Combinada con la historia del teatro San Fernando y los proyectores Ballantyne que le dieron vida a los sueños del Grupo de Cali.
El final de la película
Similar al hombrecito del cuento: Destinitos fatales, de Andrés Caicedo, les sucedió a las niñas y niños que el viernes 8 de abril de 2005 miraban absortos la magia del cine animado que se dibujaba sobre la pantalla del teatro San Fernando de Cali.
Pero no fue el Conde Drácula lo que vieron los pequeños, entre incrédulos y aterrados, sino hombres del CTI, de rostro severo, que irrumpieron en la sala y detuvieron la proyección para realizar el allanamiento que confirmó que la película en exhibición era una copia DVD pirata.
Final inesperado del filme y el último día de cine en el teatro San Fernando. Quebrantar la Ley 44 de 1993 o de Propiedad intelectual y Derechos de autor solo adelantó su cierre, porque igual sus días estaban contados.
Luis Herrera, líder espiritual de la Iglesia Cristiana Plenitud, había pagado $500 millones de pesos por la edificación, con la idea de acondicionarla como lugar de oración de su grey en aumento.
'Memorias de una cinesífilis'
Fue en el teatro San Fernando donde muchos jóvenes de la Cali de los 70 contrajeron cinesífilis. La cinesífilis del Cine Club y la del Ojo al Cine de Andrés Caicedo y sus cómplices del Grupo de Cali.
Al ‘Sanfercho’ asistían: “intelectuales varios, hippies trasnochados, teatreros escépticos, pandilleros saboteadores, marihuaneros incondicionales, niñas de colegios bien, madres de familias desprevenidas o precoces adolescentes”, lo atestiguan Luis Opina y Sandro Romero en el libro Ojo al cine.
Quizá fue sumergido en la oscuridad del San Fernando donde a Caicedo, autor de ¡Que viva la música! (ColCultura, 1977) se le ocurrió alguna de sus extraordinarias historias.
Como el primer cuento de Destinitos fatales, al que hago referencia al inicio de esta historia y en el cual al final de un “ciclo larguísimo de películas de vampiros” y tras quedarse sin espectadores, al hombrecito del cineclub se le aparece el mismísimo Conde en persona.
De 1971 hasta mediados de 1977, el San Fernando fue la casa del Cine Club de Cali. Allí, cada sábado, a las doce y media del día –en ocasiones a las diez y media de la mañana o a la media noche– se celebraba el ritual con lo mejor del Séptimo Arte.
Tiras perforadas de celuloide con filmes en 35 mm de: Ingmar Bergman, Alfred Hichcock, Pier Paolo Pasolini, Arthur Penn, Luis Buñuel, Jerry Lewis, Stanley Kubrick, Jean-Luc Godard, Sam Peckinpah, François Truffaut, Claude Chabrol, entre otros directores, proyectaron los viejos Ballantyne SoundMaster Vision del teatro.
Yesid Galindo, licenciado en Historia, indicó, mediante la sistematización y análisis del archivo del Cine Club de Cali que, durante sus 6 años de duración, se realizaron 403 funciones, para un promedio de 48 películas por año.
No obstante, muchos filmes se repitieron, así lo referencia Caicedo en su columna: 'Las mejores películas de 1976: "Obras Maestras" mal hechas', un balance que hizo con la colaboración del crítico español, Miguel Marías.
En dicho texto dice que las obras que más repitieron en el Cine Club son: Psicosis (Hitchcock) por 24 veces; Persona (Bergman) por 19; Don't Look Now (Roeg) por 13; Viridiana (Buñuel) y Una Eva y dos Adanes (Wilder) por 12; El Profesor Chifaldo (Lewis) por 11; Diario de una camarera (Buñuel) por 9 y El Acorazado Potemkin (Eisenstein) por 8.
El promedio de asistencia a cada función de cine en el San Fernando fue de quinientas personas.
El ‘Sanfercho’: del cine la oración
Con la compra del teatro, muchos cinéfilos temieron que el pastor Herrera lo desmantelara todo para hacer una gran bodega y así albergar a más personas, tal como sucedió con otros teatros de Cali que se convirtieron en iglesias.
Pero no, en gran parte. El aviso metálico con el nombre San Fernando, empotrado sobre un costado del techo del teatro, luce mohoso pero intacto. La fachada sigue igual, salvo el guardalocos de la entrada que fue cerrado con rejas y, desapareció el puesto de los comestibles del vestíbulo.
