En diciembre de 2008, la fábrica de General Motors, que estaba ubicada en las afueras de Dayton, Ohio, agobiada por la poca venta de sus vehículos y los altos precios del combustible, sacó a la calle el último Enviado GMC, cerró sus puertas y dejó sin empleo a 2.400 personas. Seis años después, en 2014, Fuyao Glass, una multinacional china de vidrios automotrices, compró las instalaciones de General Motors, contrató a muchos de los trabajadores que fueron despedidos en 2008, trajo de China a varios empleados para que sirvieran de tutores y comenzó a operar con la promesa de traer progreso a los Estados Unidos. Así inició una odisea de choques culturales, intrigas laborales y colonización económica.
Aunque en un principio los trabajadores estadunidenses parecían contentos, la inconformidad y la incertidumbre no tardaron en comenzar a mancillar el “sueño americano”: inseguridad en el trabajo, salarios bajos, imposibilidad para instituir un sindicato y condiciones laborales exigentes. Por otro lado, los empresarios chinos, que estaban desesperados por mejorar rápidamente las ventas, afirmaban que los norteamericanos tenían los dedos gordos, eran lentos y trabajan poco. Sí, la pugna entre estos dos estilos de vida y de trabajo resultó inevitable.
American Factory es una película que fue dirigida por Steven Bognar y Julia Reichert. Su producción estuvo a cargo de Higher Ground, la empresa audiovisual de Barack y Michelle Obama. Se estrenó en el Festival de Cine de Sundance de 2019, luego Netflix compró los derechos de distribución, y el mes pasado ganó el premio Oscar a mejor documental. Es una narración intensa, emocionante, que no incurre en la desfachatez de exponer de manera sesgada la simple disputa entre explotadores y explotados, sino que presenta, sin apasionamientos, una serie de hechos que le permiten al espectador adentrarse en las entrañas de Fuyao Glass para que saque sus propias conclusiones.
Mientras los empleados chinos trabajaban de lunes a sábado, doce horas por día, y casi no iban a sus casas, los norteamericanos sólo anhelaban un trabajo digno que les permitiera pasar más tiempo con su familia, disfrutar de la vida. Además de exhibir esa tensión cultural y laboral, American Factory conduce a reflexionar sobre el poder público, pues deja entrever los rasgos esenciales de dos polos opuestos que terminan encontrándose —como siempre sucede con los extremos— en el foco de sus ambiciones y sus penurias. China tiene una economía con muchos controles y un sistema político autoritario: promueve el trabajo como un asunto de amor a la patria: “sin tu patria, no eres nada”. Estados Unidos tiene un mercado con pocas restricciones y una democracia que garantiza múltiples libertades: su gente trabaja para materializar sus aspiraciones personales, para alcanzar la felicidad a través del bienestar económico. No obstante, ambas naciones tienen un solo propósito: la conquista del mundo.
Los hechos históricos demuestran que los Estados Unidos, a través de sus multinacionales, han invadido los territorios y los mercados de muchos países. Esto, en la mayoría de los casos, ha tenido como efecto la violación de las leyes internas, el maltrato de los trabajadores y el apabullamiento de la cultura nacional. American Factory muestra como los estadunidenses reciben un poco de su propia medicina con la llegada de Fuyao Glass a Dayton, como sufren por aquello que otros han padecido por su culpa.
En Fuyao Glass, los empleados, tanto los norteamericanos como los chinos, son maquinas que deben trabajar hasta fundirse. Poco tiempo les queda para vivir, sus derechos sociales y sus familias están en un segundo plano. La empresa es su morada, su patria, su cárcel. El mercado mutila sus sueños, les roba sus sonrisas. Y, como la lucha para mejorar sus condiciones laborales no tiene éxito, algunos renuncian a la multinacional, otros son despedidos y la mayoría, para no quedar en la calle muriéndose de hambre, se tragan el sapo del trato indigno, se resignan a la derrota.