Después de cincuenta años de guerra es apenas lógico que cualquier país quede resquebrajado en su economía, deshilachado en su tejido social, con el corazón sangrando y el alma desolada. Obvio que un diagnóstico de esta naturaleza requiere de una profunda y prolongada intervención integral como solución. Así como Europa en su momento necesito un Plan Marshall para recuperarse de los estragos que le dejaron dos guerras mundiales, Colombia urge de un gigantesco esfuerzo liderado por su sociedad civil y apoyado decididamente por la comunidad internacional como condición sine qua non para arrebatarle a la barbarie su futuro como nación.
Pero ese gran plan para la restauración del país no solo puede pensarse como intervención en términos económicos, tal como deficientemente lo están haciendo en La Habana. La guerra ha dejado heridas acumuladas en la historia, corazones que aún están sangrando, almas de seres humanos que necesitan restaurarse interiormente para poder retomar sus proyectos de vida truncados y servirle al país como tienen derecho y como algún día lo soñaron.
Desafortunadamente al tema de la restauración del alma deshecha por la guerra nadie le ha prestado ni le quiere prestar atención. Colombia, me decía recientemente una amiga parodiando al papa Francisco, es como un inmenso hospital de campaña donde hay millones y millones de enfermos de violencia que necesitan ingresar a cuidados intensivos para ser curados; pero ojo, antes de someterlos a cualquier cirugía, hay que calmarles el dolor que llevan en el alma, y eso solo es posible, lo repito y no me cansare de hacerlo, mediante la construcción de una ética del dolor y una cultura del perdón que nos permita reconciliarnos y avanzar hacia la verdadera paz desde la óptica de las víctimas.
Esta tarea es más urgente que cualquiera de los otros puntos de la agenda de La Habana. Alcanzar este propósito debería ser prioridad, y enfrenta su primera dificultad en la soberbia de los victimarios, en Colombia los verdugos nunca han dicho la verdad ni le han pedido perdón a nadie, y al parecer tampoco les interesa hacerlo; a las víctimas se les revictimiza negándoles sus derechos a los reclamos de verdad, justicia y reparación integral. En nombre de ellas se negocia, se hacen planes y programas, se contrata y se contrata, se gastan con muy poca coordinación millones y millones de dólares en por lo menos 13 instituciones del Estado (varios ministerios, organismos de control, operadores de justicia, y entidades territoriales) y al final de cuentas el balance es tan noble en sus intenciones como precario en sus resultados. El papel y las estadísticas pueden con todo, pero la mayoría de las víctimas continúan tan pobres y excluidas como antes de la intervención estatal, y algunas de ellas, como los desplazados, no verán jamás esa ayuda porque sencillamente la Ley de Víctimas tal como está financiada no tiene ni tendrá los recursos suficientes para repararlas, ni siquiera acabando la guerra y creciendo en promedio 5 puntos del PIB en 20 años.
Otra dificultad que se avizora es que el establecimiento y los grupos armados ilegales en Colombia llegaron a odiarse tanto, que terminaron pareciéndose en sus métodos y hasta en sus discursos y propósitos. Hoy están sentados Gobierno y Farc reconociéndose mutuamente, muy a pesar de ellos mismos, como los mayores responsables de crímenes de Estado, de guerra, y de lesa humanidad que no pueden quedar impunes según lo establecen los tratados internacionales que el propio Estado colombiano suscribió, que está obligado a cumplir, y en virtud de esa misma razón están unidos buscando esguinces jurídicos que les permitan suspender penas y dejar en la impunidad semejantes delitos bajo el prurito de la justicia transicional.
Imagínense el tamaño del contrasentido, el Tratado de Roma que es reconocido en el mundo entero como uno de los grandes avances jurídicos de la posmodernidad ya no le sirve a algunos prestigiosos juristas colombianos que hasta hace poco lo defendían (para ellos tan doctos y creativos, la verdad no existe y todo argumento sirve para demostrar una cosa o para demostrar lo contrario) por eso están desarrollando teorías tan novedosas como peligrosas que evidencian la fragilidad de la política criminal del Estado colombiano, capaz de poner preso por años a ciudadanos inocentes, o a quien se roba un caldo magui, mientras construyen impunidad para criminales de guerra. Quizá encuentren la fórmula, pero ello por sí solo no los exime ante Dios, ante la historia y ante sus víctimas, de su condición de criminales; delitos atroces como los falsos positivos, como el genocidio de la Unión Patriótica, o como las masacres de Bojayá, Urrao o la de los diputados del Valle no se borrarán jamás de la memoria de los colombianos. Y al paso que vamos, es altamente probable que más temprano que tarde esos expedientes encuentren un lugar en los escritorios de la Corte de Roma.