Las más de 810 sillas reclinables características de los años 50 cambiaron de color, del naranja original pasaron al azul y, las dos primeras hileras de la sala principal y la última de platea, ya no existen.
La tarima la ampliaron unos metros; el telón fue plegado a la mitad; cambiaron el piso de la sala principal; ampliaron el cuarto de proyección para hacer un pequeño estudio de grabación y, los dos proyectores Ballantyne, desarmados en parte, los guardaron en una húmeda bodega.
Para Rodrigo Vidal Medina, integrante del Cine Club de Cali, cinéfilo e investigador de la historia de los cinemas y teatros de Cali, el San Fernando, al parecer, fue construido a principios de la década del 50.
Cegado ya para la magia del cine, las funciones en el “Sanfercho” tienen ahora como protagonista principal al pastor Herrera, un bonaverense que cada fin de semana proyecta “la luz de la poderosa verdad de Jesús” a los más de 300 feligreses que acuden a su servicio.
El niño precoz que no tuvo ningún interés en llegar a viejo
La cinesífilis que Andrés Caicedo Estela (1951-1977) ayudó a propagar, como agente transmisor, ya había presentado los primeros síntomas en su niñez, cuando la cinematografía lo contagió en las largas horas que pasó poniéndole el ojo.
Allí optó “por pasarse la vida en la oscuridad de las salas”, como años después lo expresó en la revista Ojo al cine. Pero esa cinesífilis hizo metástasis en Caicedo en 1969-1970, con la inauguración de su primer cineclub, el del Teatro Experimental de Cali, TEC, de Enrique Buenaventura.
Transcurridos unos meses y luego de que se agotaran los pocos buenos filmes de 16 mm que consiguió en la ciudad, Andrés decidió cambiar, primero de nombre a: Cine Club de Cali, segundo, pasarse de formato: a 35 mm y tercero, de sede: al teatro Alameda.
Este primer intento fracasó, según Ramiro Arbeláez, –amigo del autor y co-director, junto a Luis Ospina, del Cine Club de Cali– porque Andrés se excedió en la proyección de películas western.
Su cinesífilis no tuvo límites. Inconforme con el tiempo a la semana que pasaba en los teatros y cinemas, dedicó muchas horas diarias a redactar críticas de muchas de las películas que vio.
“Pero si en la crítica existe un afán por la objetividad y la pormenorización científica del análisis, en Andrés se filtraba continuamente la visión particular de lo que una película le generaba, y su estilo era una combinación permanente entre la erudición y la fascinación creadora”, escriben Ospina y Romero.
El estilo narrativo de Caicedo (quizá influenciado en parte por las críticas de García Márquez de El Espectador), no solo se limitaba a analizar la “técnica” y la “estructura” de un filme, sino que iba más allá y expresaba en sus textos lo que el filme le provocaba emocionalmente.
Su cinesífilis lo llevó a verse un filme más de 7 veces y a escribir al respecto desde diferentes enfoques, como el caso de The Searchers (Más corazón que odio, 1956), de John Ford, del cual hizo por lo menos 2 extensas versiones.
Y es que Andrés se pensaba muy en serio el cine. En sus críticas analizó las obras, desde lo más prominentes directores como Hitchcock, Bergman, Buñuel, entre otros, hasta directores locales como Carlos Mayolo, Luis Ospina y Julio Luzardo.
Hollywood: "la mentira"
Andrés Caicedo escribió por igual guiones. Con la ilusión de venderle el de ‘Los amantes de Suzie Bloom’ a Roger Corman, director que realizó en Hollywood más de 50 filmes de serie B, viajó en 1973 a Estados Unidos.
“A la salida [de cine, escribe Andrés] me encontré, de sopetón, con Roger Corman. Está un poco envejecido y gordo, aunque saludable, atento y cordial. Sumiéndome en explicaciones inútiles le mostré mis guiones. El hombre los hojeó, apuntó mi dirección, yo su teléfono (ha debido ser al revés) y los metió dentro de un carpachón de cuero de cerdo, prometiéndome que los leería (…) se despidió de mí, asegurándose de que lo visitaría en cuestión de tres días. Ahhh, no creo que se tome el trabajo de leer mis guiones. Para qué intentar nada”.
