Ángel González (Oviedo, 1925-2008) fue uno de los poetas del siglo pasado que mejor bebió en las prosodias y sintaxis de la lírica este lado del Atlántico, y cuya obra, habiendo vivido muchos años en América, no recibió, entre nosotros, el reconocimiento ni las lecturas que merece. Es González quien mayores influjos recibió de Neruda o Vallejo dando expresión a las frustraciones de un disidente, larga y tempranamente aleccionado en la paciencia y reposición de los ideales pisoteados, en un régimen represivo que parecía no terminar nunca. Su tono, frugal en colores y tonalidades, se ocupó también de las amarguras de los amores contrariados, la nostalgia de los días de la infancia y las ilusiones que depararía el porvenir, así concibiera que la vida y la literatura estaban separadas, en su hora, por la cruda realidad vivida y las grandilocuencias de las vanguardias de los años de entreguerras.
Huérfano de padre cuando apenas llegaba los dieciocho meses, hijo y nieto de maestros de escuela, tenía once años al estallar la Guerra Civil Española que descompuso su familia cuando los nacionales asesinaron uno de sus hermanos y otro tuvo que exiliarse por sus actividades abiertamente republicanas, mientras a su hermana se le impedía ejercer la docencia por las mismas causales. A los dieciocho, como muchos de los jóvenes sobrevivientes a la contienda, enfermó de tisis. Le enviaron, para recuperarse, a un milenario pueblecito leonés, Páramo del Sil, donde contrajo la afición por la poesía. Estudió luego derecho en la Universidad de Oviedo y en Madrid, periodismo.
En 1954 obtuvo una plaza en el Ministerio de Obras Públicas y al año siguiente, con una excedencia, fue a Barcelona para trabajar como corrector de estilo, donde conoció a quienes fueron algunos de sus compañeros de viaje, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma y José Agustín Goytisolo. Durante esa permanencia recibió uno de los honores del Premio Adonais por Áspero mundo (1956), primero de sus libros, y de regreso a Madrid conoció a Juan García Hortelano, Gabriel Celaya y JM Caballero Bonald, otros de sus amigos entrañables y con los cuales, estos y aquellos, haría parte de la nómina de los poetas y narradores de la Generación del 50.
Vendría luego ese cuarto de siglo de luchas sordas contra una tiranía que parecía no tener fin y que cerrará una puerta con su incorporación a la nómina de profesores de español de una universidad norteamericana y la muerte de Franco en 1975. Años que le llevaron de un sitio a otro, a Inglaterra, Suecia, Finlandia, Dinamarca, Alemania, Checoslovaquia, a vincularse y separarse del Partido Comunista de España, a Collioure para hacer parte de los actos que conmemoraban los veinte años del fallecimiento de Antonio Machado mientras huía del fin de la guerra; a recibir el premio homónimo de Ruedo Ibérico en París y a reunir toda su poesía bajo la seña de Palabra sobre palabra, reeditada sin descanso hasta los mismos días de su muerte, viejo y desilusionado para siempre de este mundo, recibiendo el cariño de miles de sus compatriotas y la admiración creciente del mundo intelectual de su lengua mientras tomaba el whisky del atardecer en una añosa cafetería de su barrio madrileño en la plaza de San Juan de la Cruz, donde moriría.
González fue el poeta de su generación que con mayor insistencia defendió el compromiso en poesía, aunque distinguiendo entre compromiso y mediatización. Para él, la poesía es conocimiento porque expresa al poeta en sus sentimientos y sus ideas. Frente a la poesía combativa y entusiasta de los celayistas, la suya fue ambigua y teñida de ironía, desilusión y crítica, una invectiva a la sociedad que reclama en el lector conciencia frente al entorno. No obstante, sostuvo que aquella poesía política fue inevitable y respondía a una necesidad. Incluso recuerda que su poesía y la de muchos de sus compañeros compartió aquel optimismo que quería cambiar el mundo con un verso: "Todo eso no duró mucho, es cierto, y además nunca dejamos de ser fieles a nuestra experiencia personal ni a nuestras ideas" (Campbell). De todas maneras, si "Celaya hablaba de la poesía como herramienta para transformar el mundo, en realidad debemos reconocer que nuestra poesía no transformó nada. El mundo no se transforma con poemas" (Alvarado). Su poesía es entonces "expresión de una actitud moral, de un compromiso respecto a las cosas más graves que suceden en la historia que, de alguna manera, estamos protagonizando" (Ribes: Poesía última, 58).
