Antes de que la palabra y el concepto de performancia fuera una categoría distinguible en el campo del arte contemporáneo, Alfonso Suárez, un artista del Caribe nacido en una de esas viejas familias mompoxinas amantes de la música y el arte, recibía de familiares y vecinos desde la más temprana edad la terrible acusación aquella de que “era muy artista”. Y así, mientras su madre y sus tías tocaban en el piano, solas o a cuatro manos, las melodías populares y clásicas de la época, Alfonso intervenía el aire de un viejo ventilador Westinghouse con sus ruidos y su pequeña figura disfrazada para jugar con los efectos de su voz deformada por las vibraciones del aire bajo la luz mortecina de lo que era la electricidad de la época. Y así lo evoca el artista: “desde pequeño hice performance. Siempre estaba intentando inventar formas de expresarme que involucraran la música, la voz, el cuerpo, los disfraces y cualquier elemento escenográfico que tuviera a mi alcance en un contexto marcadamente femenino en el que destacaba la figura de una amiga de la familia llamada Alicia D’Filippo. Con ella teníamos la particularidad de comunicarnos siempre con un repertorio de silbidos aplicados a distintas situaciones y menesteres”.
Para Suárez esas experiencias representan algo muy importante porque toda su obra está nutrida e influenciada por el hecho personal, familiar y cultural de haber estado conectado con un espacio lleno de historia, de música y misterio como Santa Cruz de Mompox. Su ámbito religioso las marchas religiosas, los altares, los rituales del matrimonio que recrea en sus obras son cosas que navegan en la conciencia, en el inconsciente y en la memoria y que él va incorporando en su lenguaje de artista. Especialmente cuando fue consciente desde niño de la perturbadora belleza de su madre, a la que él considera como su verdadera primera experiencia estética.
Y recuerda su encuentro con Álvaro Herazo, uno de los primeros que practicó y conceptualizó sobre el performance en el Caribe colombiano, y desde luego el conocimiento a mediados de los 70 de lo que se llamó el Grupo 44, como Fernando Cepeda, Victor Sánchez Quevedo, Ida Esbra, Delfina Bernal, a un poeta como Miguel Falquez-Certain, a Eduardo Hernández y a Jaime Correa. Pero fue precisamente Álvaro el que trajo de Londres ideas y materiales sobre el performance, le presentó a personajes como Laurie Anderson y Joseph Buys y lo hizo conocer una obra italiana precisamente titulada El cuerpo como lenguaje, una historia del performance.
Y sucedió que El Centro Colombo Americano de Barranquilla organizó el Primer Salón de Arte Joven, y allí inscribió su primer trabajo. Y ganó. Era 1982.
Luego viene un trabajo que inicia en 1983 titulado simplemente Visiones, que era una serie de collages de su propia imagen de tono un poco funerario, las fotografió y las fotocopió y pegó en muchas paredes de la ciudad, y un día Luis Ernesto Arocha, el arquitecto y cineasta amigo de Cepeda Samudio, que había visto estas fotocopias en la calle, le preguntó que si estaba haciendo algún homenaje a José Gregorio Hernández, y esa asociación le sirve para darle forma al performance Visitas y Apariciones.
Luego de varias presentaciones de esa obra en muy diversos lugares del Caribe colombiano, la idea evoluciona e incorpora nuevos registros y diez años después, en 1993, participó y ganó en el Salón Regional en Barranquilla para luego ir al Salón Nacional en Bogotá en 1994 y obtener también el primer premio en ese salón. Pero entre Visiones y Visitas y Apariciones trabajó también una obra de conciencia ecológica, que es la titulada Pesadilla de un hombre rana, que es una reflexión sobre toda la violencia ecológica que vivimos, la prisión de los acuarios, la contaminación del mar, pero todo eso desde una perspectiva onírica…
Más tarde, en otro Salón Regional, participó y ganó nuevamente con 100% Frágil que es otra obra sobre la violencia en múltiples niveles personales y culturales, sobre el tráfico de personas, el ser humano como paquete, como basura… Y por esos años llega también la obra El ribereño en la que recrea muy conceptualmente la experiencia del río Magdalena con la que pretende rememorar de otra manera lo folclórico a través de un acercamiento artístico que representa con sus farotas, baúles, maíz, espejos, tigres y cruces en un juego simbólico con la memoria y lo que somos. De allí surge su Farota, que hace parte de El Ribereño, pero que termina teniendo vida propia y es una suerte de representación individual a partir de sus implicaciones con el Carnaval de Barranquilla.
Y trabaja también al mismo tiempo en objetos y miniaturas que se van dando mientras urde proyectos más ambiciosos, como esa obra basada en una larga serie de fotografías autobiográficas intervenidas que van arrojando imágenes de muchos personajes y que tituló Fantasmata tomando una palabra que utiliza Álvaro Herazo en un artículo suyo para referirse a ciertos fenómenos urbanos que criticaba.
Llega también otra obra un poco rara y extraña que es Sonido negro, negro parlante, incluida en una exposición itinerante por Latinoamérica titulada “Vereda tropical” y después Hombre de Dolores, un performance con un claro simbolismo que concilia esa dimensión religiosa que siempre le ha interesado como mompoxino y el drama del artista, el vía crucis interior del que crea, y el vía crucis del artista en la sociedad, teniendo por cruces marcos de cuadros vacíos representado todo ello de una manera muy solemne y teatral con una banda sonora hecha de marchas religiosas mompoxinas…