Muy merecida de celebración ha sido la decisión de la Corte Constitucional de despenalizar el aborto. Este fallo es parte de la solución del grave problema por el que a diario pasan miles de mujeres que, al verse necesitadas de abortar, deben hacerlo clandestinamente, en precarias condiciones de salubridad, atendidas por personas insuficientemente preparadas y bajo el riesgo de morir o, si sobreviven, de caer en el remordimiento de haber violado preceptos legales, sociales, religiosos e incluso morales que consideran de obligatoria observancia.
No obstante lo positivo del fallo, numerosas son las reacciones adversas de algunos sectores retardatarios, para los cuales abortar y asesinar son términos sinónimos. Tan negativa actitud da cuenta del escozor que les causa cualquier decisión que no concuerde con lo que consideran su inequívoco parecer.
Lo irónico es que estos presuntos defensores de la vida son los mismos que nos tienen sumidos en un ya casi centenario período de violencia y muerte.
Sería bueno saber si tan radicales enemigos del aborto se opondrían igual a este procedimiento si personalmente, o alguno de sus seres queridos, quedara afectado por un embarazo no deseado.
Dada la naturaleza clandestina bajo la cual se practican la mayoría de los abortos, el país no cuenta con estadísticas fiables acerca de su ocurrencia, pero bien sabemos que son muchas las mujeres que habrían podido salvar sus vidas o, en el mejor de los casos, evadir las patologías orgánicas y sicológicas que suelen quedar como secuelas de un aborto mal practicado, si hubieran dispuesto de un ambiente médico, clínico y social a la altura de los últimos tiempos, en los cuales está abriéndose campo el reconocimiento del derecho de la mujer a la libre disposición de su vida sexual y reproductiva.
En una reciente intervención, Gustavo Petro señaló la conveniencia de avanzar hacia un Estado social de aborto cero.
Pese a que ha recibido algunos rechazos, este es un planteamiento lógico con propósitos deseables, sobre todo porque el aborto no es del agrado de nadie, ni siquiera de las mujeres que se sienten compelidas a practicárselo.
Pero a ese estado ideal -que supone las naturales excepciones de violación, inviabilidad del feto y riesgo para la vida de la gestante- no se puede llegar mediante la represión punitiva.
Acceder a él solo es posible si, además del presente logro normativo, se superan la intolerancia, las carencias económicas, y la falta de formación humanística que nos agobian, y se cumplen los preceptos de “educación sexual para decidir, anticonceptivos para no abortar y aborto legal para no morir”.
Bajo estas condiciones, a ese propósito de aborto cero podríamos llegar, si nos lo propusiéramos.