La poesía de Ángel González es urbana, hecha de paisajes con escenas, vividas o contempladas, individual o socialmente, en grandes ciudades. Lo rural no fue materia del presente en sus poemas, será el pasado y la nostalgia, nunca lo que se tiene o se padece hoy.
Cuando publica Áspero mundo (1956) tiene treinta y un años. Un libro de imaginarias experiencias amorosas desde las derrotas individuales hasta las colectivas, donde sin recato imita tradiciones de la lírica juanramoniana, de Antonio Machado, los más hábiles sonetistas o tonos y ritmos de Celaya y Otero. El testimonio de un universo social que no ha elegido, un mundo duro de vivir o compartir, "El éxito de todos los fracasos. / La enloquecida/ fuerza del desaliento". La vida, arduo ejercicio de hipocresía donde nadie es feliz:
... y sonríen, a veces, cuando hablan.
Y se dicen, incluso,
palabras de amor. Pero
se aman
de dos en dos
para odiar de mil
en mil. Y guardan
toneladas de asco
por cada
milímetro de dicha.
(Todos ustedes parecen felices)
Tratado de urbanismo (1967) es el libro donde González alcanzó su más alto tono y significación. En él confluyen los recursos que fue capaz de emplear desde las tradiciones hasta los vanguardismos. Pero es su tono, esa distancia brechtiana que también sus compañeros de generación, Caballero y Gil, digamos, crearon como personajes poéticos y les hicieron únicos en la segunda mitad del siglo XX. Ellos, críticos del entorno, la historia, y de sí mismos, sepultureros de su propio cadáver. En estos versos yace Ángel González, que sobrevivía gracias a él Ángel González de Áspero mundo o Grado elemental. La palabra es ahora sarcasmo y mero juego, escoria, nada. En Los sábados, las prostitutas madrugan mucho para estar dispuestas, mientras se van levantando entrada la mañana, fuera de sus casas el mundo rueda, inexorable, como cosa. Todo carece de sentido. La somnolencia con que se visten es el ritmo de toda vida:
Elena despertó a las dos y cinco,
abrió despacio las contraventanas
y el sol de invierno hirió sus ojos
enrojecidos. Apoyada
la frente en el cristal,
miró a la calle: niños con bufandas,
perros. Tres curas
paseaban.
En ese mismo instante,
Dora comenzaba
a ponerse las medias.
Las ligas le dejaban
una marca en los muslos ateridos.
Al encender la radio —"Aída;
marcha nupcial"—,
recordaba palabras
—"Dora, Dorita, te amo"—
a la vez que intentaba
reconstruir el rostro de aquel hombre
que se fue ayer —es decir, hoy—de madrugada,
y leía distraída una moneda:
"Veinticinco pesetas".
"... por la gracia de Dios".
(Y por la cama)
Eran las tres y diez cuando Conchita
se estiraba
la piel de las mejillas
frente al espejo. Bostezó. Miraba
su propio rostro con indiferencia.
Localizó tres canas
en la raíz oscura de su pelo
amarillo. Abrió luego una caja
de crema rosa, cuyo contenido
extendió en torno a su nariz. Bostezaba.
y aprovechó aquel gesto
indefinible para
comprobar el estado
de una muela careada
allá en el fondo de sus fauces secas,
inofensivas, turbias, algo hepáticas.
Por otra parte,
también se preparaba
la ciudad.
