Andrés Felipe Arias es un bandido de cuello blanco. Sí, eso es muy cierto. El recordado uribito es la máxima expresión del ladrón de saco y corbata; tiene títulos rimbombantes en la hoja de vida de la Universidad de los Andes y de universidades extranjeras. Viene de familia adinerada y no tenía ninguna necesidad de robarse un peso. Sin embargo, pienso que más allá de lo anterior, Arias no es más que una víctima de su propia gente. El uribismo lo usó como chivo expiatorio para que pagara las culpas por el destape del escándalo de Agro Ingreso Seguro. Es imposible que en el gobierno de la época nadie, además del Ministro de Agricultura, supiera lo que pasaba con los polémicos subsidios a supuestos campesinos.
La historia de Andrés Felipe Arias solo sirve para revelar lo bajo que puede caer el uribismo. Traicionar a uno de sus más fervientes defensores es sucio. A Alejandro Ordoñez y a Vivianne Morales, copartidarios de Arias, ya se les olvidó que fueron ellos mismos quienes lo inhabilitaron y condenaron. Lo peor es que el uribismo se llena la boca inundando las redes sociales con tendencias ridículas como #AriasEstamosContigo para tratar de matizar su traición. Bastante paradójico resulta que después de ocho años del gobierno Santos, Arias sea extraditado a Colombia cuando su propio partido vuelve a tener el poder.
¿En verdad no sabía el entonces presidente, ni ningún otro funcionario del gobierno lo que se hacía con esos subsidios? Si en este país la justicia existiera, habrían por lo menos cinco altos funcionarios más, con el mismo perfil de Arias, condenados e inhabilitados por lo mismo. Es como si Arias estuviera pagando sus culpas, y las de otros. Además, lo que hizo Arias no es nada que no se haya hecho antes en este país, y que no se haya hecho después, ni se siga haciendo ahora. Si la justicia fuera real casi que estaríamos sin ministros, sin congreso y sin gobernantes. Hsy gente que ha hecho cosas peores y no les pasa ni la mitad de lo que le ha pasado a él.
Ciertamente, me conmueve la historia del ex ministro. Su mayor pecado fue confiar en quien menos debía hacerlo.