Al no alcanzar su cometido, a su regresó a Cali expresa en varias críticas su desdén hacia Hollywood: “la mentira (…) la más cruel fábrica de sueños (…) la que todo lo perdona menos el fracaso”.
“Hollywood asimila toda la ‘trivia’ y la cultura cinematográfica que ahora está de moda y la incorpora a su producción y alguna vez produce genio y basura por montones”, escribió en ‘Hollywood desvestido’ (1977).
Todo lo que tenía no lo perdió en el cine
Andrés Caicedo escribió tanto de cine que, ‘mamando gallo’, dijo que de publicase, el libro se llamaría: “Todo lo que tenía lo perdí en el cine”.
El grueso de sus críticas cinematográficas publicadas en diferentes diarios de Cali y el país sí se editaron en un libro, pero con el título: Ojo al cine (Norma, 1999) antología realizada por Luis Ospina y Sandro Romero.
Pero más allá de su obra literaria, el legado en el cine y el cineclubismo en Cali: la cinesífilis, que propició el hombrecito de aire Lewisiano, cabello largo y gruesas gafas, es innegable.
Con la fundación del Cine Club y la revista especializada Ojo al cine, Andrés ayudó a consolidar un “auténtico auge del cineclubismo”, el cual calificó como un “movimiento que se constituye ya en la única promesa tangible para los que pretenden un acercamiento y comprensión mayor al fenómeno del film”.
Algunos de esa generación de jóvenes ritualistas del Cine Club de Cali que luego se hicieron realizadores, cineastas, críticos o profesores, se conocieron como el Grupo de Cali o Caliwood.
El desenfocado pasado de Caliwood
Ramiro Arbeláez no está de acuerdo con el uso del término Caliwood para referirse al Grupo de Cali porque, dice, obedece más a la alimentación de un mito urbano que no corresponde a la realidad.
El argumento de Arbeláez es contundente: Caliwood hace referencia a una fábrica de películas, como Hollywood. Y en Cali, en su mejores épocas: los 80, ni se superó la realización de 10 filmes. Por eso lo más acertado, asegura, es referirse a ese movimiento como el Grupo de Cali.
Nadie sabe con certeza quien acuñó el término. Hugo Suárez Fiat, fundador de Caliwood Museo de la Cinematografía, afirma que rumores de tertulia indican que al parecer la palabra Caliwood la mencionó por primera vez un viejo distribuidor de cine de la ciudad.
El rumor dice que a comienzos de los años 80, algunos de los miembros del Grupo de Cali que habían realizado un largometraje, visitaron a este viejo distribuidor para que los ayudara con la comercialización y que él se negó y les dijo, con ironía: “¿es que ustedes piensan que esto es Caliwood?”.
Y quizá fue este tercero, ajeno al Grupo de Cali, quien inventó la palabra. Pero Luis Ospina discrepa:
“La versión de Hugo Suárez Fiat es errónea. Yo creo que el nombre “Caliwood” quizá se lo inventó Sandro Romero en alguna fiesta como un chiste, pues si existía un Bollywood (India) tenía que haber un Caliwood. O quizá me lo inventé yo en otra fiesta. O quizá fue una creación colectiva. Pero de lo que sí estoy seguro es que ese término fue creado por alguien del Grupo de Cali y no por un extraño”.
De lo que hay certeza es que a mediados de los 80 el nombre Caliwood ya era usado. Así lo demuestra una fotografía que Eduardo “La Rata” Carvajal le realizó al cineasta Barbet Schroeder (La virgen de los sicarios) en su visita a Cali en 1985.
En la fotografía, un Schroeder sonriente mira a través de una ventana y estampado sobre su camiseta se lee: Caliwood. El diseño, según Ospina, se lo ingenió Karen Lamassone, artista plástica del Grupo de Cali.
Actualmente, además del Museo de la Cinematografía, Caliwood se llama una canción del cantante caleño Junior Jein y, una empresa de montaje y posproducción de cine, de Argentina.
Los aparatos de la ilusión no han muerto
Con la intención de aumentar su colección de viejos proyectores cinematográficos, Suárez Fiat intentó en 2011 comprarle a Herrera los dos Ballantyne Royal Sound Master, (modelo BW, de 110 voltios y probablemente de 1950), pero no lo hizo porque, dice, el pastor le “pidió millonadas” por ellos.
