cada uno. Lo más duro es trabajar con los niños, lo hacen llorar a uno. Hay pacientes que tienen tus mismos gustos y cuando se sientan al frente, es como un espejo que te golpea. Unos van más adelantico hacia la muerte, otros más atrás. En esto, uno aprende a poner los pies sobre la tierra. Cada paciente es una representación del género humano con sus miedos, sus historias. Cuando yo doy una conferencia me acuerdo que detrás de mí, hay un montón de pacientes que me enseñaron. Les explico que siempre que hablemos de la muerte será una aproximación, porque ni en la de nosotros sabemos qué va a pasar.

¿Qué es el dolor?

Es una sensación desagradable, producida por un daño real o aparente de los tejidos. Hay dolores que no tienen origen y no se pueden identificar. Hay otros agudos y crónicos. Hay dolores externos, viscerales, dolores neuropáticos. Cicely Saunders, fundadora de los auspicios y los cuidados paliativos, fue la médica que mejor lo definió. Ella hablaba del dolor total donde está la pérdida económica, de la belleza, del trabajo.

¿Cómo obran los analgésicos en el cuerpo?

Todos los medicamentos tienen diversas zonas de influencia. El dolor produce una energía eléctrica y se anestesia en ese punto de entrada, o también en la conducción, es decir en las terminaciones nerviosas, es lo que se conoce como bloqueo. Hay drogas que actúan directamente en la médula central, que es donde se producen los impulsos dolorosos. También se puede trabajar en las vías que ascienden de la médula al cerebro, se sabe que este órgano tiene unas vías descendentes que mandan órdenes y liberan morfinas —las producidas por el hombre se llaman endorfinas—. Eso se refuerza con bloqueos, analgésicos, parches que producen anestesia, infiltración con anestesia local. Es el armamentario farmacológico para tratar el dolor. Hay droga intravenosa, subcutánea, en goteo. Yo profundizo, más allá del dolor, en aspectos como la angustia, la despedida, el pavor, la frustración de no ver crecer a los hijos, el no cumplir sueños. Todo eso es sufrimiento.

¿Por qué anestesiología?

En esa época se decía que el anestesiólogo era como el internista o el fisiólogo de las salas de cirugía y eso me fue enamorando. Uno de ellos era músico, otro sabía mucha física.

¿Cómo funciona la anestesia?

La primera aplicación de éter data de 1846. Hoy en día no sabemos exactamente cómo obra. Se sabe que trabaja en ciertos centros que tienen que ver con la disociación entre la mente y el cerebro, el conocimiento y el recuerdo. Se llega a la insensibilidad frente al dolor.

¿Cómo comenzó su interés por la crónica médica y el ejercicio del periodismo en la medicina?

Cuando empecé medicina, comencé a entrevistar a mis profesores y fui publicando algunas de esas charlas.

¿Cómo recuerda a Héctor Abad Gómez?

Fue mi profesor de antropología. Sus historias eran fascinantes porque venía de recorrer el mundo con la Organización Mundial de la Salud. Nos enseñó a sacarnos de la cabeza las ideas derechistas y ultragodas de entonces. Nos estimulaba a escribir. Reía a mandíbula batiente. Era un cosmopolita. Fui el último que lo entrevistó antes de morir. Antes de su muerte, las paredes de la facultad estaban llenas de vida, de la alegría de la juventud. Después, vino ese silencio, esa soledad, esa orfandad.

¿De dónde viene su fascinación por la cultura francesa?

En el bachillerato empecé a estudiar francés y me aficioné al cine. Después, cuando entré a medicina, me incliné hacia la parte humana, la del médico culto. Nos tocó ese choque cultural entre la influencia francesa, que era muy bonita, más poética y descriptiva, con la medicina pragmática, orientada a la parte científica y moderna que venía de Estados Unidos.

¿Cómo fue su experiencia como médico en Paris?

