En otra parte de estas crónicas he narrado como conocí a Antonio Ignacio Isidro Caballero Holguín en plena juventud, justo cuando estudiaba primero de derecho en el Colegio del Rosario, licenciatura que abandonó para ir a París tras su padre, a quien Guillermo León Valencia y José Antonio Montalvo designaron embajador ante la Unesco.
Fue en el primer piso de la Biblioteca Nacional, donde yo leía los periódicos y escrutaba revistas. Había solicitado unos ejemplares de la revista Pan, cuando un cachaco alto y bien vestido, blanco como un papel dijo que su PADRE escribía en ella. Entonces supe que era hijo de Eduardo Caballero Calderón.
Pan fue una revista heteróclita, que combinaba la literatura y las artes con notas económicas y discusiones sobre los avances del nacional socialismo, el fascismo y el comunismo. Me parecía preciosa, concebida con la maestría de los viejos impresores del XVIII y poco reparaba en los artículos.
Pintores y dibujantes olvidados la ilustraron: Carlos Correa, Sergio Trujillo, Gonzalo Ariza, Rómulo Rozo, Dolcey Vergara, Ramón Barba o Efraín Martínez. Antonio la consideraba un adefesio.
Dijo que era un armatoste de la vanidad y los negocios del dueño, un pariente de Uribe Uribe, el guerrillero liberal que pensaba que Colombia era un país atrasado por culpa de los poemas de Guillermo Valencia y que había que cambiar la gramática y la prosodia y la sintaxis por fábricas de fósforos, autopistas, ferrocarriles y todo lo que produjera plata para los ingenieros de trenes y caminos.
Con una socarronería paramuna dijo que mirara bien en las ochenta páginas de avisos de joyas, cigarrillos, plata martillada, refrigeradoras, lavadoras, radios, instrumentos de fotografía y óptica, ventas de autos, impermeables, muebles Art Déco y Bauhaus, sanitarios, paños ingleses, sombreros Stetson, anuncios de Almacenes Ley, la peluquería Ricard para hombres y el salón de belleza Castillo con sus durables permanentes de cabello.
Volví a encontrarme con él a comienzos de los años setenta, recién llegado yo a Madrid desde Berlín, donde el alemán me había derrotado y tuve que optar por la España del tardo franquismo para continuar mis estudios de doctorado.
Lo encontré en uno de los bajos del palacete de Martínez Campos, donde reposaba de agregada cultural, desde el año 46, Doña Amira Arrieta McGregor, ya muy mayor, con su inmensa melena recogida por una redecilla que la hacía ver, sentada en su poltrona victoriana y las piernas veladas por una manta a cuadros, como una anciana Eva Perón en La Pródiga de Mario Soffici.
Al salir me invitó a beber una caña en la Cervecería de Correos, un bar que hubo cerca de Cibeles, sobre Alcalá. Allí salió con una de las suyas, que entre de veras y medio chacota, lo dejaban a uno sin comentario. Dijo que a ese lugar habían bajado andando, desde Hilarión Eslava tomando Princesa y luego Gran Vía, Neruda y Lorca antes de este salir para Granada, y que él, frecuentaba esa cantina cuando veía que ingresaban Gaya Nuño y Cela, que, por cierto, dijo, sufría de hiperplasia de la próstata. Gaya era un experto en las pinturas de El Prado, donde Antonio iba los domingos.
Le vi poco entonces, mientras yo hacia los cursos de doctorado en la Complutense.
Creo que esos fueron los años felices de su vida, cuando las mujeres eran jóvenes y bonitas, hablaba mansamente en un tono menor que delataba regusto con sus erudiciones históricas y había sobrevivido haciendo bocetos con carboncillos que enajenaba con la ayuda de un chileno en Saint German de Pres, o consumido todo un verano en Fiscaro, comiendo días enteros quesos de cabra cefalonias, mientras repetía que gracias al aburrimiento de Francia tras los diez años de gobierno del General De Gaulle, el estallido de Mayo de 1968 había sido una suerte de carnaval de Rio de Janeiro, “que duró un mes y fue muy divertido”: “A quién se le ocurre que en una revolución de verdad se vayan a tomar un teatro en vez de un cuartel. Es desde los cuarteles de donde viene la represión, no desde los teatros. Fue una rebelión en mayor parte de los jóvenes contra los viejos y lograron aterrorizarlos, pero no pasó nada”.
Antonio quiso ser pintor, quizás porque su padre, para mantenerles ocupados, les hacía dibujar y copiar en El Prado, pero Luis, que era mayor, le ganó la partida.
De allí, creo, su afecto por el arte de la escritura, de la composición apolínea de la frase, y la tauromaquia, que le hacían ver y sentir, entre los estruendos de las plazas, la elación tangible de la belleza, creada por choque entre una bestia y un amanuense, con ese arte cruel y horrendo que tanto quiso.
