Cómo ensordece el estruendo del bolillo y la granada al estrellarse contra la materia gris de una ciudadanía que protesta legítimamente. Cómo ensordece la violencia de piedra y fuego que rompe sin compasión nuestros modestos escaparates y bienes públicos. Hasta ensordece el retumbe de las cacerolas que blanden algunos urbanitas que —con razón y corazón— hoy apoyan a los campesinos en paro, aunque quizás no se hayan detenido lo suficiente a pensar qué es y de dónde viene la comida que aparece todos los días en sus platos, perdiendo así el poderoso voto que podrían ejercer tres veces al día. Cuánto más ensordece el silencio que busca imponerse con la negación burocrática de la protesta social.
¿Es posible buscar algo de claridad entre tanto ruido y tanta furia?
Lo primero es el pasado, esa niebla oculta en historias que no se cuentan y que no cobrarán vida sino hasta que logremos animarlas como memoria colectiva. No podemos comprender e interpretar el presente, para tomar las grandes y, sobre todo, las pequeñas decisiones cotidianas con que labramos el futuro, si en la mente no guardamos una mínima noción del pasado. A lo mejor guardar tal memoria nos haría parpadear dos veces antes de pasar por encima de algo como:
“No me extraña que los campesinos salgan a las carreteras a protestar. Lo que me sorprende, dadas las deplorables condiciones del campo colombiano, es que no lo hayan hecho antes." (D. Samper, El Tiempo, Agosto 24 de 2013)
¿Es que acaso fue hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana…? Toda la historia reciente de Colombia está atravesada por el hilo conductor de la resistencia campesina, desde las tensiones que hace cien años comenzaban a cuajar sobre los “baldíos” con los que autorretribuyeron sus esfuerzos los comandantes de las guerras civiles, y desde la puesta en marcha de estrategias de ampliación, apropiación y explotación forzadas de la frontera agropecuaria, hasta las infinitas manifestaciones de protesta, enfrentadas siempre con infinita represión, y de las que quizás quedan tan solo un par de recuerdos cubiertos por unmanto de realismo mágico y nombres míticos —United Fruit, Tropical Oil—.
Muchos se preguntan “por qué en este gobierno sí protestan los campesinos”, y argumentan unos que antes no había motivos y argumentan otros que ahora sí hay libertad para hacerlo. Por eso es clave también refrescar casos más recientes y puntuales; clave revisar, por ejemplo, uno que estamos a punto de olvidar en el frenesí del ciclo de noticias: el Catatumbo. Al leer al respecto, vemos cómo este caso representa como ninguno (en fin, como todos) una historiaque surca décadas de agresión y asedio, protesta y resistencia, negociación y acuerdo, incumplimiento y abandono, y agresión y asedio; la historia constante del campesino, del indígena y del afro en nuestra tierra del olvido.
Recordemos que La Violencia fue el estruendoso rompimiento de una ola de conflicto que venía creciendo en el campo colombiano desde al menos dos décadas antes del asesinato de Gaitán. Recordemos que ese huracán de tiros y machetazos dejó alrededor de 300.000 muertos en el campo, y que de la cola de ese huracán nacieron unas autodefensas campesinas que hoy conocemos como las Farc. Y recordemos los más de 200.000 muertos y alrededor de 4 millones y medio de víctimas de agresión, desplazamiento, despojo, mutilación, violación y masacre que han dejado, sobre todo en el campo, las violencias que todos hemos soportado desde que se acabó La Violencia. Recordemos, colegios. Recordemos, medios de comunicación, universidades, todos. Recordemos.
Y así como desde nuestra mal contada historia tendemos a ocultar el triunfo del olvido, desde la economía tendemos a asumir que la productividad y el crecimiento es lo más importante que está en juego, y desde el derecho tendemos a asumir que la ley configura plenamente la totalidad de las reglas del juego.
Nos aferramos ciegamente a la idea de que solo el motivo de ganancia asegura la inversión y la innovación requerida para una producción que pueda atender una creciente demanda de alimentos y materias primas. Y como si las decisiones públicas solo tuvieran que ver con un equilibrio de mercado —y no con la ética ni la justicia— recomendamos con base en ello apostarle todo al libre comercio.
Pero el “libre comercio” es un concepto; un concepto que adquiere pleno sentido en el terreno del pensamiento económico, pero no en la realidad de la economía política, donde las relaciones y las asimetrías de poder adquieren visibilidad y protagonismo.
Perdemos de vista que con la mano con la que venimos firmando desde hace décadas acuerdos y tratados de libre comercio enfrentamos a nuestros campesinos con poderosos productores europeos y norteamericanos que reciben ingentes subsidios. Perdemos de vista que con el codo con el que asignamos nuestros propios subsidios distorsionamos los precios internos y producimos inequidades en el acceso a la tierra, los insumos, el capital, y la tecnología que requieren nuestros propios campesinos para empoderarse, experimentar, aprender y desenvolverse libremente en el mercado. Perdemos de vista que las reglas del juego no se agotan con la ley, sino que ella hace parte de un complejo y contradictorio mar de valores y normas sociales sobre el que navegan quienes aprovechan su poder para abusar del derecho.
En el mundo de las historias sin memoria, de la economía política y de la realidad social de la ley, no existe tal cosa como un mercado libre. Por eso debemos buscar, buscar, buscar y buscar —incluso cuando ya hayamos olvidado este paro— maneras de tomar decisiones estructurales y acometer proyectos innovadores que nos permitan a todos —campesinos, comerciantes y consumidores— ser cada vez más libres en mercados cada vez más justos.