Después supo que los antiguos proyectores habían sido vendidos por partes. “Un verdadero crimen pues fueron los equipos que más usó Andrés Caicedo en la época de su cineclub”, se lamentó Suárez Fiat.
Como si se negaran a desaparecer, los dos proyectores Ballantyne del “Sanfercho” sobrevivieron, por lo menos lo principal: las cabezas de proyección y las recámaras.
El resto: el pedestal y los demás soportes estructurales, la linterna o diascopio, los reguladores de energía, el motor y la caja de sonido, quizá fueron vendidos como chatarra.
En el anticuario El Pulguero Persa, de Cali, entre una máquina de coser Singer de pedal y una nevera cincuentera de Coca-Cola, el Ballantyne que mejor se conservó (aún tiene la lente) pasó muchos días, ya muerto para el cine, a la espera de un comprador.
El otro Ballantyne, sin lente, acumuló polvo sobre un barril de cerveza, en un rincón del segundo piso del anticuario, medio oculto por una lámpara y rodeado de porcelanas y otros objetos. Finalmente, un día cualquiera ese comprador apareció y los proyectores cogieron otro rumbo.
Como dijo Suarez Fiat: “un verdadero crimen” porque esos Ballantyne deberían preservasen como piezas históricas de la cinematografía caleña y colombiana.
Henry Asseff, dueño del anticuario, dijo que adquirió los Ballantyne mediante trueque, a un tipo que “arrimó a ofrecérselos” y agregó que no sabía con certeza si eran los viejos proyectores del San Fernando, pero que sí había escuchado algo al respecto.
Suarez Fiat dice que sí son, que él primero los vio “arrumados” en la húmeda bodega del teatro San Fernando y que luego pasó a intentar comprárselos a Asseff. “Y sí, esos son”, expuso enfático.
Junior, empleado del anticuario y quien “restauró” (lijó y pintó los proyectores), narró que cuando llegaron estaban en peor estado: “mohosos y cubiertos de una pintura blanca”, lo que corrobora la versión de Suarez Fiat.
El periplo de los Ballantyne
Antes de narrar el posible periplo que llevó a los proyectores Ballantyne al San Fernando, primero debo referirme a su “creador”: Robert Scott Ballantyne (1888-1978).
Ballantyne nació en Hartington, Nebraska, Estados Unidos e inició su carrera en la industria del teatro en 1910, con 22 años, cuando comenzó a trabajar en el Teatro Cristal, en Norfolk.
Pocos años después el joven Ballantyne ya era gerente de la sucursal del teatro Mutual en Des Moines, Iowa, donde trabajó hasta 1918. Luego de pasar por la gerencia de otros teatros, en diferentes ciudades, en 1931 Ballantyne regresó a Omaha y en 1932 fundó: la Scott-Ballantyne Company, dedicada a la fabricación de equipos de sonido y de aire acondicionado para teatros.
Observando el gran potencial del negocio del cine, Ballantyne amplió su campo de acción e inició en 1938 la comercialización de proyectores cinematográficos, bajo su nombre, pero fabricados por Largen Manufacturing Company y por Wenzel Co.
En 1946, tras el “final” de la Segunda Guerra Mundial, la Scott-Ballantyne Company experimentó un aumento del 300% en la producción de su proyector Royal Sound Master, cuyas unidades para exportación alcanzaron la cifra de 25%.
“Nuestro equipo probablemente habla en más idiomas diferentes y en más países distintos que cualquier otro”, dijo Ballantyne respecto del éxito de su proyector. De 1949 a 1950, vendieron 150 mil proyectores Sound Master.
Y es a mediados de los 50 o inicios de los 60, cuando se presume que en el teatro San Fernando se proyectó el primer filme al público caleño.
Y si bien es casi improbable precisar la ruta exacta que siguieron los Ballantyne hasta el “Sanfercho”, lo más probable es que su periplo de meses incluyera: Nueva York, Panamá y Buenaventura, para desde allí descender (quizá en tren) hasta la Sucursal del Cielo:
Cali, donde años después, los proyectores deslumbrarían con su calidad de sonido e imagen a los jóvenes liderados por Andrés Caicedo, quien cansado del horror de la noche que lo habitaba dentro, decidió apagar el proyector de su corta y prolífica vida, en un día como hoy (4 de marzo de 1977), con 60 pastillas de Seconal.
@adolfoflorezg