"Todo lo que sale mal es culpa del diablo", escuchó decir a un hombre con acento cartagenero detrás de ella. El hombre que lo dijo avanzaba con una pareja de turistas argentinos, haciendo una parada al lado de su mesa, mientras les señalaba la iglesia de Santo Domingo para contarles su historia así:
Durante la colonia, a mitad del siglo XVII, se decía que el Diablo había querido destruir la torre de la iglesia, pero en su intento solo había logrado torcerla. Notarán que la parte de la columna izquierda no es simétrica con las demás, es porque el diablo trató de embestir la construcción convirtiéndose en un remolino para caer luego en el pozo central de la plaza, en donde fíjense ustedes —lo señaló— ahora hay una alcantarilla de aguas negras que pasan conectadas por debajo de toda la ciudad. Quienes lo vieron caer cerraron inmediatamente el pozo para que el diablo no pudiera volver a salir.
—Se decía y se dice todavía que por eso a veces aquí huele a azufre. Mucha gente lo sigue diciendo desde algún día de 1630. Sí, es que esta iglesia es la segunda más antigua de Latinoamérica después de una de México. Por lo tanto, la más antigua de América del Sur. El diablo vivía feliz sin iglesias hasta entonces, pero su intento de felicidad eterna para él y nosotros, fue en vano. Él, sin embargo, sigue estando aquí, no podrán verlo, pero sí olerlo y sentirlo, ¡Cómo va a querer irse de Cartagena! Si ustedes lo huelen en algún momento, sabrán ya por qué es.
—La lógica y la realidad apunta más bien a un problema final del diseño arquitectónico—, dijo el argentino.
—Eso pensarán ustedes, le contestó el guía, pero en Colombia desde tiempos inmemorables todo sucede por razones mágicas, con una lógica distinta a la racional, así que, si quieren conocernos de verdad, deben creer lo que les estoy contando.
Después de asombrarlos y sacarles una sonrisa por la seriedad y convencimiento profundo de su historia y final afirmación, continuaron su recorrido mientras que sus voces se iban perdiendo entre las otras muchas que se confundían entre la música y las risas en la plaza.
Ella se quedó sonriendo también y pensando que esa historia le significaría muchos dólares al narrador. ¿Pero acaso era cierta? Aspiró sin pausa profunda y largamente el aire, pero, en vez de azufre, olió el aroma de las heliconias y gardenias que adornaban el centro de su mesa, en una mezcla exótica con el aroma del salitre, el ron, el humo de cigarrillo y marihuana que flotaba en toda la plaza.
Sonaba Dos gardenias en la versión de Ángel Canales, su bolero favorito, que coincidía por azar o sincronicidad en ese instante perfecto y único de su existencia con su lugar favorito de la tierra.
Encendió un cigarrillo para espantar como los demás el olor a azufre… Se quedó viendo la nube grande del humo que soltaba por la boca hasta que esta se fue diluyendo dejando ver en el fondo la imagen de un coche a caballo que entraba por la calle, uno de esos que hacen los recorridos a los turistas por la ciudad vieja.
Un coche conducido por supuesto por un cochero como casi todos los de la ciudad: parlanchín, que con una mano conduce el carruaje y con la otra manotea mientras habla, señalando al tiempo los diferentes lugares emblemáticos de la plaza a una pareja que llevaba atrás.
Recordó por un instante cuando hacía muchos años entraba por esa misma calle con su exesposo, pero el recuerdo fue inmediatamente transformándose en otro menos lejano a medida que la carreta se acercaba… Es… Es como él… ¿Es él? Cerró los ojos y los volvió a abrir para tener una nueva versión de lo que estaba viendo…. Él, el que ella recordaba como él, miraba lo que el cochero le señalaba mientras este frenaba al caballo para hacer su parada informativa.
Fue entonces cuando ella dejó de dudarlo al verlo mejor. Sí, era él. No estaba loca. Estaba tal cual lo recordaba cuando se conocieron hacía seis años. Como lo vio en fotos, en cámara y en sueños.