En 1975, trabajé en el hospital Necker-Enfants Malades de Paris. Allí me involucré con técnicas de socorrismo, manejo antidesastres, trabajé con ventiladores y respiradores, que en ese entonces no se utilizaban todavía en Colombia. La medicina era lo que me había llevado a Francia pero mi sueño era conocer la cinemateca de Paris. Sabía de cine gracias a lo que había aprendido en el cine-foro de Alberto Aguirre. Allá vi por primera vez la película ‘Luces de la ciudad’ de Charles Chaplin. Estuve muy cerca de grandes figuras como Shirley Mac Laine y Jerry Lewis. Incluso fui a la primera ceremonia de la entrega de los Premios César —en abril de 1976— en la que estaban Catherine Deneuve, Jean Louis Tintignan, Jean Gabin y Michel Morgan, entre otros grandes del cine. Ingrid Bergman fue la encargada de entregar un galardón. Recuerdo que cuando se terminó la función, yo salí con mi señora María Cecilia y mi hija pequeña. Ella salió corriendo y se cayó. Un viejito y una señora le ayudaron a levantarse cuando descubrí que se trataba de Charlotte Rampling y Jean Gabin. Esas experiencias terminaron de aumentar mi fascinación por el cine.

Usted es un gran admirador de Chaplin ¿Qué importancia tiene en su vida?

Cuando regresé de Paris, decidí estudiar a Chaplin en serio. Empecé a recoger las películas en ocho y súper ocho, y fui armando una colección. Cada que voy a una ciudad, visito los anticuarios y compro libros, creo que tengo más de cincuenta. En la universidad, ya como docente, organicé un festival de Chaplin que celebramos durante 20 años. Para mí, Chaplin es un personaje extraordinario, es considerado por muchos como el mejor artista que concibió el siglo XX. Tengo una versión original de El Inmigrante e inclusive tengo películas que no salieron al público. Le gustaba la magia y trabajaba con monedas. Era un obsesivo compulsivo, sufría de depresiones.

¿Qué es lo más insólito que hace la gente en busca de sanación?

Los enfermos, amenazados en su fuero físico, sicológico y social empiezan a mandar promesas, a caer en manos de charlatanes que los explotan económicamente. En la fase terminal también hay negocio. Cuando la gente es ignorante, compra esperanzas porque está dispuesta a lo que sea. Meterse en agua caliente, tomar baños, productos derivados de animales. Yo soy respetuoso. No creo mucho en las cosas que son tan milagrosas sin ninguna investigación, sobre todo en donde hay que pagar un dinero. Esa platica se necesita tal vez en necesidades básicas, en pasajes, en una matrícula de los hijos. Yo les digo: “Si Dios te va a hacer el milagro, te lo hace con un padrenuestro y un agua aromática”.

¿Usted es creyente?

Creo en algo superior que es inmanente, inefable. Cuando uno abraza a los moribundos y los siente temblar, se da cuenta de cómo se despiden, cómo huelen, cómo se arrepienten y cómo encuentran una serenidad, ahí se manifiesta la divinidad. Una tranquilidad absoluta, “un entregarse a los hados”, como decían los antiguos. Yo no trabajo con la religión, las religiones te dan un montón de respuestas pero lo que realmente ayuda es la espiritualidad. Los momentos de reencuentro con uno mismo. Donde uno habla con su dios que es uno mismo y con uno mismo que es su dios. El cerebro es tan grande que se crea sus propios cielos e infiernos y sus propias eternidades. Yo trabajo en la esencia de lo humano que no tiene máscaras, con el paciente al que ya han visto los mejores médicos y sabe que desde la parte médica no hay respuestas. Aquí es difícil encontrar ateos, agnósticos, una cosa es ver venir la muerte, y otra cosa, es hablar con ella de frente. Por eso la gente cambia cuando está amenazada.

¿Cómo asume la muerte?

Uno enfrenta, de lejos, la muerte del otro. Como decía Cervantes: “La muerte y el dolor de los otros son los más fáciles de soportar”. Cada uno va a tener su propia experiencia, pero también sé que ya tengo 73 años, he vivido plenamente y me siento contento de lo que he hecho. No me arrepiento de nada. Sé que me falta mucho menos de lo que llevo. Me gusta mi trabajo. Los que trabajamos con personas al final de la vida, debemos ser buenos lectores y eso de lo que hablan los grandes humanistas, es lo que uno ve reflejado todo el tiempo. El ser humano no cambia. La misma inquietud, los mismos miedos, la misma búsqueda del sentido de la existencia. Los médicos a veces estudiamos muchas fórmulas y técnicas quirúrgicas, pero como excusa para no hablar con el ser humano.

¿Cuál es el valor de morir en la casa?

