Algunas notas sobre el paro

Algunas notas sobre el paro

Mi único interés aquí, sin mayores pretensiones, es aportar un grano de arena a la necesaria reflexión, pues el paro es, también, una herramienta de construcción de verdad"

Por: Giovanny Oliveros P.
junio 23, 2021
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Algunas notas sobre el paro
Foto: Las2orillas / Leonel Cordero

“Nosotros no iniciamos el fuego No lo encendimos, pero intentamos combatirlo” (Billy Joel).

“Cómo bailar si nuestra tierra está girando. Cómo dormir mientras las camas están ardiendo” (Midnight Oil).

En su Ensayo sobre la lucidez, Saramago nos muestra cómo todo un pueblo opta por expresarse en las urnas a través del voto en blanco. El gobierno, desconcertado —vaya descaro—, se hace preguntas solo sobre el conteo. Mientras convoca a un nuevo escrutinio, intenta determinar quién está liderando tal movimiento. No lo encuentra, en realidad, y solo se basa en sospechas para determinar una cabeza de turco, alguien que representa una explicación, pues no se concibe que las personas, en su autonomía e independencia, puedan manifestar inconformidad contra todos los abusos y errores de sus gobernantes.

Aunque empezamos hablando de “ficción”, se trata de una muestra más del poco respeto que se le puede tener al pueblo.

Otro ejemplo es cuando se atreven a exigir a los manifestantes que suspendan sus acciones de protesta para poder sentarse a dialogar. Una vez hecho esto, se comienza a tejer la telaraña de aplazamientos, incumplimientos, discusiones semánticas, etcétera. Es importante tener en cuenta que siempre es “el momento de reunir el valor para pensar; no después, cuando las cosas se calmen, tal como intentan convencernos de que hagamos los que postulan una sabiduría de pacotilla. Lo difícil es combatir el apasionamiento del momento con el acto de pensar. Pensar en la frialdad del momento posterior no genera una verdad más equilibrada: más bien normaliza la situación y nos permite eludir el reto de la verdad” (Slavoj Zizek, El coraje de la desesperanza). Es necesario incomodar para que todas las miradas y sentimientos apunten a algo, para que se note de verdad, para que todos se descubran parte, vayan superando la indiferencia y quieran contribuir. ¿O es que acaso, al margen de todo, “el show debe continuar”?

Al reto señalado por Zizek no ayudan mucho los medios masivos de comunicación: como si faltaran muestras de irrespeto: tratando de orientar la opinión pública hacia el rechazo a la protesta, enfocándose en los disturbios, los retrasos y subidas de precio por los bloqueos; vidrios rotos, paredes rayadas, en fin ―y claro que todo ello es un problema, pero jamás es tan simple: sobre las marchas pacíficas, por ejemplo, solo puede haber luz; pero sobre el vandalismo todo es humo y niebla: entre otras cosas, ¿cuánto de los destrozos ha sido causado por los policías infiltrados?―. Ni hablar de las estatuas que debieron tumbarse hace mucho —tuvieron que venir los Misak a mostrarnos que se puede desafiar un pasado de opresión y su significado en el presente—.

Se da una importancia mínima —o menos— a los problemas que han llevado al estallido social, a la evolución de los mismos y cómo se conjugan en el diálogo que deriva en el paro; por otro lado, se ofrecen estadísticas que no dan cuenta de la realidad: no se mencionan todos los conductores que, al pasar junto a los marchantes, les pitan como una forma de acompañarles, algunos unos segundos, otros durante minutos o incluso kilómetros, yendo un poco más lento; tampoco se hace referencia a tantos balcones o ventanas en lugares cuyos habitantes quizá no salen por miedo u otras razones, pero extienden allí la bandera de Colombia —al revés o al derecho―; también aquellos que se han visto afectados por los bloqueos, caminan y están agotados, pero al ser preguntados manifiestan su comprensión y apoyo, la necesidad de alzar la voz; los “amigos mirones” que acompañan un rato aunque no parezcan hacer parte del gran río humano; la inundación en redes sociales ―aunque algún dizque “profesor”, metido en su burbuja, como pasó en el Rosario, pida que se retire una foto de perfil que lamentaba la masacre al pueblo―. Sin mencionar los diversos ecos amigos en el exterior ―aunque a algunos, como le pasó a Residente, una de nuestras joyas periodísticas le exija silencio―. En fin. Lo peor: terminan dividiendo el país entre un simple “quienes marchan y quienes no lo hacen”, pero ojo: el silencio nunca otorga.