La sangre se le fue de la cabeza mareándola, golpeándole luego el corazón como un puño para bajar luego hasta su estómago provocándole nauseas por miedo, felicidad y desconcierto. Todo esto en un millón de sensaciones en segundos eternos que fueron solo cinco, para vaciarse luego en el piso. No, más adentro del piso, en dónde vive atrapado el diablo que se reía de lo que estaba provocando.
Él miraba la iglesia y escuchaba seguramente la misma historia que todos contaban. Sonrió mirando a su derecha a la mujer que lo acompañaba. ¡Ah sí!, ese era su perfil, era él, Sergio, efectivamente, porque además ella también era ella…
Él daba un rápido barrido con los ojos sobre las personas del lugar, hasta llegar a ella. En el mismo ritual de ella segundos antes: pasando primero por encima, devolviéndose de nuevo, intentando enfocarla bien dos o si acaso tres veces y entonces, deteniéndose en la eternidad de otros segundos sobre ella, con la misma incrédula, feliz y al tiempo aterradora sorpresa que delataba la lividez de su rostro.
Se miraron entonces a los ojos, como si se hundieran uno en el otro, un viejo puñal usado ya en una antigua y mutua muerte…
El aire olió entonces a gardenias y heliconias…
Su mujer rompió el encuentro cuando se apoyó en su brazo preguntándole algo junto con el cochero y entonces él asintió atontado volviéndose hacía esta, mirándola sin poder disimular con cara de haber visto un conocido y bello espanto. Ella lo miró con risa preguntándole y preguntándose a sí misma qué le pasaba…
Se bajó del coche mientras se volvía para mirar hacía la mesa de donde ella se levantaba ya.
Extendió su mano a su mujer para ayudarle a bajar y rápidamente con ofuscación sacó su billetera y le pagó al cochero que al parecer no terminaba de estar conforme con el pago y lo demoraba en un nuevo arreglo en el que él no ponía peros y sí terminaba por demostrarle su impaciencia sacando muchos billetes, poniéndolos en sus manos mientras este sonreía y le devolvía la mitad con el descontento y reproche de la mujer.
Ella mientras tanto se iba rápidamente de la plaza para no enfrentarlo y así no enfrentarse a ella misma. Igual que en aquél sueño premonitorio que tuvo con él años atrás cuando se adoraban y decidía alejarse de él.
Corrió sin mirar atrás, sintiendo que él la perseguía y que no podía dejar que la alcanzara.
Entró hasta la puerta de la discoteca Mr. Babilla, desde donde pudo observarlo buscándola desesperado.
Él fue hasta la mesa en donde ella había estado y desde allí la buscó con los ojos, con las vísceras, con el alma…
No estaba, tal vez nunca estuvo y él alucinó…
Quedaban en la mesa los vestigios palpables de que no había alucinado: unos labios pintados en el borde de un vaso con un cuncho de ron y un cigarrillo que aún estaba medio prendido quemándose en el cenicero.
El tiempo se detuvo con un olor a azufre...
Él se veía.. .muy triste, inmensamente triste… se puso detrás de ella para echar hacia atrás su asiento y que ella se acomodara… se quedó un momento ahí después de que ella se sentara y le acarició con las manos el cuello como en un masaje para darse tiempo a sentir y pensar sin que ella descubriera que estaba buscando a esa otra, la de sus sueños entre la gente.
Esa otra quería correr hacía él para abrazarlo, pero su amor siempre y aún ahora estaba destinado a seguir siendo breve para que pudiera seguir siendo eterno… Los dos lo sabían en una sentencia dada por Benedetti en el tiempo de los dos y para los dos: ''Es casi ley que los amores eternos son los más breves… Cinco minutos son suficientes para vivir una vida entera, así de relativo es el tiempo… Hay menos tiempo que lugar; no obstante, hay lugares que duran un minuto y para cierto tiempo no hay lugar… Lo nuestro es ese indefinido vínculo que ahora nos une…’’. Y nos separa para que podamos seguir amándonos y sufriendonos hasta siempre.
Ustedes saben que siempre todo lo que sale mal es culpa del diablo, que lo que no puede enderezar lo tuerce más, que puede enmascarar el azufre con gardenias y embestir al amor como un remolino hasta hacernos caer en un pozo mientras que él goza con la brevedad de nuestro sufrimiento eterno.
Huele a azufre con gardenias...