En este país del sagrado corazón de la sala de Paloma Valencia, en que nos inventamos a fuerza de vetos el género de la literatura neutral, en el que los ladrones son atracados por otros ladrones cual anécdota de Alí Babá, que tenemos más precandidatos presidenciales que centros poblados con internet, pasamos las semanas del susto al asombro en un santiamén.
Pero de la pléyade de noticias, en su mayoría hilarantes y vergonzosas, rescato una que pasó desapercibida pero que me merece más de un comentario.
Según cifras del Dane, que son serias pese a la voz de su director, en el año 2035 habrá en Colombia más personas mayores de 60 años que niños entre 0 y 14 años. No es un dato menor si tenemos en cuenta que contamos con un sistema pensional que se basa en los aportes de quienes forman la fuerza laboral activa.
Pero aparte del colapso en el ahorro de la pensión de vejez, se ve venir entonces una escasez de mano de obra que afecta el crecimiento económico y la llegada del “impuesto demográfico” que se impuso en otras latitudes en décadas pasadas y que obliga a legislar sobre la fertilidad y promover beneficios económicos a quienes procreen. Ni qué decir de lo inconveniente que resulta para el sistema de salud la atención de personas mayores, que, a la sazón, tendrán una mayor morbilidad.
De acuerdo con este mismo boletín, las mujeres con posgrado tienden a tener su primer hijo a los 31 años, mientras que las que solo tienen grado preescolar o ninguno a los 25 años. Es la superación de un paradigma cultural anacrónico que limitaba a las féminas a un rol fecundador obligatorio, pero que las lleva a una fecundidad tardía que se traduce en una mayor mortalidad en el parto. Unas por otras.
En una especie de cuento de Perogrullo, parecido al cuento del pájaro capón, las parejas (y no solo las homoparentales) optan por no tener hijos por cuestiones de tiempo y de dinero, pero compran mascotas felinas o perrunas de elevado valor que llevan a guarderías, a los que prodigan cuidados y visten con esmero, a los que pagan instructores y los pasean en brazos o con artilugios, con los cuales crean vínculos paternales sólidos y válidos, pero que, créanme, son tanto o más costosos que un hijo.
Me asusta sobremanera mirar a lontananza una vejez sin pensión, con las pandemias y las altas temperaturas que trae consigo el calentamiento global y con la Cabal dictando conferencias internacionales de historia y gramática, en su calidad de expresidenta de la República. Me asusta porque, así las cosas, seré un viejo pobre, potencialmente enfermo, asado a fuego lento y fregado por nuestra democracia mesiánica.
A este ritmo, y mientras ponemos a llorar a nuestros viejos en televisión con la carga emotiva de los reality shows ante la mirada de millones de personas, en una suerte de cosificación de la vejez, terminaremos haciendo parques sin atracciones para niños a fuerza de poner máquinas biosaludables para ancianos y pistas de obstáculos para mascotas. Estamos, mis queridos abuelos, frente a una senilidad colectiva obligatoria. ¡Colombia se nos envejeció!
A guisa de coda: se anuncia que se brindará la tercera dosis para los mayores de 70 años para reforzar la inmunización mientras que la Fiscalía de Barbosa inmuniza al enano del carriel, ese abuelito tierno e indefenso parecido al pobre viejecito de Pombo, a fuerza de archivo de expedientes.