El cinismo se define como la desvergüenza en el mentir, la defensa y práctica de acciones o doctrinas vituperables u oprobiosas. Es decir, es cínico quien miente con descaro y defiende de forma impúdica y deshonesta algo que merece general desaprobación.
Salvo por la presencia de Pablo Escobar en la Cámara de Representantes el 16 de agosto de 1983, creo que no existe en la historia reciente del Congreso de la República un momento como el que protagonizó el expresidente Álvaro Uribe en la noche del martes 23 de abril de 2019. Ahí la personificación del cinismo se materializó de manera grotesca.
Interpelado por Gustavo Petro y respondiendo a las insinuaciones que desde hace años lo vinculan con el paramilitarismo, los asesinatos selectivos y el enriquecimiento ilícito, vociferó colérico una más de las características nauseabundas del país con el que sueña: “Yo prefiero ochenta veces al guerrillero en armas que al sicariato moral difamando (…) ¡sicario!, ¡sicario!, ¡sicario!”.
Y es que hace treinta años, “con vestido crema, medias blancas, zapatos Corona, corbata floreada, pelo arrugado, manos gorditas y mucho nerviosismo”, Escobar Gaviria estaba sentado en el capitolio en su calidad de gran narco-patrón disfrazando de política una agenda que patrocinaba el narcotráfico, la muerte, la violencia y la impunidad. Atormentado por las amenazas de extradición hacia Estados Unidos de él y de los de su clase, sentía en riesgo su reinado de horrores y su libertad.
Pero hace tres días, con vestido azul, camisa blanca y corbata lila, pelo canoso, manos flaquitas y mucha procacidad, Álvaro Uribe estuvo nuevamente sentado en el capitolio en su calidad de gran patrón, disfrazando de política una agenda que a mi parecer patrocina la muerte, la guerra y la violencia. Atormentado por la verdad que demanda la justicia transicional, da la impresión de que siente el riesgo del velo oscuro con el que cubrió los presuntos delitos de su gobierno.
Claro que el gran patrón prefiere guerrilleros en el monte alzados en armas. No le sirven en las ciudades, en los tribunales, en el Congreso, ni muchísimo menos en la JEP. No solo porque con la guerrilla bajan del monte las pruebas de los enriquecimientos, las alianzas oscuras, las masacres, la parapolítica, el narcotráfico y los asesinatos que lo embadurnan, sino porque además se queda sin el discurso que lo hace relevante. ¿Qué sería de Álvaro sin los “asesinatos aplazados”, la “masacre con criterio social”, sin los “buenos muertos”?