El silencio de la noche se rompe al escuchar disparos en la distancia. El ambiente familiar cambia y en cuestión de segundos, los corazones se llenan de zozobra. La tranquilidad se volvió, en los últimos meses, un privilegio, ante la sucesión de enfrentamientos de grupos armados que minan la tranquilidad y alimentan el desplazamiento forzado.
“Progresivamente se fueron el tendero, el único mecánico que tuvo el corregimiento, el caficultor y, pronto, no habrá nadie”, compartió con desolación un campesino de Los Andes-Sotomayor, en el noroccidente de Nariño. El temor se apoderó de él, de su esposa y de dos hijos que cursan la secundaria. Esperan la primera oportunidad para dejarlo todo y salir huyendo.
Igual ocurre con moradores de la ruralidad en La Llanada, Samaniego, El Rosario y Leiva. A estos poblados, que concentran un alto porcentaje de campesinos, se suman moradores del norte del Cauca y de Jamundí y Tuluá, en el Valle del Cauca.
Las organizaciones que profesan una ideología cercana, se disputan los territorios. Dirimen sus diferencias a tiros—como en el viejo oeste-- y tatucos cuya explosión retumba en las montañas, llevando un mensaje atemorizador.
Hacen recordar la época del bachillerato cuando concluían las marchas estudiantiles, escoltadas por la policía y el ejército, prestos a repartir bolillo con generosidad en caso de revueltas. Pero no era necesario. Los muchachos se gritaban unos a otros: “Mamertos” o “Maochos retrógradas”, y en cuestión de minutos terminaban enzarzados en peleas monumentales, ante el desconcierto de la fuerza pública y el pánico de los curiosos, que salían corriendo.
Igual quienes hoy generan angustia cada vez que se enfrentan y los campesinos, la mayoría ajenos a las diferencias ideológicas y concentrados en lo suyo, que es cultivar la tierra, llevan la peor parte en medio de los combates.
Los colombianos de a pie anhelamos que la paz total traiga tranquila a veredas y corregimientos y que los campos vuelvan a florecer
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