Y esta espiral de desinformación se ve reflejada en la cotidianidad: en un bus, por ejemplo, cierto personaje le dice a otro: “esos indígenas siempre jodiendo por mari**das, ahora se vinieron para acá”. En otro, una señora, al ver que, en el puente peatonal de Santa Librada, Usme, un grupo de jóvenes está bloqueando el paso, le dice a su hijo: “ahí quedaron bien parados; ojalá cayera una granizada bien dura a ver si los saca corriendo”. Tal vez ninguno de ellos tiene idea de lo que significa, en este caso, “bien parados”. También recuerdo una señora, en cierta esquina junto al Archivo Nacional, que no veía con buenos ojos a un grupo pintando en la vía “No más historia escrita con sangre”; decía que en vez de eso deberían limpiar la calle —creo que ni siquiera se detuvo a pensar en la profundidad de la frase, además del impacto estético que implica—.

Vale, no marche, ¿pero cuánto cuesta un poco de respeto hacia quien sí lo hace?

Así, el paro debería verse, entre otras cosas, como la oportunidad de fortalecer una ética en que la alteridad, empatía y fraternidad puedan conjugarse. El problema es también de incapacidad para entender los problemas lejanos: pensar que nuestro microcosmos es el modelo real y lo demás son variaciones desconectadas... ¿una especie de egocentrismo medieval? Las mismas personas de clase media que parecen perdidas de la historia y creen que solo con que ellos estén bien significa que así es todo.

Es también contra la doble moral... pero ya hablaremos de eso.

Quien marcha merece respeto, no solo por su osadía y berraquera —algunos grupos pequeños se atreven a detener el tráfico—. Los héroes ―estos sí― que resisten hasta la lluvia por continuar su protesta pacífica, que pueden estar varios días seguidos frente al Congreso, arengando. Aunque saben que no están solos: se conectan en espíritu con otros grupos en muchos rincones de la ciudad: esta descentralización ha hecho que se identifiquen mejor fuerzas sociales in situ, en los corazones mismos de los territorios donde se sufre aquello por lo que se protesta.

Nota. Podrá parecer un chiste, pero las marchas, al menos en cierto modo, favorecen la economía: nos acompaña el vendedor de bebidas, de sorbete de guanábana, los de sombrillas e impermeables, pitos, vuvuzelas, y hasta tapabocas.

¿Algo que agradecer?

“...la historia del éxito del país está construida sobre las arenas movedizas de las mentiras y las verdades a medias. Llegar al fondo de todo esto requiere que los colombianos comiencen a tejer un nuevo entendimiento de sí mismos, de su sociedad y de sus líderes (...) la clase política que gobierna el país desde la montañosa capital de Bogotá consiste en su mayoría de una élite citadina que, en muchos casos, ha construido grandes fortunas como terratenientes y empresarios, y ha mostrado históricamente muy poco interés por las difíciles situaciones de los pequeños dueños de la tierra, los campesinos y los trabajadores, o en las varias poblaciones indígenas y afrocolombianas del país (...) Y aunque las cosas parecieran normales en la superficie en muchas de estas regiones ―el gobierno local y los negocios seguían activos y la gente parecía llevar a cabo sus actividades diarias como era habitual― los residentes sabían que no debían enfurecer a los paramilitares o a los terratenientes, a los empresarios o a los oficiales que estaban cerca de ellos” (María McFarland Sánchez-Moreno, Aquí no ha habido muertos).

