Andrés Arango conoció la muerte a los catorce años cuando cuatro hombres de las Autodefensas Unidas de Colombia entraron al salón en donde recibía clase, hicieron levantar a su compañero de pupitre, Carlos Mario, el pelirojito al que le decían Corazoncito de lo puro y bello que era, lo sacaron del colegio y ahí, en la ardiente cancha de San Andrés de Cuerquia, le arrancaron la vida a balazos. El único pecado que había cometido el alegre muchacho fue haber probado la marihuana a los catorce años.
Andrés vio la ejecución de su amigo y, como un acto de rebeldía ante el absurdo acto del que había sido testigo, empezó a fumar bareta, a inhalar perico y a beberse todo el aguardiente que encontrara. En la casa no lo soportaban y eso que de niño, cuando aún vivía de Medellín, su mamá le decía que era un angelito. Pero la vida, para un joven a principios del siglo XXI asentado en el norte de Antioquia, era más fácil de pasar si la flotabas en una nube de cannabis .
Conseguía trabajos temporales en fincas. Aprendió a desyerbar, a ordeñar, el alcohol y la droga nunca le nublaron lo suficiente el juicio como para no cumplir con sus tareas, para no escuchar a los perros ladrar anunciando que los paracos, por otra noche más, pasarían imponiendo su moral de hierro. Andrés siempre fue el más rápido de la cuadra, el más vivo. Por eso, cuando los paras le alumbraban la cara con linternas, él podría convencerlos que no estaba trabado a pesar de los ojos rojos, de la boca seca.
Tenía el talento para ser un gran líder pero prefirió pasarse para el lado oscuro. Empezó a convencer a los pelados que lo seguían a que consumieran. Muchos niños cayeron en las redes de la droga por culpa suya y no pudieron salir jamás. Un día, al ver todo el mal que hacía y, sobre todo, todo el bien que podía hacer, empezaron a despertarse dentro de él acciones de cambio. El click se dio sin notarlo. El perico le sabía a derrota, la marihuana a pecueca. Él era un constructor de paz y no lo sabía.
Lo supo hasta que entró en Mi sangre.
Entonces descubrió el poder del ejercicio, la satisfacción de levantarse a trotar, de respirar tranquilo, de estar limpio. Entonces empezó a escuchar la música y gozó con Cultura Profética, con Zona Ganya, con Los pericos.
Sin irse de su entorno, Andrés Arango es un gestor de cambio. Ahora tiene preguntas sobre la conveniencia para su pueblo de la construcción de la represa de Ituangó y tiene hasta aspiraciones políticas.
Andrés, como los viejos profetas, como los más hermosos cantantes de blues, era un pecador y ahora es el sol que ilumina a los jóvenes en San Andrés de Cuerquia.