En la casa están los recuerdos, las fotografías, las risas de los hijos, la lucha por todo lo conseguido. Los pacientes ancianos, los que tienen alzheimer, de alguna manera se orientan, tocan, oyen. Están con los suyos. En los hospitales no dejan entrar a toda la familia a la vez. Hay momentos en los que se quiere abrazar a los seres queridos, tal vez pedirles perdón. En el hospital te cuidan por onzas, por turnos, por drogas. Lo que he visto es que mundialmente hay una lucha por recuperar la muerte ecológica, eco viene de la raíz oikos, que quiere decir casa.

¿Cómo es eso de que no da “sentidos pésames”?

Uno se hace amigo de estos pacientes y sus familias. Ellos acompañan a su familiar, uno presenció las caricias, las muestras de afecto. Cuando falta el ser querido, yo los felicito por ese amor que le tuvieron, por esa dedicación. Todo eso trae tranquilidad, y aleja la culpa y la frustración.

¿Y eso sirve también a la hora de hacer un duelo?

Claro, esta mañana, por ejemplo, vino una familia del oriente antioqueño. Una pareja con sus dos hijas. El papá tenía un cáncer de próstata, no estaba muy enterado y tuve que decirle la verdad. Al hombre se le salió una lágrima y entonces le dije a la mayor: Marina, vení, parate, abrazá a este viejo que te dio la vida. Viene el abrazo, un silencio sepulcral, el sollozo, yo mantengo una musiquita de fondo y hay un momento extraordinario. Uno sigue siendo un papá, una mamá, un maestro hasta el final. Hemos tratado de medicalizar la muerte y eso es un error. Se medicaliza, pero la parte humana sigue siendo esencial.

¿Qué rituales tiene con sus pacientes?

Yo los miro a la cara, les sonrío, les doy la mano, los ayudo a entrar, procuro que mi ambiente sea agradable. Chaplin me ayuda de alguna manera, mantengo una velita, una imagen sagrada, el olfato, la música y sobre todo la sonrisa. A través del tacto se logran muchas cosas y es lo último que pierde el moribundo. Les ayudo con las necesidades fisiológicas: dolores, diarreas, insomnio, asfixia y las preguntas casi siempre son las mismas: ¿cierto doctor que no me estoy muriendo en este momento?, ¿Qué puedo seguir luchando?

¿Cómo empezó a hacer magia?

Poco a poco fui comprando juegos de magia, hasta que me especialicé. Hago parte del Círculo Mágico de Medellín y nos reunimos todos los martes. Es una forma de terapia mental para mi trabajo.

¿De dónde viene esa afición?

El médico, el sacerdote y el mago tienen el mismo origen. En la mitología griega, la muerte se simboliza a través de Hermes que era el mensajero de los dioses y siempre está vestido de mago, con el kerykeion en la mano izquierda —símbolo médico— y en su mano derecha una vara blanca con la que transforma los seres físicos en diminutas imágenes para ir a la otra vida, eso lo hace la magia. Abad Gómez me enseñó que la medicina es ciencia, arte y mucha magia. Eso es lo que yo hago.

¿Por qué le causa fascinación?

La mente intuye que nada es real. El mundo es pura ilusión, no hay nunca una réplica exacta de la realidad. Las ilusiones existen debido al número limitado de neuronas y conexiones cerebrales. Todos vemos el mundo de manera diferente, aún la muerte. Por eso la muerte es tan democrática porque cada quien tendrá la suya. Eso es magia. Las cartas, las monedas y otros objetos, son inductores de experiencias mágicas, así como el incienso, la música, los cálices, el vino son inductores de experiencias religiosas.

¿Cómo conoció al mago argentino ‘el manco’ René Lavand?

Cuando empecé a asistir al Círculo, unos compañeros hablaban de un mago al que le faltaba una mano. Yo decía: ¡pero cómo! Uno de ellos, Alfonsini, me regaló unos videos viejísimos de René de una presentación en Venezuela. Luego  lo conocí en un congreso de magia en Bogotá en el 92. Tengo sus libros y muchos juegos. Una vez me dijo que teniendo las dos manos, porque intentaba hacerlo con una sola. Nos hicimos amigos. Luego fui a Argentina a un congreso sobre dolor en Mar del Plata. Me fui en bus hasta Tandil, su ciudad y me presentó a su familia. Antes de un show, —en el que siempre presento dos o tres cosas de él—, hago un ritual, me meto en su mano. Le pido que me ayude.

¿La experiencia con Gabo cómo fue?

