La defensa del medio ambiente es lo que los analistas denominan una «causa blanca». ¿Quién puede oponerse a su defensa?, ¿a quién le interesa abogar por que desaparezca el agua y los paisajes?, ¿quién puede defender la desaparición de la naturaleza?
Existen alrededor del tema diferentes formas de interpretación. Los extremos, que se oponen a la más mínima modificación y son los cultores del conservacionismo, se niegan a que un árbol sea movido, a que un animal sea sacrificado o a que una fiera sea domesticada. Otros, en cambio, pensamos que puede impulsarse un desarrollo sostenible en el que prime la responsabilidad ambiental y, sin negar el avance de obras de infraestructura y actividades productivas, se privilegie la compensación necesaria y la conservación ecológica.
Pero hay dentro de toda esta diversidad de ideas y de ambientalistas y activistas medioambientales, una especie que me resulta, por lo menos, sospechosa. Se trata de los que denomino «ambientalistas selectivos»: no les disgusta sino una actividad económica extractiva: la minería. Lo otro les tiene sin cuidado.
Centrar todo el interés en una actividad, satanizarla, seleccionar ejemplos de la minería ilegal para justificar su rechazo y desconocer los avances tanto conceptuales como técnicos que ha alcanzado la minería legal para garantizar eso que denominamos desarrollo sostenible es, sin lugar a dudas, un sesgo que genera muchas inquietudes sobre las intenciones no éticas que parecieran existir en esa oposición.
Me explico: el tema de la defensa del medio ambiente es una responsabilidad que no solo debemos compartir todos, sino que tiene que ver con todas las actividades económicas.
Hay un texto de Alexander Von Humboldt: El hombre y la naturaleza, que ilustra lo que digo con el ejemplo del sombrerero parisino que inventó los sombreros de seda, hallazgo que disminuyó la demanda de los sombreros de piel y permitió la recuperación de los castores de Canadá, cuya población se había diezmado peligrosamente. Humboldt también refiere las matanzas de aves que protagonizaban los agricultores en el siglo XIX para proteger sus cosechas, y cuenta cómo ello dio origen a enjambres de insectos que terminaron siendo más nocivos.
Ya no existe duda sobre los impactos de la ganadería industrial en la capa de ozono, la deforestación por medio del fuego que devastaba la vegetación existente para dar paso a los cultivos de café y cacao, la severa modificación del paisaje que desencadena el cultivo industrial de la caña de azúcar, el empobrecimiento de los suelos que generaba el uso del arado, y ni qué decir del significado de impacto ambiental que se desprende de la creación de una ciudad o el surgimiento de un nuevo barrio. Las carreteras modifican el paisaje, pero también lo hace la gran industria y los deshechos de las factorías, el humo de las fábricas, los gases de los vehículos que utilizan combustibles fósiles, los deshechos de la actividad humana. ¿Qué ocurre cuando nos lavamos las manos con jabón?, ¿qué sucede cuando soltamos el agua de los inodoros?
Borrar del mapa toda la industria, los vehículos, la agricultura industrial, la ganadería industrial, las actividades fabriles, las ciudades y las carreteras no es la solución. El único remedio es la responsabilidad colectiva. Asignarle la responsabilidad exclusivamente a la minería es, como lo he dicho, definitivamente sospechoso.