Martín Lutero tradujo la Biblia al idioma alemán cuando la mayoría de la población era analfabeta. La intención de Lutero era que la gente común y corriente tuviera acceso directo al libro sagrado haciendo posible la interpretación libre del texto y la erradicación del analfabetismo, con la consecuencia que, al superar el analfabetismo, a partir de la difusión de la Biblia y la imprenta, el creyente tuvo la oportunidad de leer otros libros y, de esta manera se hizo posible la formación del público lector.
La Iglesia católica, en el Concilio de Trento, prohibió la lectura de la Biblia en lenguaje vulgar a los fieles. Los padres Gaspar Astete y Jerónimo Ripalda hicieron los catecismos, en 1599 y 1605, textos que contienen la doctrina de acuerdo con la Iglesia católica y, con ellos se catequizó la América española.
Durante siglos la enseñanza del catecismo fue el vehículo de socialización de los niños. Cuenta José Eusebio Caro que aprendió el catecismo de “memoria y no de entendimiento”. En 1841, el ilustrísimo arzobispo de Bogotá, Manuel José Mosquera revisó y corrigió el texto del catecismo para uso de las parroquias. La prohibición de la lectura bíblica es que no se superó el analfabetismo, dado que para aprender el catecismo no se necesitó de otra cosa que del oído y la memoria.
El sentido del oído era importante, pues se enseñaba el catecismo –en sus preguntas y respuestas– de manera oral. Continuó el analfabetismo del pueblo. Hacia 1870, al implementarse la educación secular, los pobres se opusieron a la educación formal porque les exigía sacrificios económicos. El niño campesino era un sirviente no remunerado que debía ayudar a los oficios caseros tales como llevar el agua, buscar leña, cuidar los cerdos y “pajarero”, espantando las aves que llegaban a devorar los cultivos. Las niñas no fueron a la escuela. Los padres de familia sabían que si el chico asistía a la escuela no había quien hiciera las tareas caseras.
Además, mucha gente pensaba que eso de aprender a leer y a escribir no traía mayores beneficios. La apatía popular era la conciencia de que la educación traía pocas ventajas al niño campesino. Los padres de los niños decían que ellos no habían ido a la escuela y que les iba bien, por lo tanto, sus hijos vivirían igual sin la ayuda de la escuela. La importancia del oído continuó con la llegada de la radio en 1923.
La radio se extendió en emisoras que ampliaron la comunidad de oyentes, pues para escuchar radio no se necesita leer. En 1954, la televisión, con el mundo de sonidos y de imágenes, invadió los hogares. Y, en cuanto a la formación del público lector y la difusión de libro se puede decir que a la mayoría no le gusta leer. Muchos dicen que no les queda tiempo. Hay quienes aducen que no tienen dinero para comprar un libro. Todo ello hace pensar en la dificultad para hacer posible el público lector, cuestión elemental en una democracia. En tiempos recientes el smartphone. ¿Qué tanto forma el público lector?