Alepo, antes conocida como la ciudad comercial más popular de Siria, es ahora el punto de enfrentamientos bélicos entre grupos rebeldes y milicias aliadas al presidente Bashar al-Assad. Su esplendor urbano ha sido reemplazado por los destellos relampagueantes que dejan los misiles al caer.
El 12 de septiembre se dio a conocer al mundo otro video sobre los estragos de esta guerra. Y de nuevo, los protagonistas de aquel horror fueron niños. Qays y Hamza, ambos de diez años, ante la pregunta de qué sintieron después de la muerte de su amigo Hasan, respondieron lo siguiente: "La verdad es que NADA". Así responden aquellos que después de haber vivido tantas muertes cercanas, injustas e inesperadas, ya no saben qué sentir, en un lugar donde toda esperanza ha sido arrancada. Pero a muchas personas todavía les cuesta trabajo reconocer la gravedad de aquella respuesta porque, dirán, es una guerra ajena. También deben ser las mismas personas que se criaron con la vaga y arbitraria jerarquización de los acontecimientos del mundo emitidos por los noticieros nacionales. Casi todos.
Antes, en la Edad Media, la muerte vestida de peste negra le enseñó a la humanidad su poder igualatorio: el de volver indistinguibles a todas sus víctimas, borrando sus títulos y posiciones sociales, si es que en vida tuvieron. El solo hecho de llevárselos a todos, sin excepciones, aterrorizaba por igual a quienes vivían para contarlo. Pero cuando la muerte se viste de guerra, las cosas toman un rumbo diferente: al acto de morir le han adjudicado banderas y símbolos religiosos para darle más peso a una muerte que a otra. Al parecer, para que nos indigne y estremezca la muerte de civiles, siempre habrá que anteponerle la nacionalidad junto con su ideología y creencia imperante, para que sólo así decidamos llorar, compadecernos o simplemente bajarle el volumen al televisor y cambiar de canal.
Si el horror de Alepo todavía no nos indigna ni estremece lo suficiente, ¿cómo evitaremos que nuestros propios conflictos rebasen los límites inimaginables del dolor? ¿Hasta cuándo querremos todos que cese el fuego?