Entre estas tensiones, algunos líderes y empresarios exigen que los colombianos no seamos “atenidos” (véase “Martuchis y los ladrones que juzgan por sus orejas”) y más bien agradecidos, pues la mayoría tiene oportunidades de empleo, vivienda, educación, bla bla bla. Claro, vale, pero dicho discurso tiene cierto sabor al de los amos que reprochaban a sus esclavos por darles comida y hospedaje (aun hay personas, en Estados Unidos, por ejemplo, que usan dicho argumento a favor de ese antiguo sistema, y agregan que tal edificó la economía y la grandeza del sur. Algo así).

No es una cuestión de gratitud o ingratitud. Es que pretenden convencernos de que “podría ser peor”. ¡Ah, país del demasiado Sagrado Corazón!

Una de las palabras clave es: dignidad.

Entonces, el que se queja es un mal elemento, alguien que podría complicar las cosas. Por eso aparece “la gente de bien”, refuerzo de la policía, y pasa directamente de las amenazas al plomo (véase más en el próximo capítulo de “Polombia: la doble moral de la paloma”).

Ahora, si por ejemplo llega una señora (digamos que tiene un nombre común, María, y un apellido del que se sale a menudo, Chiros, que en Parauribiano se podría traducir Cabal) y nos grita “¡Estudien, vagos!” Uno quisiera responderle bueno, gracias, ya vamos... solo díganos cómo.

Igual esa señora se perdería. Así son ellos, los políticos que no tienen ni idea de economía familiar, pero dictan las leyes que la determinan (recuerdo a Dickens y su “almacén de antigüedades”). Todos estos gobernantes ―idiota está en el diccionario― deberían reconocer que sus intereses particulares y los de sus conexiones directas y patrocinadores pueden estar cayendo en saco roto: si, por ejemplo, negocian con los recursos naturales, ¿en qué mundo vivirán ellos mismos?

Invitación: revisar las etimologías de maestro y de ministro. ¡Ay, los servidores!

“¿Quién vigila a los vigilantes?” Y otros cuentos sobre la doble moral

No se puede justificar que la policía aterrice un helicóptero en un colegio... así empezamos a justificar “cositas”.

Si se supone que la policía está para proteger los derechos de quienes marchan en paz, ¿dónde estaban cuando mataron a Lucas Villa? Tal vez “encargándose” de otro.

¿Dylan se le atravesó al proyectil? ¿Y Jaime Fandiño al cartucho de lacrimógeno?

¿Los 6402 —y contando— podrían haber estado “recogiendo café”?

¿Se necesitaban cuatro agentes entrenados para llevar a Alison a la estación de policía?

¿Qué más crímenes tenía el mayor Molano ―vaya coincidencia― en su haber antes de asesinar a Santiago Murillo?

Aquí es fácil formar ejércitos: basta con que un líder político o un periodista lo bastante influyente haga insinuaciones paramilitares o señale una cabeza de turco para que miles de idiotas útiles —oficiales, sicarios de la fuerza pública; extraoficiales o civiles con camisetas blancas, de los buenos que “son más”— se dejen convocar al incendio; después los primeros saldrán a decir que nunca ordenaron nada. Fácil.

Quienes tienen abandonada a la fuerza pública son los propios gobernantes. Se atreven a decir siempre que los excesos son solo individuales. Si fuera cierto, ¿por qué parecen ser la regla y no la excepción? ¿Es acaso un asunto de perspectiva? ¿Los “buenos policías” nunca se ven?

Pero cuando a un compatriota ―científico, artista, deportista―, uno de esos que tuvo que salir para triunfar, o que nos representa como país a pesar del poco apoyo recibido aquí ―medallistas, por ejemplo, que viven de forma muy precaria en sus respectivos municipios―; cuando a uno de ellos le va bien en el exterior, ahí sí somos todos. Si va a jugar la selección Colombia, todos hemos de apoyarla, pero no debemos porque ponernos de acuerdo en lo realmente trascendental, al menos en la apertura para debatirlo.