Solo el dolor engendra placer, y el placer resulta de ver y sentir algo que no estuvo el momento anterior y nace ante nuestros ojos y sentidos.
De esos pocos encuentros en el Gijón o el Comercial recuerdo los repasos de los ensayos de Borges y Camus, que Antonio clausuraba imponiendo una cita, casi siempre de Valery, a quien leía entonces, descalificando las traducciones de Nestor Ibarra del Cementerio marino, y de los ensayos, hechas por Jorge Zalamea y Fernando Arbeláez para Lozada, cuando vivían exiliados en Baires.
También le encantaban los chismes sobre los ires y venires de los vejetes colombianos que se reunían cerca de Chicote presididos por Felipe Lleras, exdiplomáticos y ricos retirados en el Madrid de finales del franquismo, cuando no había llegado la crisis del petróleo y la Gran Via permanecía abierta hasta bien entrada la alta noche.
Caballero volvió a Colombia cuando su resucitado coetáneo y benefactor, Enrique Santos Calderón, harto de no poder ser director único de El Tiempo y apenas, esos años, del Suplemento Dominical donde Antonio vendía sus monos, convenció a García Marquez de hacer Alternativa [1974-1980] un semanario para unificar los veredictos de las facciones de la Inteligencia zurda colombiana, periodistas que creían poder cambiar el rumbo de los acontecimientos y las trapisondas políticas de la oligarquía con meras columnas de opinión, sacándole el cuerpo al comunismo de Luis Alberto Morantes, pero ilusionados con el sancocho nacional de Jaime Bateman.
El robo de la espada de Bolívar, que ahora desenvaina Petro en la Casa de Nariño, el incremento descomunal de la inflación, la bonanza marimbera y la aparición del Cartel de Cali gestaron el paro cívico de 1977, [apenas comparable con la insurrección del petrismo contra Ivan Duque], dejó 33 muertos, más de tres mil heridos, entre ellos 30 policías, y miles de detenidos recluidos en la Plaza de Toros y el Estadio de futbol de Bogotá, a finales del gobierno de Lopez Michelsen, autor de Los Elegidos, una novela sobre el mundo de los oligarcas seudo aristócratas del Jockey Club, habitantes del barrio La Cabrera, amos y señores del tráfico de influencias, contratos, especulación con bienes, vinculados a ministros del despacho, y sin duda, una de los primeros relatos urbanos previos al realismo mágico, y precedente, de Sin remedio.
Los años que Caballero estuvo a cargo de la redacción de Alternativa duraron bajo los gobiernos de López y Turbay, esos “idus de marzo” que anunciaron el lamentable gobierno de Betancur. Bajo Turbay la marimba dio paso a la cocaína y el Cartel de Medellín que financiaría, dicen ahora los historiadores de la mafia misma, el robo de armas del Cantón Norte, la toma de embajada dominicana; y ejerciendo un terrorífico Estatuto de Seguridad, el general Camacho Leyva puso preso y torturó numerosos militantes del M e intentó detener a GGM no sin antes torturar, en las Caballerizas de Usaquén, al anciano poeta Luis Vidales, fundador del PC y padre de uno que había trabajado en Alternativa.
Con la llegada de Betancur a la presidencia, Pablo Escobar asesinó al ministro de justicia Lara Bonilla y en medio del fandango semanal en Casa de Nariño con pianistas, declamadores, ruidosas cenas con “bullabesa de bagre y blanqueta de mamona de Turbaco” en honor de François Mitterrand, Felipe González, Mikis Theodorakis o Françoise Sagan y Melina Mercouri, presentación de libros a media noche o tertulias de las academias y toda laya de embajadores culturales, las balaceras incesantes, los acuerdos de La Uribe con los asesinos y secuestradores de las Farc, y en Corinto, Hobo y Medellín con el M y el EPL, la Toma del Palacio de Justicia con cien personas muertas y otros tantos desaparecidos, y como un regalo del destino la Tragedia de Armero, con 25 mil fallecidos, la masacre de Tacueyó, donde el hermanito del Comandante Papito ejecutó a 164 muchachos acusándolos de espías de la CIA y el ejército.
Desde los cielos, un avión de Avianca se estrelló en Mejorada del Campo viniendo a otro festival literario politiquero, donde murieron Marta Traba, Rosa Sabater, Angel Rama, Jorge Ibargüengoitia y Manuel Scorza. Caballero, que debía asistir al Primer Encuentro de la Cultura Hispanoamericana, con la coordinación del ministro de cultura del Banco de la República, Dario Jaramillo Agudelo, se salvó porque la cruda le impidió llegar a tiempo al Charles de Gaulle.