Una vez hubo un congreso de dolor en México y alguien dijo: Llamemos a Gabriel García Márquez a ver si podemos visitarlo. Él preguntó primero qué cuantos años teníamos porque no quería tener viejos a su alrededor. Estuvimos una tarde, de esa charla quedó un escrito: “Del amigo en su laberinto”.

El humor siempre está presente en su vida. ¿Qué representa?

Cuando éramos estudiantes de medicina teníamos un grupo que se llamaba el Circo de las pulgas. Parodiábamos personajes de la historia. Aprendí mucho de la comedia del cine mudo del siglo XX. Yo me río de mí mismo. Incluso ante la muerte, a veces llega un momento cómico. La risa más interesante es la de Chaplin, yo la llamo una risa fúnebre. El humor para mí es muy importante y lo manejo en la fase terminal con los pacientes. Ellos a veces tienen un humor macabro. Hay gente que muere con una sonrisa. El secreto está en aprender a reírse de situaciones de la vida diaria.

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¿Cómo es ese momento previo a la muerte?

Esa parte final de la agonía es misteriosa. Ocurren una serie de fenómenos de los que han hablado algunos siquiatras. Del túnel, las voces, la música, el momento de reencontrarse con seres queridos que lo esperan a uno, esto viene desde el año 500 años a.C. Los moribundos entran a unos jardines o edenes y ahí se quedan. Todo eso es inventado por el cerebro. A Hermes lo pintaban también de marinero para que les fuera familiar a los que iban a subir a la barca sobre el río de Ultratumba. Pareciera que encuentran una calma. Hoy están estudiando la relación con algunas drogas como la ketamina que es un anestésico, porque parece que cuando uno se está muriendo libera una serie de sustancias parecidas. Se llaman drogas sicodislécticas porque expanden la mente como el ácido lisérgico,  —la droga más potente conocida por el hombre—.

¿Según eso, los momentos postreros tienen que ver, en la mayoría de los casos, con sensaciones dulces?

El 80 por ciento. En la película Sueños de Akira Kurosawa, están perdidos en la nieve. El hombre guía, los va alentando para que no mueran, hasta que él cae. Y de pronto se le va iluminando la cara con una sonrisa y aparece el rostro de una mujer hermosa que lo reconforta, le pone un paño de colores y luego se pierde. Esa imagen tiene que ver con una figura sagrada que se mantiene a lo largo de toda la vida, desde la madre. Simboliza la madre tierra, la compañía, la dulzura, la ternura. Es la parte matriarcal de la muerte.

¿Cuál ha sido la muerte cercana más dura para usted?

La de mi papá. Cuando todavía no tenía colegas que trabajaran en esto. Él fue un luchador, maestro de escuela, que levantó a doce hijos. Se fue a pasear con mis hermanos y cuando vino por la tarde, mi mamá dijo, a lo García Márquez: “Jesús no es el mismo”. Lo empezamos a examinar y tenía una serie de pequeñas hemorragias o infartos cerebrales. Así se fue quedando. Nos reunimos y le pregunté: ¿Papá vos por qué estás tan tranquilo? ¿No te da miedo morirte? —Porque uno está tranquilo cuando ha cumplido, —me contestó.

Usted es capaz de hablar sin rodeos sobre la muerte ¿Por qué?

Los médicos se alejan de ese momento. Yo trabajo en esto por las respuestas de los moribundos, por los momentos de poesía, de sublimación, de sentido. Si todo fuera tragedias, trasnochos y depresiones, nadie lo haría.

Ha acompañado a muchas personas en sus últimos momentos…

Muchísimas. Niños, recién nacidos, ancianos. Los niños lo interrogan a uno. A uno le dio un tumor cerebral, llegó muy débil, le hice magia y se asombró, le regalé un juego de naipes. Después me lo encontré en el hospital mientras pasaba ronda. La mamá me dijo que ya estaba muy mal. Me acerqué y ya no abría los ojitos. Le dije: —¿te acordás del mago? —me apretó la mano y luego murió.

¿Qué asuntos atormentan a los moribundos?

Algunos necesitan resolver asuntos íntimos, hijos no reconocidos, relaciones por fuera del matrimonio, etc. —Vos sabés que esta enfermedad ya no tiene más remedio, ¿qué querés al final? ¿estar en el hospital? ¿querés que te reanimemos si hacés un paro cardíaco? —Les pregunto. Son asuntos muy reales ya.

