En las últimas semanas hemos asistido a una nueva oleada de manifestaciones contra el (des) gobierno nacional. Desde todo punto de vista esta reacción generalizada está plenamente justificada. El malestar que siente un país por las nuevas oleadas de masacres y la felonía e incapacidad del ejecutivo de marcar nuevas rutas para el desarrollo y la soberanía del país –antes bien hace todo lo contrario―, como para paliar la crisis del coronavirus, han llevado a los colombianos a lanzarse a la marcha vertiginosa para exigir un cambio radical. Sin embargo, paralelo al hecho de la movilización social se observa un fenómeno preocupante pero que es ya de todos conocidos, tiene tradición, a decir, la violencia vandálica.
El vandalismo, la destrucción irracional sin objetivo, la violencia por la pura violencia era algo que ya ideólogos del socialismo tradicional como George Sorel o el mismo Lenin habían rechazado. En efecto, tanto Sorel como Lenin habían dilucidado para la violencia una misión revolucionaria de transformación social, y no el imperativo del atavismo ciego de la destrucción sin rumbo que minaba las bases mismas del movimiento obrero. Este ejercicio de la violencia vandálica es propio del lumpen, es decir, de los estratos de la sociedad caracterizados no solo por su miseria material, sino también espiritual y moral, que, careciendo de conciencia social o nacional, se dedica a asaltar a la clase trabajadora. Ya Marx había denunciado la función del lumpen como enemigo del pueblo y servidor de la clase dominante. Sin embargo, este vandalismo deletéreo se explica por la transformación de la sociedad capitalista desde mediados del siglo XX, y en ello, de la movilización trabajadora que en ella tiene su oposición dialéctica.
Con la integración de las viejas clases trabajadoras al capitalismo y sus beneficios la izquierda revolucionaria perdió sus bases sociales, buscando para sí nuevos sujetos de la revolución en grupos societales marginados y marginales por la “hipocresía capitalista” y la “sociedad patriarcal”. Este es el nacimiento del denominado posmarxismo, el desencanto de la clase trabajadora como sujeto de la revolución para entregarse a los nuevos oprimidos: feministas, lgti, minorías étnicas, delincuentes, enfermos mentales, inmigrantes, animalistas, veganos, consumidores de drogas etc. Toda la miríada de nuevos movimientos sociales posguerra. Si bien estos movimientos han detentado el nuevo destino de las reivindicaciones sociales y la lucha antisistémica, muchos intelectuales, tanto desde la izquierda como Eric Hobsbawm, Jean-Claude Michea, Alain Soral, Jacques Juliard, y de la derecha como Alain de Benoist, Alexander Dugin, Lucas Carena, Juan Manuel de Prada, entre otros, les han denunciado, no como una auténtica oposición sino como un epifenómeno mismo de la sociedad de consumo turbocapitalista, según la expresión de filósofo Italiano Diego Fusaro.
Esta nueva izquierda posmarxista y liberal, según la argumentación de los pensadores antes mencionados, hija de intelectuales que despreciaron el “socialismo real” como Michel Foucault, Giddens, Jacques Lacan o Ernesto Laclau, y que viraron hacia una pretensión salvífica con respecto al neoliberalismo –cosa que pocos en la academia llegan a reconocer―, atomizaron el movimiento obrero en una multiplicidad de reivindicaciones societales, de grupúsculos con respecto a los cuales el grueso del pueblo no siente las más de las veces ninguna identificación, siendo más bien adalides del ideal de progreso y productos de la mass media globalista. Pero no solo se trata aquí de fragmentación sino también de confrontación, esta nueva izquierda rechaza taimadamente al pueblo y su radicalidad esquizofrénica le ha llevado incluso hasta a autocensurarse. En el argot intelectual del ámbito disidente francés se utiliza un concepto bastante curioso pero muy diciente, este es el de bobo= “Burgeois bohéme”, que identifica a estos nuevos grupos sociales de extracción de clase media-alta y alta, desarraigada antipopular, pero que se ha endilgado de una falsa conciencia social como esnobismo rebelde.
