En un continente en el que nos hemos habituado a replicar los significantes de quien detenta el poder no genera reacción mayor la puesta en marcha de una retórica desproporcionada como la que ha venido empleando —con tan poca fortuna y tan exiguos resultados— el secretario de la OEA. Su último traspié (“En cuanto a la intervención militar para derrocar a Nicolás Maduro, no debemos descartar ninguna opción”) ha dejado pasmado a más de uno pero, como es habitual en estos casos, otras noticias encubren —con su mayor interés o con más amplia difusión— lo que difunden los medios. No obstante, plantear como alternativa viable la intervención militar contra un país asociado resulta ser una alteración de los preceptos de la misma entidad multilateral que, ni siquiera en la época de la guerra fría o, más concretamente, durante la crisis de los misiles había sido expuesta abiertamente por algún secretario general.
En este contexto resulta de enorme trascendencia que sea el Grupo de Lima el único que ha reaccionado con cierto tinte democrático, aparte de los apenas esperados pronunciamientos de sectores afines al gobierno venezolano, como son los casos del presidente de Bolivia y el pleno de la ALBA. En ellos, tanto el mandatario como el ente multilateral, actúan de manera consecuente con sus perspectivas ideológicas y sus pretensiones asociativas. Sin embargo, el comunicado del Grupo de Lima, conformado —como se sabe— para generar un contrapeso diplomático que incidiera en acciones por parte de la OEA y otras instancias internacionales para alcanzar una “salida pacífica y negociada” en Venezuela, plantea más interrogantes que afirmaciones.
Al respecto, un ciudadano medianamente informado se puede preguntar si hay un cambio de intención en las estrategias discursivas de los países que se oponen a la actual cúpula venezolana. Si la respuesta llegase a ser afirmativa, se tornaría poco descifrable la nueva intención, en tanto ni la derecha latinoamericana ni los gobiernos decididamente antimaduristas cejan en su proyecto de propiciar la caída del régimen y el consecuente retorno de las élites destronadas que no han tenido ni la capacidad ni la inteligencia política para constituirse en opción unitaria de gobierno, reconocida por sus compatriotas.
Ahora bien, si la respuesta fuese negativa —como nos tememos— nos encontraríamos ante una muestra más de la disposición internacional de emplear múltiples vías para incidir de manera significativa en la homogenización de los regímenes latinoamericanos: la vía política, la vía (pos)diplomática, la vía económica y, una más reciente, que pareciera ir consolidando el imaginario de que el estado norteamericano, en su calidad de hegemón, debe emplearse a fondo en una aventura militar que, por lo anacrónica, le agenciaría unos exiguos réditos y que ni siquiera podría aportar elementos suficientes para enaltecer la aporreada imagen del mandatario norteamericano, en un período en el que tanto las torpezas de su política interna como sus deficiencias en las relaciones internacionales lo alejan de los ideales forjados por los “padres fundadores”.
Sin lugar a dudas, constituye un enorme despilfarro del capital político que alguna vez haya poseído Luis Almagro el exhibirse como punta de lanza de un discurso retardatario y guerrerista que poco o nada le aporta a la recuperación del sentido solidario que llevó a la conformación de la OEA, así este se haya ido diluyendo en omisiones o en apoyos velados a las políticas e intereses del mayor aportante al presupuesto de la entidad.
Por último, lo que sí resulta incomprensible es la actitud timorata del gobierno colombiano que, con cierta actitud biconceptual, se deslinda del Grupo de Lima y esgrime argumentos falaces para negarse a firmar el comunicado de rechazo a la desafortunada declaración de Almagro. Tal vez, hilando fino, se podría conjeturar que con la presencia de un embajador como Alejandro Ordóñez, tan proclive a las posiciones de la extrema tradicionalidad (por no decir, derecha), se está apoyando el desfasado discurso colonial del secretario de una instancia que ha perdido no solo presencia simbólica sino injerencia real en la política regional. Y ese sí debería ser un tema de enorme preocupación para la democracia latinoamericana.