Es medio día y la inclemencia del sol no da tregua. “Y ahora por la tarde se larga un lapo de agua”, expresa Daniela, la joven con la que me encuentro en esos momentos. Es una adolescente de tez morena, delgada, que tiene entre cuarenta a cincuenta kilos de masa corporal y un metro sesenta de estatura. Su cabello está a ras del cuello y es tan tosco como su piel; seguramente por la polvareda que se alborota cada vez que pasa un automóvil por la carretera. Tiene dieciséis años pero parece de dieciocho: su rostro está marcado por el sello del trabajo, de la lucha, de la esperanza. Desde los diez años le ayuda a su abuela a vender cualquier cosa, de manera ambulante, para poder sobrevivir dentro de la sociedad apartadoseña, donde la desigualdad económica es evidente y las oportunidades para mejorar la calidad de vida de los más “desafortunados”, como indica Daniela, son pocas, o a veces nulas. Así lo percibe ella.
"Como en todo lado, los que siempre han tenido el poder no van a dejar quitárselo fácilmente, y van a beneficiar a los suyos. El problema es que nosotros nos hemos acostumbrado a eso", señala.
El trabajo informal es y ha sido su única fuente de ingresos. Desde que empezó a laborar no ha recibido más que sugerencias, si así se pueden llamar, de que abandone su trabajo y se dedique a estudiar. Ella, entre risas, responde que también estudia y que no le va para nada mal. Eso lo demuestra en su discurso, pues utilizando constantemente la jerga de la región busca argumentar sus opiniones desde lo que aprende en el colegio y las experiencias cotidianas; escucha atentamente cuando el otro habla y a partir de eso genera una contrapregunta que lo deja inmutado.
"Me dicen que estoy muy joven para trabajar, pero yo necesito ayudarle a mi hermano y sobre todo a mi abuela, que es mi mamá. ¿Qué otras opciones me han dado?", dice.
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Doña María, la mujer que crió a Daniela, su mamita, quedó viuda a los cuarenta y nueve años, con una hija en brazos y sin nada que darle. Todas las riquezas del hombre que la acompañó por veinte años quedaron a manos de su “verdadera esposa”, con quien doña María nunca se la llevó bien.
"Un día casi le saco un ojo de la fuerza con la que la aruñé", expresa ella mientras carcajea.
Desde entonces es trabajadora ambulante: ha vendido tanto buñuelos como zapatos. Ahora, con su nieta, vende bebidas de limonada y frutas. Hace mucho se encargó de Daniela, cuando su hija, de la que no quiere recordar ni el nombre, la abandonó, o, mejor dicho, las abandonó.
"Nino. Ni noticias de mi hija. Ni ella ni el papá de mis nietos fueron capaces de hacer una familia, así que huyeron de esa responsabilidad. Ahora ninguno de nosotros sabe dónde están", dice doña María con suspenso.
Siempre ha vivido en Apartadó y dice que de aquí ya no se va, y no porque no quiera, sino porque se siente segura, o condenada, a que su vida terminará como la empezó: viviendo en uno de los barrios más marginado del municipio, el Obrero, en una casa de paredes de madera y piso de tierra. Pero quiere que su nieta tenga una mejor calidad de vida. Por eso, todos los días se levanta para hacerle el desayuno antes de que ella se vaya a estudiar; a veces sus dolencias no la dejan, pero siempre, antes de que Daniela salga, le da la bendición y le dice que la espera por la tarde en el mismo lugar de siempre: por La Calle del Teatro, al frente de un local con paredes negras decoradas por imágenes de billetes, monedas y una rueda de la fortuna que la atraviesa un letrero de color azul y rojo que predica “Mega suerte”, donde está su puesto de venta.
Habla de Daniela como si fuera un santo en un altar, pero nunca dialoga sobre su nieto, el hermano de esta última. Mencionarlo es como invocar a la muerte misma: hasta ahí llega la conversación. Y es que este, del que al parecer nunca sabré su nombre, sufre de problemas mentales causados por una sobredosis de alucinógenos que casi lo mata cuando apenas tenía doce años. Es cuatro años mayor que Daniela, pero igual de improductivo que un recién nacido. Así, doña María se tuvo que dedicar de lleno a su cuidado, lo que le imposibilitó trabajar y conseguir dinero, hasta que un día su nieta decidió encargarse de ello.
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Cuando sale de estudiar, a las 12:30 p.m., Daniela se dirige directamente al puesto de venta, que es una carreta anaranjada abrigada por una sombrilla de colores, donde reposan una jarra grande con limonada, vasos con mango biche cortado en tiras largas y delgadas, mandarinas y naranjas, y, a veces, sandías. Su abuela la espera con una lonchera de donde las dos comparten el almuerzo y una bolsa de cargaderas donde le lleva ropa para que se cambie el uniforme del colegio. El resto de la tarde Daniela se encarga de todo el trabajo: pela los mangos biches, los organiza en un vaso desechable y les agrega la sal, picas las sandías, cuando hay, y corta y exprime los limones para preparar las bebidas. A las seis de la tarde termina su jornada, y después de recoger todos los utensilios y productos sobrantes, arrastra la carreta de nuevo hacia su casa, en un trayecto de aproximadamente media hora.
"Por la mañana un vecino nos colabora con la carreta, porque no me da tiempo antes de irme estudiar y mi mamita ya no puede con eso", afirma.
Apenas el sol se despide en el horizonte es cuando Daniela prosigue con su otro deber: las tareas del colegio. Mientras su abuela le prepara la comida a ella y a su hermano, esta busca la manera de completarlas todas, así esté cansada, pues le es indispensable cumplir con ellas. De hecho, su proyecto de vida es concluir la educación básica para continuar sus estudios con un curso de estética y belleza, que en la región lo brinda el Sena, con el fin de crear su propio negocio de peluquería.
"Quiero darle una mejor vida a mi mamita y ayudar a todas las personas que, como yo, trabajan en las calles. Darles trabajo en mi futura peluquería", asegura.
Ha recibido burlas y desprecios, además de correr riesgos al trabajar a orilla de carretera, de donde recuerda muchas experiencias, como la vez en que una moto arrasó con la carreta y desapareció en medio del alboroto, o cuando un carro chocó a su abuela con el espejo retrovisor en la cabeza. Pero está convencida que, si se enfoca en sus objetivos, las cosas puedan cambiar y mejorar. Es por eso todos los días, antes de acostarse a dormir, se sienta en el borde de la cama con su hermano, donde duermen los dos, lo agarra de sus manos temblorosas y reza un Padre Nuestro.