Juan Pablo II cerró esta opereta con una extensa visita a los sitios de horror en julio de 1986. Antonio hubo de exiliarse al final de ese gobierno por las amenazas de los carteles y las acechanzas de miembros para militares del ejército y la policía.
En una de mis visitas a Colombia, mientras vivía en NY, volví a ver a Antonio, cuando estaba escribiendo Sin remedio. Me enseñó dos o tres poemas que decía haber escrito para divertirse o hacer caricaturas líricas, uno de ellos extenso, que terminó por el ser el cigüeñal de la novela, pero no le tomé en serio y por el contrario comenté que yo estaba escribiendo una nota sobre los cambios de asuntos y melodías de los poetas contemporáneos, agregando que recordaba algo suyo donde sostenía que luego de Mayo del 68 solo hubo desencanto y frustraciones para la generación de las barricadas y el liderazgo maoísta de Sartre. Y le dije que iba a hacer una antología, una suerte de ampliación de una muestra que yo había hecho de la “nueva” poesía colombiana en una revista venezolana, Árbol de fuego, creada por una descendiente del Libertador y nadie había visto en Colombia.
Sin remedio apareció en 1984 en Bogotá, publicada por una editorial espectral que se hizo a costa de piratear libros de Garcia Marquez y el despojo de los derechos de los autores, e incluso de los pintores, que ilustraban las cubiertas. Como muchos de los libros que publicó Jose Vicente Kataraín, este tiene dos mil erratas, una fruslería frente a las 5000 que una crítica halló en la edición de María de Isaacs. Mi ensayo sobre Los poetas de la Generación desencantada apareció un año más tarde, en Anales de literatura hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid.
Al leer la novela de Caballero me di cuenta de que algo, de lo que yo había comentado sobre la poesía de nuestra generación, había calado en su caletre, y que su personaje, llevando una vida de abulias y fracasos en la Bogotá sediciosa de los tiempos de Alternativa, intenta, hasta su fusilamiento, fundar un poema, que sin mencionar el sustrato de esa sociedad santanderista de narcos y guerrillas subversivas, diera testimonio de que, ni la vida ni las sociedades, avanzan o retroceden, y son, por el contrario, un eterno retorno del eterno fracaso; la plena conciencia de la desilusión, de que todo el sortilegio que ofreció el Renacimiento o la Sociedad Industrial o la posguerra capitalista y comunista, ya no tenía qué ofrecer y la vida era eso, una mierda.
De esos años finales del gobierno de Betancur es la antología de poetas colombianos que planeamos juntos y para la cual escribió el primero de los prólogos que hizo para dos de mis libros. La idea original fue una muestra de poetas desencantados de los tiempos posteriores a las rebeliones estudiantiles, donde surgieron lideres y empresarios como Pizarro León Gomez, Pablo Catatumbo, Helvecio Ruiz, Gilberto Rodríguez, Helmer Herrera, José Santacruz, Antonio Navarro o Ernesto Samper Pizano.
Una nueva editorial, inventada por un renovado popútchik de los Elenos que Betancur había hecho rector de la Universidad Nacional, aceptó publicarla. Yo entregué los materiales, diez poemas de cada uno de los poetas, con el prólogo de Antonio. Los poetas originales eran siete: José Manuel Arango, Giovanni Quessep, Elkin Restrepo, Ignacio Escobar Urdaneta de Brigard, Raúl Gomez Jattin, Maria Mercedes Carranza y JG Cobo Borda.
Por razones que no vienen al caso, luego de entregar los materiales, tuve que ausentarme unos meses de la universidad, momento que aprovechó el entonces editor del MD de El Espectador para convencer al neófito editor de deformar la antología y retocar el prólogo.
Lo cierto es que salió con mi nombre como compilador, incluyeron poemas míos para hacerme aparecer como ególatra, y suprimiendo a Restrepo, Escobar y Gomez Jattin, se incluyeron Juan Manuel Roca y Dario Jaramillo Agudelo con más poemas que todo el resto.
Y para completar la plana, el señor Roca envió a unos zascandiles a hacer unas entrevistas contra la antología, a fin de hacerme quedar peor. La única respuesta de Antonio a la perversa entrevista fue: “En cuanto a ese grupo de poetas y la actitud de desencanto, o mejor, de desengaño, de miedo a ser engañados, creo que no concuerda con el momento que vive el país, sino con los últimos treinta años de decirnos mentiras sistemáticamente. A un poeta, a un artista no se le pueden exigir virtudes cívicas como ustedes quieren, las virtudes poéticas son distintas a las virtudes cívicas. El artista no está para hacer las mismas cosas que un sindicalista, un guerrillero o un empresario. Son otras, hace lo que puede de la mejor manera, sin engañar, sin hacer trampa. “
Durante el cuatrienio Barco/Gaviria, que narró en su horror Noticia de un secuestro, numerosos intelectuales y periodistas, incluso actores y actrices, tomaron camino del exilio, no se sabe aún si como consecuencia de solapados actos gubernamentales o la mera guerra sucia instaurada por la mafia del narcotráfico. Antonio Caballero, Jorge Child o Alberto Aguirre estuvieron entre ellos.
