En la vasta narrativa histórica de Colombia las páginas han estado teñidas de dolor y conflicto, moldeadas por políticas y concepciones ideológicas que han dejado una profunda huella en las Fuerzas Armadas del Estado.
A lo largo de décadas, este escenario ha sido testigo de escenas desgarradoras, desde una guerra infructuosa contra las drogas hasta su transformación en la batalla contra el terrorismo.
Sin embargo, en el trasfondo de este relato de turbulencia, una sombra aún más siniestra emergió: la noción del Enemigo Interno, un nubarrón que oscureció el derecho fundamental a la protesta pública y desencadenó una marea de sangre que inundó el país.
La era del Conteo de Cuerpos, su apogeo entre 2002 y 2010, pintó un cuadro macabro dirigido con mano temeraria por el Ejército Nacional, denunciado por ellos mismos ante sus víctimas.
Jóvenes inocentes fueron arrebatados de sus vidas en frías ejecuciones, convirtiéndose en marionetas de un juego perverso que pretendía alimentar la estadística de la lucha antiterrorista. Un capítulo lúgubre en la trama nacional, donde la verdad fue distorsionada y la justicia se convirtió en un fantasma lejano.
El telón también se levantó sobre la hipocresía de la lucha contra el narcotráfico. En una tierra donde los campesinos que cultivaban hojas de coca eran los blancos preferidos, el relato ocultó con cuidado la realidad de altos dignatarios del Estado, enmarañados en las mismas redes que afirmaban desmantelar. Una ironía cruel que reveló la existencia de una narcoeconomía que financiaba un conflicto interno, donde los más desamparados pagaban el tributo más caro con sus vidas.
Y en medio de este torbellino de eventos una revelación turbadora se desplegó en el escenario mundial: un laboratorio de coca florecía en la finca del propio embajador de Colombia en Uruguay, Fernando Sanclemente, haciendo evidente lo que todos sabían en este país. Ese descubrimiento pintó un cuadro de hipocresía aún más vívida, en el cual las mismas manos que debían liderar la lucha contra el narcotráfico estaban tejiendo la tela de una narcoeconomía clandestina.
Además, las páginas de la historia destaparon una red aún más oscurecida: vínculos entre altos generales de la República y las lóbregas mafias del narcotráfico. En este capítulo siniestro el desfile de sombras reveló una complicidad inquietante, una colaboración que manchó el uniforme y la integridad de aquellos que debían ser los guardianes de la nación.
Sin embargo, un giro radical en el guion emergió con la llegada del presidente Petro. Un nuevo acto en la obra, una esperanza que cambió el rumbo del drama. La depuración de la cúpula militar marcó un punto de inflexión, revelando conexiones que habían permanecido enterradas en la trama. De las tinieblas emergieron inmensas capturas de drogas y la destrucción de laboratorios, signos de una narrativa que abrazaba la vida y el renacimiento.
La inversión del presupuesto nacional también experimentó un vuelco notable. Los recursos nacionales, otrora canalizados en grandes cuantías hacia la compra de armamento y pertrechos militares, cambiaron su destino. Las páginas se tornaron hacia la educación, una apuesta para el futuro.
Un cambio de protagonistas: el revólver, símbolo de la política de la muerte, fue reemplazado por el libro, emblema de la política de la vida. Un giro que denotó la transición de lo destructor a lo constructor, de la oscuridad a la luz.
En este nuevo capítulo, el presidente Petro rediseñó la trama, borrando las marcas del pasado y sembrando un terreno donde las palabras y el conocimiento son las armas elegidas. Un cambio en la tonalidad del relato, donde la educación emerge como la vanguardia de un futuro más esperanzador, un capítulo donde las mentes se expanden y las posibilidades florecen.
En resumen, Colombia ha comenzado a tejer un nuevo tapiz en su historia, una narrativa de vida y resiliencia que desplaza la política de la muerte con la política de la vida. Las palabras y los libros se elevan como faros de guía en lugar de armas de destrucción. Este nuevo capítulo resplandece con la promesa de un mañana más brillante, donde la violencia cede ante el poder transformador de la educación y la esperanza.