Si existe un espejo que refleje la complejidad de nuestra sociedad, es la universidad pública.
En ella conviven la civilidad y las expresiones violentas, las anécdotas de superación y las muestras de agresión e intolerancia. Lo mejor y lo peor de nuestra esquina se escenifica a diario en la universidad pública.
Precisamente en la sede de la Universidad Nacional de Bogotá se presentó una vez más y hace pocos días, un episodio registrado por los medios de comunicación con más modestia de la que merecería y que relata nuestra realidad mejor que cualquier ensayo.
Allí, un grupo de encapuchados que se enfrentaba con explosivos a la policía y que intentaba sin éxito ingresar al edificio del conservatorio de música (donde, según los mismos estudiantes, suelen almacenar el material explosivo), era repelido por un grupo de alumnos y profesores al grito de “¡Nos respetan! ¡Fuera de acá!”.
Algo muy parecido había ocurrido en la sede de la Universidad de Antioquia en agosto del 2014, cuando estudiantes y profesores se enfrentaron con admirable valor civil a los numerosos encapuchados que intentaban destruir los torniquetes de ingreso a la biblioteca universitaria.
Y ya había ocurrido en abril de 2013, también en la Universidad Nacional, cuando estudiantes y profesores, armados únicamente con sus voces y su presión colectiva, impidieron que encapuchados se llevaran un camión cargado con elementos de las facultades de Física, Estadística y Matemáticas.
Los encapuchados son la esquina de la foto familiar que todos quisiéramos ocultar.
Anacrónicos, impresentables, anclados en una prédica fosilizada e indefendible, frágiles en su discurso, patéticos, vergonzosos, indignos de la causa social que dicen defender y tan cobardes en su accionar como la fuerza pública a la que dedican sus insultos y sus bombas. Y aún así, perpetuados en el tiempo, inmóviles por décadas y todavía capaces de trastornar la realidad de una comunidad académica a la que no representan y a la que someten solo porque, si bien los supera en número, también los ha superado históricamente en indiferencia.
Pero esa última circunstancia podría estar a punto de cambiar si nos atenemos a los tímidos pero significativos ejemplos que mencionaba: grupos de estudiantes que comienzan a entender que solo se consigue un respeto de los espacios y de los bienes comunes, cuando se toma parte activa en su defensa.
Tal vez no tenga el volumen de participación de la marcha de la sal de Gandhi en la India ni el impacto de las manifestaciones del movimiento Solidaridad de Lech Walesa en Polonia, pero la resistencia de los estudiantes a los encapuchados se les parece en que representa el germen más puro de la resistencia civil pacífica ante el poder delos violentos.
Para los estudiantes y profesores que defienden la universidad pública, aplausos y admiración.
Para los encapuchados, el deseo de que más pronto que tarde, terminen ocupando el lugar que se han ganado a pulso: el del cajón empolvado a donde van a parar los recuerdos indeseables.