Los 26 países americanos que el martes 15 de junio condenaron “inequívocamente el arresto, acoso y restricciones arbitrarias impuestas a los posibles candidatos presidenciales, a los partidos políticos y a los medios de comunicación independientes” en Nicaragua, y que exigieron “la inmediata liberación de los posibles candidatos y de todos los presos políticos”, de la dictadura de Daniel Ortega, marcaron un avance muy importante en la defensa de la democracia latinoamericana.
Los países americanos aplicaron el principio de la no indiferencia entre los Estados que es una evolución del principio de no injerencia acordado entre los estados emergentes hace casi 400 años en Westfalia. El principio de no injerencia fue acordado como garantía de soberanía de los países y forma parte de la Carta de la ONU, de la OEA y de numerosos documentos suscritos entre los Estados. La evolución del derecho, y en particular de la defensa de los derechos humanos, especialmente desde 1948, ha generado una nueva visión acerca de la protección de las libertades del ciudadano.
No es casualidad que los Estados que más apelan al principio de no intervención sean los que más violan los derechos humanos de sus ciudadanos, e incluso protagonizan agresiones cibernéticas contra otros países.
“Gracias al principio de no indiferencia es que durante la dictadura de 1976 llego a la Argentina la Comisión Interamericana de Derechos Humanos”, ha recordado el diplomático argentino Carlos Foradori, exvicepresidente del Consejo de DH en Naciones Unidas.
Foradori agrega que en “el Examen Periódico Universal que hace la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, cada uno de los Estados se somete al escrutinio de todos los demás Estados. Se le puede decir cara a cara en qué están violando los derechos humanos, o hacerle recomendaciones acerca de la práctica de los derechos humanos. Si esto no es injerencia o cuestiones que atañen a la situación interna de un Estado, que me digan que no. Hoy todos los Estados admiten, más fácilmente, o en otros casos amargamente, que la Corte Penal Internacional haga juicios de valor sobre lo que está sucediendo en unos u otros Estados”.
Es una tensión entre las libertades individuales —que también tienen su historia propia desde las cartas del rey Alfonso el Sabio (1221 – 1284)— y el Estado celoso de su autonomía frente a las potencias de ayer y hoy.
De hecho, las potencias han obrado siempre de acuerdo a su interés estatal identificado con el gobierno de turno, a veces sin reparar en los derechos de su propia ciudadana. Y en ocasiones han utilizado la fuerza para imponer sus intereses violando los derechos humanos de otros Estados. En el caso latinoamericano, ello se registró en 1973, en Granada, y en 1989, en Panamá, cuando los Estados Unidos invadieron esos países, por mencionar solo los últimos acontecimientos. Así como en otras partes del mundo otras potencias o países también avasallaron o desconocen en el presente soberanías territoriales.
El principio de no indiferencia entre los Estados redunda directamente en la mayor o menor vigencia de los derechos humanos de sus ciudadanos. El experto mexicano en relaciones internacionales y derechos humanos, Alejandro Anaya Muñoz, sostiene que “no hay que dar por sentado el impacto en la vida de los ciudadanos de las normas, los tratados, las convenciones y los órganos suscritos por los Estados”. Y que si bien “el régimen internacional de derechos humanos ha venido evolucionando”, con la creación de la Corte Penal internacional y el Estatuto de Roma de 1998, entre otros logros, “hay un contraste entre los grados de compromiso asumido por los Estados y los grados de cumplimento”. Si se grafican ambos aspectos, es evidente que hay más compromiso que cumplimento. “Hacia el 2017, todos los países, con la excepción de Belice, habían ratificado más de doce de los diecisiete tratados disponibles”, documenta Anaya, quien al contrastar esa ratificación con el cumplimento efectivo de lo firmado, constata diferencias.
De ahí que el activismo internacional de la sociedad civil presiona directamente sobre los Estados que irrespetan los derechos humanos de sus ciudadanos— como es el caso nicaragüense— pero también sobre los propios estados democráticos, como los 26 integrantes de la OEA que condenaron la dictadura de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Y también ejercen presión sobre los gobiernos de los cinco Estados que se abstuvieron el martes 15, como en los casos de Argentina, México, Belice, Dominica y Honduras. Es sintomático que, en anteriores debates desarrollados en la OEA, México cuestionara a la dictadura sandinista o al régimen de Nicolás Maduro y las respuestas provenientes de las delegaciones de Nicaragua o Venezuela eran cuestionar al estado mexicano por los 43 desaparecidos de Ayozinapa de 2014. Esa situación, así como la de 85.000 personas desaparecidas, 250 mil homicidios, entre los cuales centenares de ejecuciones extrajudiciales, abuso de la tortura y corrupción, documentados en México en 2015 por la CIDH, sigue igual, pero como gobierna Andrés M. López Obrador, progresista, ya no hay cuestionamientos desde los regímenes autoritarios de izquierda.
Podrá pensarse —y le asiste razón— a quien así lo entienda que ese activismo internacional en pro de la democracia regional, así como las condenas y hasta la eventual expulsión de un régimen dictatorial del seno de la OEA, no tienen fuerza suficiente para cambiar las cosas en los países bajo dictadura.
Hay parte y parte. Los procesos no se dan de un día para el otro. Y los dictadores, aunque permanezcan por décadas como es el caso de Ortega, o los hermanos Castro en Cuba, paulatinamente sienten el aislamiento y cuando se suman sanciones económicas dirigidas contra ellos personalmente y contra sus personeros buscan negociar.
En Nicaragua, una posible interpretación de la actual escalada del terrorismo de Estado que impulsa el sandinismo, es que capture opositores para luego ir liberándolos, como ya lo ha hecho, y seguir ganando tiempo con promesas de una posible redemocratización que le dé oxígeno ante la comunidad internacional. La estrategia es llegar a las elecciones generales de noviembre sin candidatos opositores reales, y maquillar con una nueva relección la tenencia del poder que data de 2007.
La importancia del repudio apabullante en la OEA — solo se opusieron Bolivia, Nicaragua y San Vicente y las Granadinas— a esta práctica de llegar al gobierno mediante elecciones, y luego vaciar de contenido a la democracia, es porque el mantenimiento de regímenes que desconocen la carta democrática de la OEA, la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, está erosionando la democracia de la región toda. Es una razón de supervivencia también la que debe mover a los Estados a proteger sus democracias, independientemente del grado de incumplimiento que esos mismos Estados tengan para con sus ciudadanos. Porque eso también ocurre: un Estado que condena a una dictadura, cuando reprime dentro de sus fronteras, asume prácticas cuestionables desde la perspectiva de los derechos humanos.
Sin embargo, no se puede comparar el terrorismo de Estado practicado por una dictadura, con las violaciones a los derechos humanos que ocurren en los países democráticos que también deben ser condenadas, seguidas por los organismos encargados de hacer cumplir los tratados interamericanos y, si es el caso, exigir reparaciones. Así funciona el sistema interamericano. Que no es perfecto, ni mucho menos. Pero la diferencia entre democracia y dictadura no es un “tranco e' piojo”, como dice el paisano, sino la gran diferencia entre vivir con la ley como máximo valor de la sociedad o bajo el arbitrio de un autócrata.