Algunas consideraciones sobre la Ley 1448

Algunas consideraciones sobre la Ley 1448

Un acercamiento sociológico a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras

Por: Marcelo Acosta
mayo 07, 2015
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Algunas consideraciones sobre la Ley 1448

Desde hace más de medio siglo Colombia es un teatro de confrontación sobre el que se desarrolla un crítico, profundo y sostenido conflicto armado interno. Pese a que siempre se ha caracterizado por irradiar una baja intensidad militar, propia de lo que algunos llaman “guerra irregular”, este conflicto nunca ha dejado de ofrecerle a los registros estadísticos locales e internacionales los ya acostumbrados sucesos bélicos, reproducidos casi a diario, que hoy sitúan al país dentro del conjunto de naciones que por cuenta de tales sucesos presentan elevados índices de población forzadamente desplazada, índices que se alzan como los reflejos matemáticos de una preocupante realidad que más afecta a la sociedad civil que a los distintos actores en contienda.

Situándose a la cabecera de los escalafones mundiales, y compitiendo por sus primeros puestos al lado de países como Afganistán, Irak, Sri Lanka, Sudán y Angola, Colombia cuenta, según las cifras no oficiales elaboradas por la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (CODHES), con cerca de 7 millones de personas que se encuentran en situación de desplazamiento forzado. La gran mayoría de ellas hacen parte de hogares campesinos que, hasta antes de su desplazamiento, habitaban en zonas de vocación rural, una circunstancia que guarda una íntima y estrecha relación con el hecho de que el conflicto armado colombiano ha tenido a aquellas zonas como su escenario clásico de desenvolvimiento, de donde ha resultado, como consecuencia lógica, que las capas rurícolas del país sean las primeras en sufrir los rigores que impone la guerra.

Miles de campesinos, a fin de conservar sus vidas, no han tenido más ocasión que ser partícipes de procesos de migración territorial en los que el campo, el epicentro histórico de las confrontaciones armadas, se ha erigido como un lugar permanente de expulsión, en tanto que las ciudades, cuando no se trata de desplazamientos interveredales, se han constituido en lugares de llegada a los cuales las personas y familias desarraigadas por la violencia armada arriban con mayor frecuencia.

Muchas son las repercusiones estructurales que se producen en razón de esos procesos migratorios. En conjunto, todas ellas confluyen en el desencadenamiento de dinámicas de recomposición sociodemográfica, que se traducen, por un lado, en la disminución de los habitantes rurales y en el consiguiente aumento de los habitantes urbanos, y, paralelamente, en la conversión forzada del sujeto rural en sujeto citadino, siendo esta una conversión que siempre se halla acompañada por la descomposición del modus vivendi original de las personas que en calidad de desplazadas se dirigen hacia las urbes, lo cual se entiende a cabalidad si se tiene en cuenta que el arribo a las ciudades por desarraigo forzado no se produce sin que antes el desplazado haya abandonado todos o casi todos los medios de progreso y de subsistencia que tiempo atrás poseía.

Por esto, a su ingreso el desplazado termina integrándose por los niveles más bajos y de mayor miseria de las ciudades, en las que tienden a extenderse así sus índices de pobreza y de necesidades básicas insatisfechas.

De este modo, como un efecto derivado del desplazamiento forzado, la pauperización a la que se ve abocada la población que soporta tal problemática genera en ella una situación de precariedad y de extrema vulnerabilidad. Esto no puede obviarse de ninguna manera, ya que cerca del 95% de las familias campesinas que debieron abandonar sus residencias habituales se encuentra por debajo de la línea de pobreza, sobrellevando las más de las veces las privaciones, penurias y carencias propias de la indigencia. Debido a ello, el desplazado advierte cómo en su vida se interrumpe la realización de sus más elementales derechos, a falta de los cuales le es imposible acceder a las condiciones materiales mínimas en las que se sustenta una existencia digna, libre de flagelos y carestías.

Vislumbrado desde esta perspectiva, el fenómeno del desplazamiento forzado no puede entenderse más que como un delicado trauma social que inexorablemente reduce al desplazado a la condición de víctima, condición que si bien se hace más visible cuando se arriba a algún lugar de llegada, es ésa una condición que surge no después del desplazamiento sino con anterioridad a él, es decir, cuando los hechos que motivan la movilización forzada tienen lugar. En otras palabras, quiere esto decir que el campo, antes que la ciudad, es el primer escenario que registra la victimización del desplazado, un proceso que, por lo demás, para muchos hogares campesinos colombianos ha traído consigo el indeseable abandono del que es su sitio natural de acción: la tierra.

Al igual que el conflicto armado y como secuela de él, el destierro es en Colombia una problemática históricamente arraigada. Desde un pasado remoto se ha prolongado hasta el presente con visos de ininterrupción, arrojando en la actualidad, según la Mesa Nacional de Víctimas, una cifra de 5,5 millones de hectáreas abandonadas. Este es un hecho que ha dado lugar a que muchos de los territorios despejados por la violencia caigan en manos de terceros, quienes, por vía judicial, han procedido a autoadjudicarse los títulos de propiedad y posesión de los lugares que ocupan. En muchas ocasiones, tal adjudicación ha tenido por finalidad la pretensión de desarrollar proyectos productivos de gran envergadura, cuyos promotores culminan violando los derechos de tenencia territorial que al campesino desplazado le corresponden.

