“El Festival Internacional de Jazz de la Cebra Azul se complace en presentar la mejor de las nóminas de su historia” dice el videíto que me recibe en la página del Teatro Libre cuando quiero averiguar sobre el jazz que se tomará a Bogotá esta semana.
Durante seis noches seguidas, artistas nacionales e internacionales se tomarán la escena del Teatro Libre y, para los capitalinos que compraron boletas a tiempo (porque ya no quedan, o quedan solo los más caras) esto parecerá un pedacito de la vieja New Orleans, o Chicago o Nueva York. Pero si no se avispó o justo esta semana no puede (como yo), no desampare. En un mes se viene el Festival Distritofónico, que es un poco más alternativo pero promete mucho.
Y a lo mejor se preguntan, a todas estas ¿por qué y para qué jazz? Yo no soy música de jazz —me encantaría, algún día— pero haré el intento de explicar por qué jazz.
El jazz nació, un poco como nuestra cumbia, de la unión de gente muy distinta en el sur de Estados Unidos, cuando a finales del siglo XIX unas leyes (Jim Crow Laws) obligaron a los creoles, que eran afroamericanos libres y de clase rica y alta, a vivir fuera de la zona de New Orleans “para blancos”. Como fruto de estas normas altamente discriminatorias, los creoles se llevaron la música que habían aprendido en la zona del barrio “de ricos” (música de bandas de guerra, piano —ragtime— Mozart y Beethoven) a la zona de los esclavos o sirvientes, que tenían una música mucho más improvisada, cantaban blues (que significa triste) para ahogar sus penas y tenían mucha de esa improvisación de la música africana que, para esas alturas, la música clásica había perdido.
Como se imaginarán, el párrafo de arriba está lleno de imprecisiones y mitos fundacionales, pero esta gente habrá empezado a oír lo que otros hacían, a tocar juntos y de ahí, poco a poco, nació el jazz: una música de raíces occidentales y africanas. (Como nuestra cumbia, repito, que tiene raíces indígenas, bantú y algo de españolas).
El jazz subió por los cruceros del río Misisipi, llegó a Chicago y más adelante a Nueva York de donde se tomó el undo y evolucionó de ensambles tradicionales a cosas verdaderamente fritas y avanzadas que llegarán más en el Distritofónico (o que hay en Matik Matik cada uno que otro día). Y, en el proceso, acogió a blancos y negros y azules y rosados, gente de todos los colores, edades y géneros. Incluyendo colombianos.
Y el jazz, por su parte, le enseña a los músicos a ser dueños de su instrumento. (O al menos así lo veo yo, que no soy jazzista) a conocer muy bien la armonía y a poder tocar sobre ella. A callar y acompañar a los demás músicos cuando es su turno y a figurar (mucho) cuando es el turno de improvisar de ellos. Improvisar, por su parte, no es solamente inventarse la música. Es, más bien, conocer lo suficientemente bien la música como para poder moverse con libertad dentro de ella.
El papá de un amigo le decía siempre “La vida es como el tenis, Toni”. De pronto. Pero esta es una columna de jazz, no de tenis. “La vida es como el jazz” suena ambicioso, aunque parecía una buena frase para acabar esta columna. Pero mejor me quedo con esa frase de esa conocida canción. Hay que aprovechar y salir a bailar, ahora que hay “all that jazz”.