¿Qué piensa de la eutanasia?

Yo ni la estudio, ni la aplico ni la defiendo. Eutanasia es tener la intención de matar a alguien y llevarlo a cabo, no soy capaz de hacerlo con alguien que quiero sabiendo que lo puedo sedar, dormir. Hay agonías que se demoran y eso tiene que ver con que el agonizante tiene mensajes no solamente para él mismo sino para sus seres queridos. Cada uno va madurando y aceptando a su tiempo. Yo siempre busco, al final, irme a dormir tranquilo, seguro de que no cometí este error o que maté a alguien. Cada que muere un paciente siempre le dedico unos minutos de reflexión, los posibles errores o lo que debo hacer en el futuro. Sin embargo estoy de acuerdo con que se normalice. Para mí sería muy duro que me buscaran porque resuelvo problemas en un día. Eso de que esperen que a las seis ya está muerto para que hablen con la funeraria, no soy capaz. Mi compromiso es ayudarle a calmar el dolor y a esperar la muerte sin sufrimiento. He escuchado que en Bogotá hay un médico que cobra cerca de dos millones por sus servicios.

¿Ha tenido situaciones incómodas o fuera de lugar?

Una vez llegó una señora con el esposo que tenía alzheimer. Finalmente ella quería que el esposo se muriera antes de octubre porque tenía una visita social muy importante y no quería tener ese problema. Le expliqué mi parecer. Un tiempo después, me reuní con la familia, lo fui a ver a donde lo tenían, hasta que la mujer apareció con los dos hijos y con un médico especialista que me miraba. Como a los veinte minutos me va diciendo: —¿lo va a matar o no?, sino para irnos.

Otro día, me reuní con un señor en el hospital. Llevó a la señora que tenía un cáncer avanzadísimo. Ella me pidió que fuera honesto y le conté la situación. El señor enfureció y me amenazó con demandarme por haberle dicho la verdad a ella. Hace años, recibí una llamada de una señora que me pedía ver a su esposo. —Se llama Orlando Contreras (el cantante), —me dijo. Lo conocí, me regaló sus discos. Tenía un cáncer ya terminal. Se ponía un sombrero, un colgandejo y un saco. Yo me sentaba en la salita, él ponía el equipo con su música y dirigía la orquesta imaginariamente mientras cantaba. Cuando llegaba a las partes agudas empezaba a llorar. Le receté morfina. Después murió, y como al mes me llegó una citación de la fiscalía que decía: “Asesinato en la persona de Orlando Contreras”. Eso me dañó dos muelas de la presión, se puso en duda mi buen nombre. Yo había hecho todo bien. Para acabar de ajustar, lo cremaron y no había forma de investigar. Finalmente el caso prescribió.

Para usted, ¿el arte es una forma de vivir?

Claro, el arte, lo humano, las cosas bellas, las que lo hacen reflexionar a uno. La cultura, la historia. Para mí son fundamentales las emociones que produce el arte.

La música también es otra de sus aficiones, ¿Cómo le va como músico?

Toco un poco de guitarra clásica y recibo clases una vez a la semana. Me gusta cantar tangos y boleros.

¿Alguna vez lo tildaron de loco?

Cuando empecé a trabajar con los moribundos, uno pasaba y la gente hacía la señal de loco con el dedo. La mayoría de la gente piensa que ahí ya espantan.

¿Hay discriminación con respecto a los moribundos?

Sí claro, eso se llama la muerte escondida o escamoteada, de eso no se habla. Te tenés que comportar como si no te estuvieras muriendo porque no es bueno que se muera gente en los hospitales. Cuando te morís, te sacan en un cajón, te ponen sábanas encima y flores para disimular la salida. El coche fúnebre está por la parte de atrás. Los médicos no pueden hablar de la muerte. En los congresos, mucha gente prefiere no entrar. Cuando empezamos a trabajar en esto, había que animar a las personas para que entraran a escuchar las charlas. Es un tema tabú. Por eso se dice que la medicina es una profesión apática. Si hacés una encuesta entre los estudiantes de medicina y los médicos, un setenta por ciento no ha visto morir a nadie. Porque la muerte es un dato de laboratorio y la muerte trascendente no importa. El cardiólogo mira la muerte por cardiología, el neurólogo de acuerdo al tumor. Por eso es tan duro trabajar con los médicos que están en fase terminal. Son los pacientes más difíciles. El médico siempre trata de estudiar, de investigar. Hay médicos a los que se les está muriendo algún ser querido de un cáncer agresivo y quieren saber qué es lo último en linfomas o leucemias cuando el hijo o la esposa necesitan un abrazo, una lágrima. Es un escapismo. Muchos médicos, cuando se enferman, se vuelven unos expertos en su enfermedad y empiezan a tratarse a sí mismos.

