A Jorge Andrés Alzate y a su hermano Juan Felipe la suela de los zapatos se les había abierto como una papaya podrida de tanto caminar. Habían ido a todos los sitios, hablado con todo los managers para vender su show. Pero nadie quería escuchar a Alzate. Se jugaban la última carta yendo a una entrevista en Bogotá en una de las emisoras más conocidas de Colombia. En recepción les dijeron que no los estaban esperando. Alzate supo que era el fin. En sus bolsillos no tenía ni siquiera para el almuerzo de ese día. Camino despacio hasta a una esquina y se puso a llorar. “Estoy quebrado” le dijo a su hermano.
Había llegado de Los Angeles en el 2010. Allí vendió todo lo que había logrado conseguir a punta de lavar baños, de escarbar la basura, de limpiar aviones, de conducir limosinas con tal de regresar a Colombia y alcanzar su sueño, a los 30 años, de ser cantante. Para él nada había sido fácil. Hijo de dos misioneros cristianos cuando cumplió 10 años su familia había vivido en veinte casas diferentes. De todas partes los echaban porque nunca tenían para pagar el arriendo. Su esencia era Manrique y San Pablo pero a los once se tuvieron que ir a vivir a Envigado al frente de un cementerio. Allí, frente a un bar llamado La última lágrima el niño se desvelaba escuchando como despedían a sus muertos a punta de Luis Alberto Posada, de Darío Gómez. Desde ahí cada vez que quería componer una canción esta se transformaba inmediatamente en el llanto desbocado de una herida abierta. Tenía el despecho y la tristeza en la sangre. A los 13 años ya tenía cuarenta canciones escritas, a los 16 se presentaba en cantinas, a los 18, después del colegio, se metió a estudiar aviación, dos años después sus papás se arruinaron por intentar cumplir el sueño, a los 22 viajó, con una mano adelante y la otra atrás, a los Estados Unidos. Allí supo del hambre y las humillaciones y le quedó claro que las metas se cumplen solo si hay persistencia. Por eso regresó a Colombia para intentar ser lo que siempre había querido, lo único que lo hacía feliz: ser cantante de música popular.
Por eso, cuando en esa fría tarde de abril del 2012 le confesó a Juan Felipe que no tenían ni siquiera para el almuerzo, que los treinta millones de pesos que se había gastado imprimiendo cd’s viajando por Colombia intentando vender su show, se habían perdido. Su hermano lo tomó de los hombros y le dijo, con la frialdad de un hombre de negocios, que prestaran plata para grabar Maldita traición, la canción que le había inspirado el despecho de un gringo en Medellín al que una paisa se la había jugado. Seis meses después la canción ocupaba el primer lugar en las listas de las emisores de música popular. Jorge Andrés se había transformado en Alzate.
En Bogotá, Calarcá o Palacé Alzate es seguido con el fervor de una reliquia cristiana. A pesar de que sus canciones solo hablan de hombres que se destrozan el hígado a punta de guaro por el amor que se les fue, los niños aman su música. Es común que muchachitos de diez años se suban a la tarima y canten con él sus canciones. Nadie puede explicar como un niño pueda cantar con la pasión del que queda ronco una canción que diga
Y yo, que te he entregado hasta lo que no tenía.
Como un imbécil te he entregado mi alma.
Sin darme cuenta que eres falsa sin piedad.
A sus 36 años es un hombre convencido de que las cosas se logran trabajando. La música le dio para comprarles por fin una casa a sus papás, para vivir bien con su esposa en Envigado, para conocer toda Colombia y buena parte de Latinoamérica. Sigue siendo amigo de los muchachos que pudieron sobrevivir a la Medellín de Comuna de finales de los ochenta cuando Pablo Escobar se alimentaba de los No Futuro. Su música es el bálsamo en el que curan las heridas los hombres que lo perdieron todo en un amor, los que enterraron a su mamá en cualquier cementerio, los que lo único que pueden hacer para olvidar una pena es ahogarla en aguardiente. Para ellos ha compuesto más de 500 canciones. Ellos son los que lo han transformado en el Rey de las Cantinas.