El paro nacional emerge como una reacción a muchas necesidades insatisfechas de la población. La reforma tributaria solo fue un pretexto para desatar la inconformidad, la indignación y el malestar de las comunidades. Era un león dormido, que despertó hambriento de justicia. Tras varios días de movilizaciones y bloqueos han empezado a emerger las problemáticas históricas a las que nos les hemos hecho los ciegos. ¿Qué más se puede esperar de un país que esconde a los indigentes cuando hay visita de los presidentes de las grandes potencias?, ¿o que pasea a las celebridades por las calles pavimentadas y limpias de la ciudad, pero que ha querido invisibilizar años de pobreza y marginación, fruto de la corrupción y el abandono estatal? Además, aún quedan rezagos de esa cultura traqueta, esa que piensa que todo se consigue con plata y armas.
Durante años hemos querido tapar la realidad. Nos hicieron creer que éramos uno de los países más felices del mundo, y eso impedía que nos quejáramos. Manifestar nuestro inconformiso era sinónimo de ser vago, guerrillero y terrorista. Incluso, se ha romantizado la pobreza, nos han hecho creer que, sí no salíamos adelante, no era por falta de oportunidades, sino por incapacidad, pereza o falta de creatividad para el emprendimiento, que ha sido el eufemismo usado para justificar la pauperización del trabajo. Han querido hacernos creer que Colombia es un país de oportunidades. Pero esa burbuja no aguantó más y explotó sacando la grandeza, y la bondad de nuestras comunidades, pero también mostró la mezquindad y egoísmo que se han incrustado en el seno de nuestra sociedad. Las comunidades más vulnerables dijeron basta. Pero lo han dicho con la solidaridad ante aquellos que luchan. La única riqueza de los pobres es un corazón desprendido, que entrega su amor oblativo en el que alberga la esperanza de un mañana mejor.
Los días de bloqueo afectaron la comodidad de toda la ciudad. Los que han tenido que experimentar la necesidad de caminar horas para llegar a sus sitios de trabajo, las que trabajan en casas sin que les ofrezcan un vaso con agua, saben qué es resistir el hambre, el sol, la lluvia. Los niños desde muy pequeños aprendieron a defenderse, hacer su comida y cuidar a sus hermanitos más pequeños mientras mamá o papá se rebuscan algo para sobrevivir. Sabemos que la desigualdad es una tragedia histórica. No podemos culpar a nadie que goce de mejores condiciones económicas, pero como decía don Pedro Casaldáliga: el problema no es la riqueza, sino la actitud frente a la riqueza, la cual constituye una vergüenza para con los pobres y excluidos.
Esta actitud mezquina, desalmada e inhumana es la que se ha despertado en el paro. Rompió la comodidad y ha hecho sentir a muchos la zozobra e incertidumbre que han vivido millones de colombianos en los campos y en los cinturones de miseria donde la injusticia, la desigualdad y la corrupción los ha rezagado para ocultarlos de nuestra vista. A este fenómeno Adela Cortina lo llama Aporofobia, es decir la actitud “de rechazo, aversión, temor y desprecio hacia el pobre, hacia el desamparado que, al menos en apariencia, no puede devolver nada bueno a cambio”. Esta aporofobia se ha querido disfrazar de muchas maneras en nuestro lenguaje. El discurso institucional en estos días ha dado con lujos de detalles evidencia de una gramática de segregación y exclusión con el pobre. Expresiones como venecos, vagos, gamines, desadaptados, vándalos, terroristas, indios, entre otros, son el reflejo de este tipo de lenguaje, que hace nido en los imaginarios sociales.
Los últimos acontecimientos en Cali, donde fue atacada la guardia indígena y se le ha desconocido su labor humanitaria, son una muestra del desprecio social por aquellos a quienes no se les considera un legitimo interlocutor, porque es considerado pobre, social, económica y políticamente. Esta aporofobia caleña se le ha querido justificar bajo esa gramática excluyente que se va haciendo cultura y que se escucha por estos días: “esos indios deben irse para su territorio”, “esos indios terroristas” y a los jóvenes de “ vándalos, delincuentes y terroristas”, a esto es a lo que Cortina hace alusión cuando afirma: “lo que le produce aversión o rechazo no es que vengan de fuera, que sean de otra raza o etnia, no molesta el extranjero, por el hecho de serlo. Molesta eso sí que sean pobres, que vengan a complicar la vida a los que, mal que bien, nos vamos defendiendo, que no traigan recursos, sino problemas”. No hay mejor forma de describir académicamente este clasismo que como lo define la filósofa Adela Cortina.
Esta fractura social marcada, sectorizada por las fronteras invisibles, en este paro se han hecho más radicales y evidentes. La autodenominada “gente de bien” reservan un lugar especial en su sector a los pobres, quienes solo se les tiene en cuenta para que realicen los trabajos que ellos no están dispuestos a hacer: lavar baños, cocinar, ser niñeras, meseros, plomeros entre otros, son las formas de aceptar a los pobres en sus espacios. Es decir, para ellos los pobres en sus lugares privilegiados asisten, pero no existen. Esta aporofobia deja ver una instrumentalización del pobre, a tal punto que son los privilegiados durante las campañas políticas, pero olvidados durante el gobierno. A ellos solo les dan migajas para calmar la furia, pero no la realidad.
Lo positivo del paro es evidenciar lo que ya todos sabemos que hay problemas complejos, estructurales, que piden a gritos soluciones radicales y urgentes. Hoy los jóvenes que están en primera línea son esos que han sido invisibles para el Estado, “los nadies” como dijo Eduardo Galeano, por eso están allí peleando sin importar nada, ya les han robado todo: educación, salud, recreación, trabajo, les han robado sus sueños, por eso hoy luchan por lo único que les queda y aquello que no les ha podido quitar: la dignidad. A las buenas gentes del pueblo no les importa sus muertes, por eso hacen gala del poderío que dan las armas. Al gobierno tampoco les interesa, son tan solo “máquinas de guerra” a quienes hay que aniquilar. A la sociedad que se ha hecho indiferente por años, los aplauden porque hacen lo que muchos no pudieron. A ellos lo único que les importa es su gente, su cucha, su pana, su compa y la convicción que por lo menos consiguieron que Colombia se diera cuenta de que existen y que han luchado hasta el cansancio, hasta darlo todo, incluso hasta morir por una causa por la que vale la pena dar la vida: la dignidad.