Es quizás ese el momento cuando Caballero terminó por aceptar que el arte literario, o el toreo o la pintura y el dibujo, habían sido desplazados por “el cuanto me lleva usted allí” de la sociedad colombiana, y solo quedaba incitar a quienes supiesen leer y escribir o intentaban gozar una obra o una corrida de toros, saber, que solo la ética y no el poder podía mantenernos en vilo, es decir vivos, vegetando, entre comunidades de fenecidos vivos y desahuciados.
Sin embargo, de esos años son también, ese manojo de artículos, que, publicados como Paisaje con figuras, recoge sus opiniones o críticas sobre Pemán, Sartre, Cela, Cortazar, Onetti, Borges, Leonardo, Goya, Murillo, Manet, Monet, Picasso, Dalí, etc., etc. Uno de los memorables libros de escritor alguno en nuestra lengua y que seguro será mejor leído y admirado a finales de este siglo, víctima del impresionante avance de las tecnologías y que terminara como todos: volviendo al principio, a la inteligencia y la belleza.
Antonio se fue convirtiendo, al volver y vivir en Colombia y a través de las notas de prensa, en un intelectual crítico, ético, el que se alza, en nombre de la verdad contra las mentiras sociales, de la nación y de su tiempo, no porque posea la verdad sino porque tiene que decir las suyas, el intelectual del alejamiento brechtiano, el imprescindible, el Sócrates.
Un opinador desinteresado, huyendo del servilismo con los poderosos o el miedo servil, con solo su intelección que le hace distinguir el bien del mal y el carácter, que le empuja a decir, a hablar su verdad. Por ello terminó convertido en un enemigo público, el discrepante nato de todos los poderes. Ese poder que dio muerte a Sócrates con la cicuta y que también da muerte, a muchos hoy, con la cancelación y el arrinconamiento y el odio y el desprecio.
Ese fue el Antonio Caballero que, desde España, para El Espectador, y en Colombia, desde Semana, terminó siendo admirado por Tirios y odiado por los Troyanos que les sirven con obsecuencia.
Allí, en la España de los postreros años del felipismo me vi con él, algunas tardes en la plaza de Santa Ana, o en su rincón de la taberna Alemana, con un corto o un chato en mano, o en su buhardilla de Cosme y Damián, mientras cocinaba para pintores, izquierdistas anti mamertos, dipsómanos transformados por el dinero en críticos de arte conceptual o de lo que fuese necesario, narradores, señoritas de pro, siempre recordando que los comunistas, y más los comunistas colombianos, son una especie de musulmanes que tienen a Marx o Tirofijo como Alá y a Lenin y Fidel Castro como Mahoma. Un Antonio Caballero que detestaba la personalidad de Petro, pero no sus promesas, porque todo el mundo está de acuerdo que Colombia es el país más atrasado del mundo.
La última pilatuna literaria que hicimos fue incluir un prólogo escrito por él para Ajuste de cuentas, la poesía colombiana del siglo XX, donde, por supuesto, aparece Ignacio Escobar como el adalid de la Generación desencantada, la última que ha valido el viaje antes que la Casa Silva, el Magazín Dominical de El Espectador, el Ministerio de Cultura y el Festival de Poesia de Medellin, convirtieran la profesión de poeta en un acto de lagartería y mendicidad. Y la poesía, en basura de género y majaderías.
Algunos malquerientes, al saber que estaba enfermo y no se recuperaba, decidieron soltar la perla de que Caballero había ganado fortunas escribiendo contra los poderosos de los últimos treinta años. La verdad es que murió con lo que tenía puesto. Nunca tuvo fortuna y si ganaba bien, así también gastaba. Murió sin pensionarse, sin ahorros, y apenas con un piso que logró pagar gracias a los numerosos artículos que escribió para una revista que es hoy, todavía, El catálogo de las hembras de la mafia.
Que supo que las crónicas de prensa, donde tuvo que seguir diciendo, lo mismo de siempre con el arquetipo de siempre, para que le siguieran pagando por alimentar las inquinas de la social bacanería contra la derecha iletrada eran pasto del olvido, lo demostró, dejando ese precioso libro de interpretación de nuestra historia a través de las familias oligárquicas, a las cuales perteneció por derecho propio.
La tipografía, las caricaturas y los capítulos, redactados con el detallado preciosismo de su prosodia castellana martillada por sus afrancesamientos sintácticos, son únicas en la historia de las artes literarias e ideológicas de nuestro tiempo.