Evidentemente, radica aquí una manifestación emblemática de la denominada cuestión agraria colombiana, y, como tal, debe ser concebida como un factor que incide en la alta concentración de tierras rurales laborables. De estas, el 60% o más son propiedad privada del 0,4% de la población nacional, en contraste con el 2% de territorios pertenecientes a la población restante, cifras que en un futuro no muy lejano habrán de agudizarse de no ser que el conflicto interno que se libra en el país halle término definitivo, toda vez que en él se encuentra la causa detonante primaria a la que el desplazamiento forzado y la usurpación territorial posterior le siguen como repercusiones ineludibles.

Estas y otras circunstancias más fueron las que obligaron a la administración del presidente Juan Manuel Santos a reconocer pública y oficialmente el hecho de que en Colombia tiene lugar un serio conflicto armado interno.

Contraevidente hubiese resultado la afirmación contraria, así como contraevidente y falta a la verdad hubiese sido ignorar que el país figura dentro de aquellos en los que el conflicto degenera en una gravísima crisis humanitaria, evidenciada en una verdadera tragedia social que tiene a los sectores no combatientes de la sociedad como sus principales protagonistas.

Sobre la base de esta realidad, el Gobierno Nacional colombiano —en cabeza de la Presidencia y de los ministerios del Interior y de Justicia y de Agricultura y Desarrollo Rural— mediante el acto legislativo número 1448 de 2011 creó la llamada Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, la cual se halla inspirada en los principios que la figura procesal de la justicia transicional consagra. Estos principios tienen por finalidad contribuir a la terminación del conflicto social y armado interno, atendiendo para ello sus más complejas repercusiones, enfocándose en este caso en el retorno hacia aquellos lugares que los colombianos desplazados alguna vez abandonaron.

Tenida por el Gobierno Nacional como expresión de un gran avance jurídico que se ha propuesto solucionar la situación en la que se hallan las víctimas del país, la 1448, en relación con su objeto, no es en realidad una construcción legislativa novedosa, ya que el país, en 1997, contaba con la Ley 387, una herramienta que en su momento de emisión le permitiría al Estado colombiano afrontar la problemática del desarraigo forzado en sus diversas dimensiones. Las medidas a adoptar vendrían a estar capitalizadas por la prevención del desplazamiento, seguida de la asistencia humanitaria de emergencia brindada a las personas que ya habían padecido el fenómeno, medidas que finalmente culminarían en el restablecimiento de dichas personas, es decir, en la vuelta a los predios de donde hubieron de partir.

Al analizar su articulado se advierte con facilidad que la última de estas medidas, con exclusión de las dos anteriores, ha reaparecido en la Ley 1448. Ante todo, tal reaparecimiento sugiere la tesis según la cual la política pública nacional, asociada al desplazamiento violento, no ha dejado de estar influida por la intención de que los desplazados de Colombia retornen a sus lugares de origen, un objetivo que la Ley 387 le ha legado a la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras.

Por tanto, detrás de la distancia de tiempo que media entre una y otra ley no puede hallarse un proceso de reingeniería sino de continuidad, sustentado en un ideario que no ha podido materializarse de forma universal, debido a que el conflicto armado, la principal razón de ser del desplazamiento, le sigue negando a miles de colombianos el derecho de regresar al territorio perdido.

Detrás de esa vicisitud se encuentra la primera de las críticas que la Ley 1448 ha tenido que afrontar, crítica que, desde una lógica de causa-efecto, señala que sus pretensiones decaen en el ámbito de lo simbólico, en razón de que la prometida restitución de tierras, en el marco de un conflicto armado que aún no se ha resuelto, inevitablemente está acompañada de nuevos eventos de despojo, expulsión y desarraigo. Estos imposibilitan que las intenciones normativas consignadas en la Ley 1448 hallen en la realidad el correlato fáctico de su realización.

Gracias a esto, no extrañaría que en un futuro cercano la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras encuentre una objeción reglamentaria semejante a la Sentencia 025 de 2004, un instrumento que las altas cortes del país hubieron de imponerle a la Ley 387 en virtud de que adolecía de un “estado de cosas inconstitucional”, traducido en la incapacidad del gobierno para garantizar los derechos de la población desplazada. Por ello, es indispensable que las actuales negociaciones de paz adelantadas entre el gobierno y las FARC, así como aquellas que al parecer están a punto de iniciarse con el ELN, lleguen a buen puerto. Con esto se contribuye, vía acuerdos políticos, a desactivar una fábrica de víctimas que ha estado funcionando durante más de medio siglo.

Sociólogo. Universidad Nacional de Colombia.

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