Y un montón de quejas por el desabastecimiento... ¿este será tan grave y de décadas como el sufrido en Guajira, Chocó y otras poblaciones? Ni idea: eso es lo peor, no tener la menor idea.

En algún artículo de RCN en internet, se lee que los niños no deberían acompañar las marchas, sino que deberían estar “jugando y disfrutando de su niñez”. Primero: es bueno que la infancia haga parte de manifestaciones pacíficas, en las cuales aprenda de democracia y tome conciencia de sus derechos. Precisamente se marcha también para que ellos puedan lograr dichas calidades. Segundo: ¿es más grave estar compartiendo el ejercicio de movilización que el hecho tangible y excesivo de tantos niños mendigando y muriendo de hambre o desnutrición?

Otra palabra clave, articuladora —y desarticuladora—: corrupción

Alegamos por tanto de ella, pero decimos “tan feo tanto bloqueo”. Como si no pudiéramos unir los puntos.

¿Me pregunto qué piensa de esto esa mayoría conocida como “los buenos”? Siento compasión por ellos: tantos murales que no han podido tapar en su ejercicio alegórico de la represión —aunque creo que no se han dado cuenta de que es tal—; tantos maleantes y vándalos con cantos y tambores en la calle, y tan pocas pistolas... ¿por qué a ellos sí se les puede matar, cierto? Es como aquellos 6402 —y contando—, que duelen muy poco porque eran “don nadies” y seguramente “no estaban recogiendo café”.

Si comprendieran que ellos son parte vital de su estilo de vida: campesinos, obreros, profesores, carpinteros, transportadores, todos... a todos los necesitamos.

Pero la doble moral es miope —estupidez también está en la RAE—.

¡Resistencia, carajo!

Como nos recuerda Juan Cárdenas en su “Elástico de sombra”, haciendo homenaje a Francia Márquez, a la minga indígena y a tantos otros saberes, luchas y caminos:

“El pueblo no se rinde, carajo.

La gente se respeta, carajo”.

Otra nota: no soy líder de grupo alguno del paro; he podido participar en algunas ―no las suficientes― marchas y plantones, azotado una cacerola en su momento y hecho sonar un pequeño pito; también me he visto afectado, así como familiares y amigos, por bloqueos y disturbios. Digo esto para resaltar que mi único interés aquí, sin mayores pretensiones, es aportar un grano de arena a la necesaria reflexión, pues el paro es, también, una herramienta de construcción de verdad.

“En el podio de Dubai, en noviembre de 2011, Velásquez leyó un pasaje de Cien años de soledad del novelista colombiano Gabriel García Márquez. En él describía los esfuerzos del personaje José Arcadio Segundo por decirle a sus incrédulos vecinos acerca de una masacre que acababa de presenciar, en la que miles fueron asesinados. Velásquez hizo una pausa. Había conocido a muchos José Arcadio Segundo en Colombia, dijo, pero quería mencionar solo a uno: Jesús María Valle, quien denunció la verdad y por eso pagó con su vida. “A José Arcadio Segundo no le hemos creído”, continuó Velásquez: “Jamás le creímos, tal vez porque la sangre que los asesinos derramaban en las noches era limpiada en las madrugadas y los cadáveres arrojados al río o sepultados clandestinamente”. Velásquez dijo que al darle ese premio, la Asociación Internacional de Abogados reconocía a todos los José Arcadio Segundos que luchaban por la verdad, aquellos que “como decía el poeta de la fraternidad, Jorge Zalamea, aún tienen el guijarro de un por qué en sus gargantas. ¡Las víctimas tienen derecho a una respuesta!” (María McFarland Sánchez-Moreno, Aquí no ha habido muertos).

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