Martha Chilatra tiene 38 años de edad, cuatro hijos, tres varones de 22, 20 y 16, y una niña de 11 años, Nikol. Viven en una casa estrecha en Candelaria La Nueva –un barrio de Ciudad Bolívar, al sur de Bogotá– que les dejó su madre y abuela luego de que perdieron la suya, hipotecada por el banco. El pasado 30 de junio Martha y la niña emprendieron el viaje. Después de resolver durante meses los trámites requeridos para conseguir una visa a la China, tomaron un vuelo de más de treinta horas con ese destino para ir hasta donde está, encarcelado, hace más de cuatro años, Óscar Javier Hilarión Díaz, el padre, el esposo. Les permitieron verlo, encadenado, por una vez durante 20 minutos.
Martha debió primero conseguir el permiso de su esposo, reo en la prisión Guangzhou, al sur de la República Popular China, que autorizara el viaje de Nikol. El consulado le colaboró. El trámite tomó varios meses. No solo porque el papel con la firma original de Óscar debía cruzar varios continentes hasta llegar a manos de su esposa, sino porque los agentes consulares colombianos visitan –por sus ocupaciones– si acaso una vez cada tres meses a los connacionales detenidos. En toda China hay 144 colombianos presos y en la provincia de Guangzhou están la mayoría: 88.
Otro nudo que le llevó meses de desatar fue el de la plata para el viaje. Una fortuna para Martha, cabeza de familia, y quien subsiste laborando como modista. Cada pasaje a China, ida y vuelta, le costó 5 millones 95 mil pesos. A un agresivo plan de ahorro extremo de años, se sumó una ‘vaca’ familiar al debe. “Con créditos, unos una plata, otros otra, así pudimos venir. Nos prestaron la plata para las visas y para todo lo que necesitamos. Y acá nos han colaborado varias personas”, dice Martha, desde el sur de China, adonde por estos días hace calor sobre los 35 grados centígrados.
Martha y Nikol tomaron el vuelo desde el aeropuerto El Dorado de Bogotá y cumplieron un itinerario que las llevó, de paso, por París, Wuhan y, finalmente, Guangzhou. Ninguna habla inglés ni mucho menos chino cantonés, así que hicieron tránsito entre los aeropuertos a punta de señas y gestos, del mismo modo que se han defendido durante más de dos meses de permanencia en China.
Tan pronto llegaron se encontraron con una colombiana que lleva un par de años en el lugar, y quien les ayuda con cuanta cosa necesitan. Consiguieron una habitación en una espigada torre de apartamentos minimalistas, el que tomaron consta de dos habitaciones y la asiática que vive ahí arrendada les subarrendó una de las alcobas. Durante las primeras semanas Martha y su hija estuvieron visitando el consulado de Colombia y otras oficinas para tramitar la visita al Centro de Detención Temporal Número 3, adonde –a pesar del su nombre– ha permanecido desde que fue capturado Óscar Hilarión, pisoteado por todo tipo de abusos como el que no se le haya permitido ni hacer una llamada a su familia. Ni una, en más de cuatro años y cuatro meses de detención.
En esa cárcel malvive. Por no ser reo sentenciado y además ser extranjero el sistema carcelario chino no le provee nada. Cada mes, Martha, debe hacerle llegar 600 yuanes, que vienen siendo 220 mil pesos. Con eso Óscar compra algo de leche en polvo y pasta para alimentarse, y una barra de jabón para asease. El dinero llega gracias a los oficios del consulado y a la colaboración voluntaria de una nacional radicada Guangzhou, a través de ella todas las familias colombianas con detenidos allí canalizan el auxilio económico, cartas y mensajes.
En el sitio de reclusión los detenidos, mientras no estén condenados no pueden trabajar, pero deben conseguir alimento, ropa y espacio para dormir, y soportar todo tipo de maltratos empezando por los gritos de los guardianes porque a estos no les gustan los extranjeros. El idioma adentro es, principalmente, chino cantonés y, eventualmente, inglés. No dominarlos agrava peligrosamente la situación. Enfermarse tampoco es nada conveniente. Óscar ha estado hospitalizado en varias oportunidades por periodos de meses, tiene problemas en los riñones y lumbares. En sus cartas cuenta que el centro médico es asquiento, la atención próxima a la tortura. “Cuando uno se enferma lo único que le dan son pastas o una inyección. El hospital parece más una cochera que un hospital de verdad”. Dice que los encadenan a las camas durante todo el tiempo en que están allí, y ni siquiera el agente consular logra obtener información de los presos enfermos.
Martha recuerda con horror el día más espantoso de su vida. El día de la noticia, la que la tiene tocando puertas, suplicando algo de justicia. Vivían con su familia en una casa que aspiraba terminar de pagarle al banco algún día. Óscar, su esposo, tenía un taxi y trabajaba con dedicación para mantener a la familia. Un día desapareció. Pasaron dos semanas sin noticias hasta que llegó la llamada desde el consulado de Colombia en la provincia China de Cantón. La funcionaria se identificó y le dijo que su esposo había sido detenido y que estaba en allí en muy malas condiciones: abatido por entero moralmente. “Fue algo muy terrible”, dice. Óscar fue capturado introduciendo droga a la China y desde el primer momento aceptó su responsabilidad.