¿Se puede percibir la muerte cuando va a sobrevenir?

Sí, Hipócrates la describió. Se arruga la frente, las sombras alrededor de los ojos, se perfila la nariz, la frialdad del cuerpo. En el paciente hay una pérdida del brillo en la mirada, una lejanía. Despiden un olor que algunos autores describen como descomposiciones, cambios fisiológicos, de muerte celular, se pierde humidificación de los tejidos.

¿Algún caso paranormal que le haya tocado presenciar?

El que se muere de verdad, ya no regresa. Eso es mentira. Y si regresa es que nunca hubo muerte en primer lugar. La catalepsia es una muerte aparente. Estaba en Abriaquí, un pueblo al que fui a trabajar jovencito. Íbamos a jugar un partido de fútbol cuando llegó un señor gritando que su hijo se estaba muriendo. Me puse la ropa y salí. En la iglesia doblaron las campanas en señal de duelo. Fuimos a la casa. A la mamá del supuesto muerto le estaban dando aguas aromáticas, a ‘Toño’ lo tenían en una pieza con los cuatro siriales, ya con la mortaja. Hice salir a la gente y le sentía pulso. —Será el de él o el mío, —pensaba. En el maletín llevaba coramina, un reanimador que se usaba en esa época. Entonces se la puse. Toño se movió. —¡Milagro!, —gritaba la gente. Él sufría de ataques epilépticos y tenía una catalepsia. Empezaron a llevarme gente hasta de un solo ojo porque creían que hacía milagros. Él único que se enojó fue el de la funeraria, que me mandó a decir: “Díganle al médico que si va a seguir así, me va a quebrar”.

¿Qué interpretación hace de la experiencia de la vida?

Lo importante para mí es capturar la esencia de lo humano, entender que somos terrenales, que estamos un tiempo y que hay que aprovechar. Por eso la famosa película de la Sociedad de los poetas muertos, del Carpe diem que quiere decir “aproveche el momento”. Yo lo aprovecho. Leo mucho, me adapto a las circunstancias. Trato de aprender de los momentos duros, de los insomnios, de los pacientes que lo ponen a uno a reflexionar.

¿Le teme a la muerte?

De pronto sí. Pero me siento satisfecho con lo hecho. Los libros publicados, los alumnos a los que he formado, la familia que tengo, los pacientes que he despedido, y lo que me han enseñado. Sé que tengo mis años y cualquier día que pase aliviado y con ganas de seguir es una ganancia, pero también tengo presente que de un momento a otro viene la enfermedad, el infarto, el accidente y estoy tranquilo en ese sentido, pero que me pegue esparadrapos para no dormirme y meta las piernas en agua helada como hacen muchos pacientes que le tienen pavor a la muerte, no. —¿Pero por qué tanto pavor?, —les pregunto.  No me muero de miedo así, le tengo respeto. Es “Mysterium, tremendum et fascinans”, pero uno sabe que tiene que pasar ese camino.

¿Cómo le gustaría morir?

Yo vengo de una escuela religiosa de terror, a nosotros nos enseñaron oraciones donde le pedíamos a Dios que no nos diera muerte repentina porque era considerada pecaminosa. Todo esto ha cambiado en los últimos treinta años. Antes uno se fijaba cómo era la muerte y más allá, la del dios condenador, unas penas eternas, el purgatorio, una cosa de terror impresionante. Hoy se habla de cómo se llega a la muerte sin tanto dolor, sin tanto sufrimiento. Uno se va quitando un montón de cucarachas. En mi trabajo personal, les puedo ayudar más a los pacientes que un sacerdote. Les digo: —ya te podés morir, no luchés más, has dado testimonio, ya estás tranquilo, te reuniste con la familia. Hay gente que necesita un permisito. Algunos preguntan: —¿Doctor por qué no me he muerto? Yo les pregunto: —¿Qué te falta?, a lo mejor hablar con alguien, llamar a un hijo, resolver algún problema, fijate a ver qué te falta.

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