La primera vez que le operaron los ojos fue a los once años. No tenía bifocalidad y era posible que se quedara ciego, toda una tragedia para un niño que se sacudía del silencioso aburrimiento del barrio Tequendama y Pance, yendo a ver delicias como los Goonies, ET, o El retorno del jedi en Unicali o en el Autocine.
La vista nunca la perdió a pesar de las cinco operaciones que he tenido pero ahora, a los 41 años, no puede ver películas en 3D por que su cerebro elige sólo un ojo. Hijo del empresario de origen libanés Alberto Baiz, Andy es tal vez el único artista de la familia. Recién se graduó del colegio Bolívar, en donde para cada tarea que le pedían filmaba un documental con su vieja Sony Hi 8, quiso estudiar Diseño Industrial en la Javeriana pero, al final, se decidió por estudiar cine en Nueva York. La vida en la ciudad de sus sueños no fue precisamente glamourosa. Vivía en un cuarto en Sunnyside, en pleno Queens y, para sobrevivir, fue portero en bares y hasta empacó discos.
Su oportunidad le llegaría en 1999, cuando tenía 24 años. Por intermedio de un amigo pudo ser el mensajero del equipo de arte de la película Bringing out the dead, protagonizada por Nicolas Cage, John Goodman y dirigida por Martín Scorsese. Ver al autor de Goodfellas en un set fue la mayor motivación en su estadía newyorkina. Un día, trémulo, se acercó a la oficina del realizador, tenía en sus manos una artesanía colombiana, quería regalársela pero Scorsese no estaba así que se la dejó con uno de sus multiples ayudantes. Nunca supo si se la entregaron.
Después del 9-11 se devolvió a Colombia. Vinieron sus primeros trabajos en T.V, las ganas de pasar un proyecto que tenía y que pensaba lo podría consagrar como cineasta: contar los últimos días de Campo Elías Delgado, el ex combatiente de la guerra de Vietnam que mató, el 4 de diciembre de 1986, a más de 20 personas en el restaurante Pozetto de Bogotá. Se fue a vivir a la Candelaria durante cinco años, muy cerca del lugar donde vivía el asesino. Conocía a su personaje con la precisión de un novelista, sabía como iba a filmar cada plano, el problema es que no conseguía el dinero suficiente para realizarla hasta que ganó el incentivo de 700 millones que entrega anualmente Proimágenes y, en el 2007, pudo estrenar Satanás.
A partir de allí, y con la consagración internacional de La cara oculta, un triller que ha sido versionado hasta en la India, Andi Baiz se convirtió, junto a Ciro Guerra, en los estandartes de lo que ya se conoce como el Nuevo Cine Colombiano.
A principios del 2012, en la fiesta de matrimonio de su amigo Manolo Cardona con Valeria Santos, le presentaron a Manuela, la hermana de la novia. Fue amor a primera vista. Dos años después, en agosto del 2014, se casaron en Cayo Cangrejo, su lugar escondido favorito en Providencia. A la fiesta fueron apenas las 70 personas más cercanas a su entorno entre los que se destacaban Martín Santos y el papá de la novia, Felipe, el hermano del nuevo Premio Nóbel de Paz.
Amante de las películas de Billy Wilder y Alfred Hitchcock, su consagración definitiva vendría en la televisión. En las dos temporadas que duró Narcos, la serie de Netflix que fue vista por más de 200 millones de personas alrededor del mundo y que despertó la euforia en Estados Unidos, él dirigió doce de los veinte capítulos. Los elogios le llovieron hasta el punto que la productora norteamericana le renovó el contrato y acaba de rodar la tercera temporada en su Cali natal. Lo que se viene en Narcos es la historia de la caída de los Rodriguez Orejuela. Para Baiz, hincha del América, dirigir estos capítulos significó volver en el tiempo, en el Cali encendido de su adolescencia, cuando los ecos de las bombas espantaban a los búhos que se anidaban en los árboles que rodeaban su casa en el barrio Pance, en la época en que se restregaba los ojos amargado porque la irritación constante no lo dejaba ver todas esas películas que tanto le gustaban.