Anabelle: pobre muñequita sin gracia

Anabelle: pobre muñequita sin gracia

¿Terror? Cómo no, si la sala de cine se convierte en una casa de gritos

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octubre 09, 2014
Anabelle: pobre muñequita sin gracia

Pocos directores en el Hollywood contemporáneo han mostrado más consistencia que James Wan. En el género en el que se mueve con soltura, el del terror, es un maestro. Con apenas 37 años y un puñado de películas, su nombre ya es comparado con el de Darío Argento y Mario Bava. Su última película, El conjuro, realizada con apenas 20 millones de dólares, fue un inesperado éxito que recaudó en su correría mundial la friolera de 318 millones de verdes. Todos los que asistimos a esa tiendita del horror que tenía como premisa la persecución que Ed y Lorraine Warren le hacían a una poderosa y malvada bruja, quedamos intrigados por Anabelle, la macabra muñequita que con su cara asesina y cruel se nos asentaba dentro de los miedos más profundos del inconsciente.

La Warner Brothers le ofreció al joven realizador malayo un jugoso contrato para que dirigiera el Spin-off de El conjuro, pero fiel a su premisa de no dirigir segundas partes o precuelas decide entrar en el proyecto como productor. Lo primero que le llama la atención a la Warner es el escaso presupuesto con el que decide trabajar el creador de Saw: cinco millones de dólares. Llamó a un par de mediocres actores de serie B para que encarnaran a los actores principales, se cuidó de decirle a su guionista Gary Dauberman que escribiera tan solo en cuatro locaciones, que evitara en lo posible secuencias que transcurrieran en exteriores y contrató a su propio director de fotografía John R. Leonetti para que estuviera al frente del proyecto.

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El resultado como negocio es un éxito inapelable: en sus dos primeros días en Estados Unidos ha recaudado 22 millones de dólares. Por otra parte, la película como hecho estético ha sido una completa decepción.

Se acaba la década del sesenta y el tan pregonado mantra hippie de haz el amor y no la guerra terminaba abruptamente en un baño de sangre en la mansión de Sharon Tate. Las sectas satánicas y la confusión ideológica, exacerbada por una nube de marihuana que cubría Estados Unidos, llenaba de histeria al país. En plena noche, la bella y también embarazada Mia Higgins es despertada por un desgarrador grito. Levanta a su esposo John, este va a ver qué es lo que pasa en la casa del vecino mientras su grácil y abnegada esposita que tiene como hobbies zurcir calcetines y saquitos para su hijo y coleccionar muñecas antiguas, se queda sola en la casa, al acecho de dos imitadores de Charles Manson que quieren ofrecerle su alma, tan pura y católica, al señor de las sombras.

A partir de allí todo es confusión y desorden en un guión anárquico, poco inspirado y riguroso. Me imagino a Wan llegando al plató todos los días tratando de sacar, en el menor tiempo posible, un encargo que solo era el obstáculo final para que el estudio le de la libertad total que necesita para filmar la última parte de la trilogía de La noche del demonio. Mientras es de día y la parejita de espositos imbéciles se da besos y se dice tonterías, Anabelle es una película sosa, hueca, incolora e intrascendente. Han pasado 15 minutos y nada, más allá de los sustos refritos de siempre, no ha pasado algo que te indique que estás en el universo oscuro de James Wan.

De pronto, una niña camina por un corredor y atemoriza a Mia, la sala de cine, que está a reventar, se queda en silencio y lo único que se escucha son los corazones a punto de salirse del pecho. La niña mira desde otra habitación a la mujer, corre y se transforma en una muchacha desgreñada y horrenda. La sala grita, la mitad se tapa los ojos, yo me levanto de la silla y pienso en lo larga que va a ser la noche.

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Si, la historia, asquerosamente reaccionaria y católica, es infame. Pero hay cuatro sustos en donde se percibe que el genio de Wan está ahí, intacto, terrorífico y satánico. La gente con el terror no se equivoca y yo los vi, vi sus caras pálidas de angustia, los gritos estridentes que suplicaban clemencia, que pedían desesperados que la película terminara para no tener que sufrir más.

A James Wan le perdonamos en Anabelle todo: los personajes bobalicones que pueblan la película, el desgano que tuvo a la hora de hacer esta historia refritando las celebérrimas El bebé de Rosemary, Insidious y El sexto sentido para hacer un salpicón incongruente, y su provinciana y arcaica visión del rol que cumple la mujer dentro del matrimonio. Todo está perdonado porque cuando la sala del cine se convierte en una casa de gritos y espanto la película de horror está completamente justificada. Una de esas cuatro escenas pavorosas es toda una clase de cómo se puede crear terror utilizando al máximo elementos tan poco costosos como son la oscuridad y el silencio: La secuencia del ascensor que no quiere subir es magistral, antológica y sobre todo espeluznante.

A pesar de todos sus problemas Anabelle, de una extraña manera, cumple con lo que se espera de ella: dejarnos tan asustados que tengamos que pasar por la vergüenza infantil de dormir con la luz prendida.

 

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