Llevo días recordando el cuento de Gabo, sintiéndome en ese, mi pequeño pueblo Polombia y recordando la premonición de mi vecina Nanda.
Era el amanecer del 19 de julio cuando la vi pasar frente a mi casa, con el cuello corvo y una fría bruma sobre sus hombros. Supe inmediatamente que el tamaño de su preocupación era más grande que todas sus angustias vividas en la pandemia, y más honda que el abismo donde su partido había enterrado a nuestro pueblito.
Buenos días, vecina. No me contestó. ¿Todo bien? Me miró con rabia. Caminó tres pasos, se devolvió y con más rabia me contestó… ¿Cómo que bien? Si, como ya se lo dije al panadero y se lo repito a usted, en este pueblo va a pasar algo muy grave mañana. ¿Ustedes, pueblerinos, no se dan cuenta de que mañana los malos van a atacar a nuestros guachimanes y van a acabar de destruir lo que el anterior alcalde dejó casi destruido?
Sin despedirse, siguió su camino sin destino.
Preocupado me fui a la panadería con el pretexto de comprar parva para el desayuno, pero quise más que nada escuchar la ampliación del presentimiento de la Nanda. Todos sabemos que si no sabemos algo, en la panadería se puede averiguar, pues Ernesto, el panadero que compró su título porque nunca se pudo graduar, suelta la lengua con solo saludarlo.
¿Ya salieron los buñuelitos, Ernesto? Sí, me contestó. Y compré mucho pan, me dijo, pues mañana llegan los comunistas a volver caca este pueblo. Y siguió contándome que la gente buena ya estaba comprando provisiones y limpiando sus 25.000 armas porque ellos no se iban a dejar joder de esos vagos que no trabajan, y que muchos se iban a ir del pueblo. Me despedí rápido de él, pero se quedó hablando sin parar; se quedó con su mirada de loco preocupado.
Al volver a mi casa, mi esposa me contó que había llamado su amiga Paolita para advertirnos de la gravedad de la situación. Quería que supiéramos que la chusma pensaba tumbar al alcalde, pero que los buenos lo iban a defender, y habían mandado a traer guachimanes reforzados de esa población vecina que se llama La Nevera.
Me dirigí entonces a la tienda grande de la plaza para conseguir algo de comida. En el camino vi a un cantantucho que gritaba histérico “Ojo, Polombia, ojo todos, el comunismo nos va a volver caca el pueblo”. La tienda estaba llena de gente rara tratando de fiar, pues casi nadie tenía plata para comprar, todos llevaban más de un año sin plata para vivir. Ya estaba entrando cuando cerraron las rejas de la tienda. Me tocó devolverme con mi cara de pendejo frustrado y desubicado.
Llegué a casa con esa alergia nerviosa que me da cuando no sé qué es lo que está pasando; me senté en un butaco al lado de la ventana de la sala a ver pasar la gente, a observar su caminar cada vez más rápido, y sus ojos cada vez más brotados. Al atardecer ya no pasaba nadie, era como si todos se hubieran ido o escondido o, peor, como si hubieran muerto. Hasta la música murió esa noche.
Me acosté diciéndome que amanecerá y veremos, a disfrutar de mis pesadillas y a pelear con los zancudos, que al no encontrar gente en el pueblo se fueron todos para mi casa.
Y por fin amaneció. Y amaneció todo cerrado. Hasta el agua se fue del pueblo, pensé, aunque sabía que me la habían cortado. No puse la bandera porque me la vendieron mala, con el rojo para arriba.
Me volví a sentar en el butaco de la sala a ver pasar la soledad y a escuchar el único sonido en el aire (ese del gran desfile militar en La Nevera) que el infinito silencio del pueblo me permitió oír. Y así pasé toda la mañana, esperando que pasara lo tan grave que anunciaron la Nanda, Ernesto, Paolita y el cantantucho.
Casi dormido y aburrido de mirar la soledad y de esperar a que el día final pasara frente a mi ventana, me di cuenta de que lo único que iba a pasar era el hecho de que no iba a pasar nada. Otra vez me sentí pendejo, frustrado y desubicado. Es que un hombre como yo, maduro según mi mamá, no tenía por qué comerse un cuento de ese tamaño. Y en un instante de lucidez comprendí que las mamás también se equivocan; también mienten. Como me mintieron todos desde el día anterior. Como nos mintió el cacique de La Nevera ese mismo día.
Al mediodía mi mujer me llevó un almuerzo flojo que me puso en el piso, al lado del butaco. ¿Eso es todo, mija? ¿Qué más quiere, mijo, si no hay plata? Comí callado y no volví a preguntar bobadas.
En la tarde todo cambió. Poco a poco volvieron a pasar los que ayer pasaron, ya no con los ojos brotados; más bien con los ojos chiquitos, como avergonzados. No se vieron las anunciadas bandadas de malos. Ni los buenos que se fueron huyendo del holocausto regresaron. Tal vez la misma vergüenza les impidió volver.
Uno de mis vecinos que también se encerró me contó que cuando volvió al mundo, en la Nevera dizque había pasado igual. Me dijo que allá, en un barrio que llaman la Congresa, el cacique reunió a unos señores de corbata y les avisó que todo estaba bien, que podían seguir como si nada, y no escuchó a los que no eran amigos suyos porque estaba de afán por otra fiesta que tenía.
Y así llegó la noche, como si nada, y así siguió la vida, como si nada. Me acosté pensando que los malos no son tan malos y que los buenos no son tan buenos.