Dicen los grandes filósofos que el estado de pureza no existe y que las verdades absolutas son un complejo de la humanidad para poder crear una narrativa de vida acorde a una necesidad propia, a un sentir arraigado a una convicción de vida fuerte y a un afán de mostrar y de demostrar la importancia de una ideología en particular. Esto trae consigo un pensamiento determinista, dogmático y si se quiere, caprichoso.
Es cierto que el ser humano necesita crear una narrativa de vida, es más, la vida misma es una narración, es el relato que vamos tejiendo a lo largo de los años. Ese relato nos da sustento, nos reafirma como seres dotados de alma y pensamiento, nos construye; a veces nos deconstruye, y es en ese proceso complejo de inventarse y re inventarse que está lo que somos. Ya lo diría el poeta “los días que uno tras otros son la vida”. También es cierto que hay que cuidar(nos) de las narrativas de vida que contemplan verdades absolutas. Poner en cuestión las supuestas verdades es el gran tesoro de la academia, nada en la vida puede ofrecer tanto para renunciar al pensamiento. Hacerle crítica a la crítica es, además de un acto de valentía, un hecho cultural y social desde los tiempos de Cristo.
Las verdades absolutas tienen un público grande porque tratan de crear seguridad. Es, en suma, una manera facilista de dar por sentado un supuesto, por tanto, es una trampa al pensamiento, es una renuncia a las complejidades que envuelven los actos humanos. Lo contrario a la seguridad es la incertidumbre. Nadie se plantea una vida con incertidumbre, pero la realidad es distinta: la vida es un mar de incertidumbre y esa es su verdadera razón de ser. Edgar Morín afirma sobre el pensamiento complejo que “la vida es un océano de incertidumbre con archipiélagos de seguridad. No a la inversa”. Y es que vivir en la incertidumbre nos hace más livianos, por ende, más libres. Desear una vida asegurada, sin contratiempos, es, creo yo, morir un poco. Eso no es la vida, eso a lo mucho es una versión de la vida que muchos desean porque hay una necesidad cultural de tener algo de lo cual sujetarse en este mundo.
Los dueños de las verdades absolutas, buscan desplazar al otro, rechazarlo e incluso eliminarlo. No permiten la alteridad como mecanismo de construcción. Creer tener la verdad es un acto de fe, quizás, el más fuerte de todos los actos de fe. Y no poner en cuestión las verdades es un acto de renuncia a la reflexión. Recordemos aquel pensamiento filosófico que nos invita a derrotar la incapacidad de cuestionar lo incuestionable: “Todo puede ser de otra manera”,
Hay un pasaje que leí hace mucho, no recuerdo el libro pero se puede reflexionar a la luz de este escrito: “pareciera, como dijo alguien, que vamos rumbo al abismo y seguimos apretando el acelerador con la esperanza cobarde de que, por una suerte de milagro irónico, se acabe la gasolina antes de llegar”. No reflexionar, no poner en cuestión las supuestas verdades, no vivir en la incertidumbre es esperar ese “milagro irónico” es aceptar escribir una narrativa de vida con esperanzas y visiones de mundos ajenas.
Por fortuna tenemos a la educación, la ciencia, la academia que nos revela la realidad descontaminada de los subjetivismos morales adaptados a nuestra conveniencia, y de esta manera, construir una narrativa propia, ilimitada, inacabada porque debemos ser como diría Albert O. Hirschman “auto subversivos” esto es, criticar nuestras propias verdades, esto implica estar abierto al cambio de ideas para no esperar cobardemente a que se nos acabe la gasolina antes de caer al precipicio.
Contemplar la vida desde la incertidumbre, desde la crítica a las verdades absolutas debe pensarse como el puente que conecta la barbarie con la civilización. Esto, en definitiva, es lo que hace que nuestro paso por la tierra valga la pena.