Estos burgueses bohemios luchan por lo que el novelista español llama “derechos de bragueta”, una serie de reivindicaciones intrascendentes disfrazadas con el halo de la revolución pero que representan tendencias de la misma sociedad de consumo hiperindividualista: consumo recreativo de drogas duras y blandas, derecho al reconocimiento social de la autopercepción de género, campañas mediáticas contra la soberanía y las fronteras nacionales etc. De esta forma el neoliberalismo se ha servido de tales “derechos” para dinamitar el movimiento obrero consintiendo reivindicaciones que sabe no destruyen el sistema, todo lo contrario, llevan precisamente al conformismo masificado y a la integración con la alienación del capital financiero internacional. Por algo es que magnates “filantrópicos” y las grandes corporaciones empresariales y mediáticas mundiales bien promocionan tales movimientos, e incluso los mismos Estados neoliberales o progresistas impulsan políticas públicas para beneficiar estos intereses marginales. El “bobo” no sirve al pueblo, por el contrario, le rechaza por ser patriarcal, taurino, cristiano, tradicionalista, nacionalista, moral y jerárquico. Ello se refleja en la violencia que acusa contra los emprendimientos, la propiedad y los lugares de culto del pueblo.
Finalmente, el bohemio burgués, idolatra de la cultural criminal y del lumpen como clase marginal –por algo las clases burguesas han tendido en las últimas décadas a identificarse y promocionar la apología constante al crimen―, se alía con extractos vandálicos, que buscan simplemente la destrucción y el asalto, y que sirven muchas veces a grupos extremistas criminales, para atentar, no solo contra las instituciones gubernamentales, sino, también, contra el pueblo en general. Esto es aún más peligroso cuando la mass media controlada por los bohemios burgueses que dominan el monopolio de la opinión pública apologizan el odio hacia al pueblo y sus símbolos, en una falsa empresa de rebeldía, pero que no es más que el pensamiento cosmopolita e internacionalista, contra el pueblo “conservador” y “rezandero”. Ha sido el lumpen vandálico el culpable de fragmentar la causa trabajadora, peor, de alejar al pueblo que asiste también al malestar antigubernamental, pero que se resiente contra el vandalismo anti―popular, arrojándole a los demagogos de la falsa derecha y el estado marcial. La nefasta alianza Bobos + lumpen vandálico es la culpable de que el pueblo no se acerque a la causa justa de la revolución social y nacional.
¿Qué hacer? Reconocer, es verdad, que la sociedad capitalista y la clase trabajadora no es la misma de los siglos XIX y XX. Si, se ha atomizado y articulado a la sociedad de consumo. Sin embargo, la multiplicidad de estamentos sociales no ha abolido la precariedad del trabajo, el abuso sobre los derechos y la alienación generalizada del ser. Primero, hay que descubrir que la lucha es transversal, que no solo atañe a los grupos sindicales particulares, sino que debe generarse una conciencia transversal que reúna a los que siguen siendo explotados por la oligarquía financiera internacional, aun si estos no lo reconocen. La clase trabajadora, alienada y cada vez más precarizada, no solo incluye clases bajas obreras, también a emprendedores, profesionales, campesinos, desempleados, propietarios, independientes, estudiantes, clases medias y hasta altas, que se ven cada día más agotadas y atacadas por la felonía nacional y la presión internacional contra nuestros derechos y producción. Segundo, ¿por qué no? Nacionalizar la causa de los trabajadores. La patria es la posibilidad de transversalidad y unión solidaria para todos los trabajadores, así como lo había predicado Gaitán con su visión de la nación proletaria. Por último, alejar al lumpen vandálico y a los burgueses bohemios, apátridas y delictivos, que atentan contra el mismo pueblo, para renovar la lucha trabajadora y conectar de nuevo con un pueblo que quiere ver defendidos sus derechos, su identidad y su patria.