El tren de las catorce treinta y nueve
alteró el ritmo de las calles. Miradas
vacilantes, ojos
confusos, planteaban
imprecisas preguntas
que las bocas no osaban
formular.
En los cafés, entraban
y salían los hombres, movidos
por algo parecido a una esperanza.
Se decía que aún era temprano. Pero
a las cuatro, Dora comenzaba
a quitarse las medias —las ligas
dejaban una marca en sus muslos.
Lentas, solemnes, eclesiásticas,
volaban de las torres
palomas y campanas.
Mientras
se bajaba la falda,
Conchita vio su cuerpo
—y otra sombra vaga—
moverse en el espejo
de su alcoba. En las calles y plazas
palidecía la tarde de diciembre. Elena
cerró despacio las contraventanas.
La poesía de González se debate entre dualidades: paraíso perdido y vida adulta, sueños y realidad, deseos y realidad, apariencias y verdades, el ser y lo que no quisiera que fuese, la apariencia y su máscara rota. Los recursos estilísticos serán la ironía, el disimulo o la ignorancia fingida que contrasta la vida urbana y el mundo rural, o el monólogo dramático que usó con eficacia inigualable Robert Browning y perfeccionó Kavafis, y el correlato objetivo de Eliot, visualizado en el cinematógrafo y carnaza de los filmes de Chaplin. Monólogo, correlato e ironía están en estas fragmentarias Lecciones de buen amor:
Se amaban.
No demasiado jóvenes ni hermosos,
algo marcados ya por la fatiga
de convivir durante aquellos años,
una alimentación con excedentes
de azúcar y de grasa había dañado
su silueta,
desdibujando la esbeltez del cuello,
añadiendo volúmenes al vientre
y cierta pesadez a las caderas.
Pero se amaban y se mantenían
juntos. Juntos se les veía
en la misa de doce, los domingos,
ella con su astracán y sus carrillos
empastados en rosa, él con su aire
de hombre abstraído y su corbata
de seda natural, made in Italia.
Juntos con otros seres también juntos
pasaban las veladas de la tarde
exponiendo al unísono
idénticas creencias,
defendiendo los mismos ideales,
atacando los vicios más comunes
...
del volumen, decía, de su carne
húmeda y abundante, trasladada
solamente por las piernas
cortas hasta el asiento
delantero de un coche americano
donde, a solas, pensaban
en esa cosa extraña que es la vida
y se veían
tal como eran por dentro, justamente,
con toda exactitud el uno al otro,
pasando
mental revista a un asco introvertido
en la letal penumbra de las glándulas
y a un mutuo horror basado en experiencias
más lúcidas —no mucho más—, es lógico. Pero
no se lo decían nunca, porque
—como afirmaban todos sus amigos—
¡se amaban tanto, tanto, tanto!
De un amor urbanizado, dice González, solo queda, a la larga, una apariencia que regalamos al público.
Ángel González vivió muchos años en Albuquerque, yo le conocí en el Madrid del tardo franquismo, antes que cayera en manos de sus últimos usureros, cuando aún departía con Barral y Gil de Biedma, o Aurora de Albornoz y Pepe Esteban o Caballero Bonald, caminando noche arriba al dejar el Gijón, entrando a Oliver y Boccaccio y más tarde a los drugstores de Velásquez y Fuencarral donde aparecerían Paco Brines, Bousoño, Claudio Rodríguez para terminar la faena en los mercados apestosos a pescado de San Fernando o la Cebada, bebiendo entre camioneros con las reses al hombro, descendiendo a los bares cutres de esos años donde todo parecía venir pero no llegaba. Y las curdas inolvidables, de los tres que ahora evoco, en el piso de San Juan de la Cruz: Hortelano, Caballero y González haciendo picadillo una frase sin duda inolvidable de Carlos Bousoño mientras contradecía a Jaime Gil de Biedma. Han pasado los años, habría dicho el poeta.