Desde entonces Martha empezó un viacrucis que comparte con un centenar y medio de familias colombianas. Tener a un familiar preso en la China significa tener la mente invadida de angustia por los tratos crueles por los que pasan, la incomunicación y la incertidumbre de no saber nada, no saber si lo que vendrá será una sentencia de muerte, una cadena perpetua o décadas de prisión. Los reos extranjeros no saben cuál de esos caminos se les impondrá. Ni siquiera saben cuándo ocurrirá.
Al año de que su esposo cayó preso del sistema judicial chino, Martha se encontró con Diana Pérez, una pereirana cuyo padre es convicto en una cárcel de Shanghái desde hace tres años y medio con condena de pena de muerte. Ambas crearon el movimiento Sí a la Repatriación de colombianos presos en China con el que han logrado visibilizar el problema y llamar la atención de algunos Congresistas, y de la Cancillería para buscar una solución con las autoridades chinas. Un resultado concreto fue la repatriación “humanitaria” de Harold Carrillo, el taxista caleño que estaba condenado en China a pena de muerte y quien además sufre una grave enfermedad incurable. En noviembre de 2015 Carillo regresó a Cali, quedando disposición del Inpec.
El pasado 15 de julio, Martha y Nikol, se levantaron temprano para ir al encuentro con Óscar. Salieron del apartamento y tomaron el metro que les llevó hasta una zona próxima al Centro de Detención Temporal Número 3, la última parte del trayecto lo hicieron en bus. Cuarenta minutos les tomó recorrer todo el camino que ya tenían bien estudiado. Puntualmente –a las 10 a.m.– se encontraron afuera del centro con la Cónsul colombiana Juliana Ortega y un traductor. Presentaron sus pasaportes y luego del respectivo registro de ingreso, todos fueron conducidos por agentes chinos. Superaron varias puertas y llegaron hasta una sala donde había un sofá y una mesa.
En el recinto estaban Martha, su hija, la cónsul con su traductor, y tres guardias chinos vestidos de civil. Aguardaron un momento y, cuando una puerta se abrió, empezaron a correr los 20 minutos de la visita. Fue entonces que lo vieron. Era Óscar, aunque parecía más un náufrago: apenas una pantaloneta y una camiseta, en las muñecas unos ganchos metálicos de grueso calibre, evidentemente desproporcionados para él, que lucía más que delgado y tenía la cara oculta tras una barba desordenada. Había visto por última vez a su hija cuando era una bebé de 5 años. Al verla, ahora de 11, ambos estallaron en lágrimas pero no pudieron refugiarse en un abrazo, no sólo porque los ganchos metálicos lo impedían sino porque el régimen chino prohíbe que en las visitas haya demasiado acercamiento, caricias, besos. El contacto físico debe ser mínimo. Y cualquier infracción hace que la visita se cancele de inmediato, sin más. También es prohibido hablar del proceso judicial. Las guardias chinas que permanecen en el salón donde se da la visita hablan español y están ahí para constatar que nadie cometa infracciones.
Aun así, Martha dice que en lo que alcanzó a hablar con su esposo durante la visita este le suplicó averiguar por el estado de su proceso. Durante los más de cuatro años en prisión Óscar ha permanecido casi todo el tiempo sentado, acuclillado, esperando. Su única actividad es leer para soportar la soledad y el encierro. Hablaron de lo esencial: sus otros tres hijos, la familia, la escuela...
Al pasar los primeros 10 minutos de la visita las autoridades les anuncian que les quedan los 10 finales. Martha, también en shock, le dijo a Óscar que se cuidara, que no desfalleciera “Lo vi tan diferente, no quiero decir cosas que sospecho. Me gustaría lograr que lo atienda un psicólogo. Está desanimado, como sin ganas de vivir, triste, ya sin fuerzas para seguir”. La despedida fue otra desgarradora escena de lágrimas, impotencia y humillación. Ellas dos vieron como se lo llevaban por la misma puerta que ingresó 20 minutos antes y a los tres los embargó la desolación y el miedo de estar frente a la posibilidad de que esa hubiese sido la última vez que se vieran.
Martha y Nikol salieron del lugar y deshicieron, nuevamente en bus y metro, los 40 minutos de camino hasta el lugar donde se alojan. La tristeza las silenció. Regresaron a la habitación y, junto a sus maletas, royeron largas horas de melancolía. Martha tocó de nuevo puertas tratando de lograr una excepción de las autoridades chinas para que le permitieran una segunda visita. Había atravesado el mundo para estar allí. Solicitó citas con las autoridades para suplicar el psicólogo que le ayude a Oscar en los días por venir. “Solamente quiero poder hablar con el abogado y el juez que lleva su caso para ver qué tiempo puede estar aquí… ya van casi cinco años y no pasado nada, nadie dice nada”. Nadie le ha respondido. Ni siquiera la han escuchado.
Esta es la más reciente carta de Óscar Hilarión desde la prisión china: