Aturdidos por la increíble algarabía mediática y también masiva que se presentó con este suceso, los que escribimos o intentamos escribir no tenemos otra opción que hablar en letras acerca de lo que está pasando, adentrarnos en el huracán, aunque esos temas no sean rayos cristalinos del pilar de nuestros agrados; aunque muy en el fondo no sea más que otra forma un poco menos clara de pactar con ese diablo político que analizaremos más adelante. No nos hace falta redundar en los nombres, en los hechos, en las declaratorias ciertas y falsas, en los detalles y los memes, en las caricaturas que se amotinan en los diarios matándonos de risa y mucho menos en los enojos individuales que despierta el tipejo. Quiero tratar todo esto desde la ventana anónima de mi cuarto en Rionegro, Antioquia. Que hoy, primero de agosto del año en curso, se encuentra teñida por el vapor frío de un torrencial impresionante que parece y pretende durar toda lo que resta de la noche. En nombre de la última decisión de la Corte Suprema de Justicia.
Uribe también vive aquí. Uribe también eligió a dedo al alcalde de aquí. Y si en algún lugar se hace lo que diga Uribe ese lugar es aquí, en Rionegro. Una ciudad muy anónima en términos informativos, culturalmente tímida, donde es fácil asesinar y robar, y muy difícil hablar mal de Uribe por las consecuencias sociales que trae en un municipio donde hasta el señor que vende los helados, en una canasta carcomida por el hielo, piensa que tal personaje es lo mejor que le pudo haber sucedido al país y al universo, y dice, con nauseabundo entusiasmo, que seguirá votando por él hasta que las manos de dios lo separen del plano del mundo. Pero su dios en el fondo es él, el diablo. Y sus manos ya han separado de la vida a cientos, miles de colombianos. Y seguiremos contando con calculadora en mano, pero seguro también la hackeará y alterará los datos.
Al entrar en esta era digital, que es como una corriente enfurecida que todo lo arrastra, sin importar lo que se ponga delante, sin miramientos y muchas veces sin sentimientos (o con excesivas dosis de ellos), algunos jóvenes y no tan jóvenes creímos con absoluta inocencia que el mito de Uribe ya estaba desmontado, extinguido hasta la raíz, que ya era obvia su participación intelectual en innumerables órdenes de ejecución clandestina, masacres organizadas y demás orgías de sangre que se sabe es mucho mejor no recordar con detalle ni a grandes rasgos, y que era cuestión de tiempo que lo llevaran tras los fríos barrotes de una cárcel de máxima seguridad. Sin embargo, ese personaje de ojos claros, rostro bonachón y cabello canoso bien peinado de lado, pasó de ser un mito a pavimentar los caminos de una leyenda segura. Sí, y todos nosotros hemos ayudado a ello. No importa si vas a favor o en contra, en este punto de la historia ambas cosas lo benefician y esta humilde nota es otra forma de poner el ladrillo en la enorme estatua que el Centro Demoníaco, perdón, Democrático, levantará en su nombre y en su honor algún día sobre alguna montaña emblemática de Antioquia, cuando el propio muera y termine su enrarecida misión con el mundo. Aunque tengo que reconocer que he pensado lo siguiente, entre las cláusulas de su pacto con Lucifer, está mencionada repetitivamente su inmortalidad (pero esto si es solo una sospecha). Esperemos que los cuernos del monumento no estén hechos del oro que produce la cocaína. Porque puede ser Uribe y todo lo quieran, pero ahí sí lo descabezan.
Creímos también que una sola persona no podría frenar los acuerdos de paz, polarizando a un país entre los que comparten su odio y los que no. Es decir, no podía alterar el curso normal de una negociación con una de las guerrillas más antiguas y sanguinarias del mundo, como un sediento dios del caos. Yo fui de los que dijo no, pero no por Uribe, no, claro que no. Dije no por Santos, dije no por Timochenko, dije no por los puntos inconclusos que poseía un proyecto tan importante. Y sí, ahora que lo pienso parece al fin y al cabo que dije no por Uribe. Eso me preocupó pero continué con el espiral de mi vida. Organizando una guerra neuronal y pensando que con un personaje que refleja la popular astucia paisa, no se pueden tener puntos medios. O nos congelamos o nos quemamos, o bien él nos pica.
Creímos que una sola persona no podría de ninguna manera hacer ver a los colombianos un espejismo, creerlos caídos del zarzo, insinuar su infinita estupidez e ignorancia, y con cinismo profesional nombrar como máximo mandatario a un tipo que hasta hace un par de años era un completo desconocido del round político del país. También nos equivocamos. Lo hizo y sonreía viendo las noticias en la sala de su casa, aquí en Rionegro, Antioquia. Mientras el diablo le susurraba consejos variopintos y disfrutaban de una canasta de palomitas, de falsos positivos y de tuits salados.
Creímos que este llamado a indagatoria era la palomita que derramó sobre su camisa la canasta y que su renuncia al Senado de la República era la piedra en el zapato de Iván Duque, mientras le daba tiempo a Uribe de retirar la grasa de su guayabera; algunos hasta nos hicimos ilusiones pensando y diciendo: "Bueno, es momento que demuestre de qué rayos está hecho, que se desmarque de una clase política canalla y corrupta, y también momento de que deje de pintarse las canas e intentar hablar y gesticular como su patrón". También nos equivocamos, salió a defenderle con el escudo de su cargo y la espada desenvainada de la funda de la lambonería; se armó un revuelo brutal que de haber ido más allá, habría ocasionado disturbios no solo informativos, también sociales, físicos y económicos. Cual universo alternativo de Marvel Comics. Mi papá por ejemplo, dice que en Colombia nunca se había "jodido" tanto con una noticia noche y día, desde que se pisó la luna, y eso pues porque habían sido los americanos, y los americanos “siempre han sido mejores en todo, hasta que nació Trump”. Supongo que la cruz de la culpa también se la podemos dar a cargar a Facebook (entre otros). Y lo que van a faltar es crucificados para redimir este karma tan grande, para redimir a esta patria tan boba.
Ayer después de una profunda reflexión, el rostro autoritario de Uribe en su rueda de prensa giraba en torno al mío mientras mis pulmones disfrutaban de un cigarrillo de cannabis, y mis retinas se maravillaban viendo una brutal pieza maestra del cine titulada El abogado del diablo, con el pulso enigmático de Taylor Hackford. Y acto seguido, saqué una de las conclusiones más serias de mi vida, una teoría que en apariencia puede ser tonta, inaudita, pero valdría la pena hacerla participar en estos embrollos contemporáneos, pues quizás sea una canalización divina, precisamente en estas épocas trepidantes, donde lo tonto tiene los atributos de lo serio, y donde todos los serios parecen estar trabados. Álvaro Uribe Vélez o es el diablo, El Coco, El Chucho, El Chamuco, El Patas o tiene uno de los más elaborados pactos con él, un contrato de características conyugales. Es anormal, extraño, que un país que tiene a gente tan inteligente, a jóvenes tan sumamente talentosos, emprendedores y creativos increíbles con ganas de salir del agujero, haya clavado sus rodillas enfrente de otra de las reencarnaciones de Adolfo Hitler, cuya alma parece mantenerse furiosa yendo a los mundos infiernos y regresando como político guerrerista, que es capaz de hacerle creer al pueblo cualquier mentira, cualquier barbaridad. Maniobrar los poderes de una patria y una “democracia” a su antojo para seguir confabulando el fin de un país que, para el horror de todos ustedes, nunca ha empezado y ya se va terminar, porque esto no es un país, esto es el campo de golf del Gran Colombiano, que no cabe en el país ni en el mundo, y cuyos lamesuelas soplan la pelota para que entre en el agujero. Y el diablo, es decir él mismo, aplaude infinitamente.