Se cumplieron veinticinco años de la muerte de Alejo Durán Díaz, el jornalero que se hizo juglar desde un pequeño pueblo llamado El Paso (Cesár), el mismo que con su voz y su acordeón sembró de música el folclor colombiano y abrió la senda para tantos éxitos que hoy se disfrutan por cantores vallenatos en toda Latinoamérica. Sin educación formal y sin título académico alguno creó una escuela para la que no necesitó bancas, tableros ni paredes, y en la que, los que lo conocieron y escucharon dieron en llamarlo maestro luego de sentir su poderosa voz y disfrutar de su música auténtica, impregnada de olor a campo, sabor de bosque virgen y la frescura de los ríos torrentosos que bajan de la sierra.
No es mejor maestro el que más sabe sino el que mejor enseña y Alejo enseñaba con el ejemplo, cantaba sin aspavientos, sólido en su postura, erguido, gigante en la anchura de su hombros, el acordeón en el cual él decía llevar el alma, serpenteaba entre sus manos, los dedos largos y toscos parecían levitar para acariciar el teclado, cuando lo hacía, el acordeón gemía, lloraba o emocionaba de alegría. Ver tocar a Alejo era como estar frente al poderoso tronco de un árbol que afianzado en sus raíces sólo deja oscilar sus ramas para convertir en música el sonido del viento. Cuando cantaba, su voz grave, profunda, oscura, recorría el alma y el cuerpo, mientras él concentrado con sus ojos pequeños y brillantes parecía explorar con su música cada rincón del espíritu para llenarlo con sus notas y recrearlo desde el alma.
Alejo, el negro sencillo, humilde, orgulloso de su color, que jamás se avergonzó de su origen ni de su clase, el mismo que hizo del sombrero vueltiao parte de su identidad, el que le cantó al amor, a la amistad, a su pedazo de acordeón, el que tocaba y encantaba sin perder la compostura, el que supo anunciar su derrota frente al público que más lo quería y ante los rivales que más respetaba, el mismo que hizo universal el lamento por “Alicia adorada” , el que fue capaz de componer una canción a la “cachucha bacana” y para quien la placa de un carro “Cero Treinta y Nueve” fue un motivo de inspiración, es el dueño del alma que en el cementerio de Planeta Rica convoca a peregrinos de toda Colombia quienes no se resignan a aceptar que el Negro Grande , el Maestro Alejo ameniza ahora las parrandas en el cielo.
Dicen que Alejo no bebía nunca y algunos explican que dejó de hacerlo cuando siendo joven en medio de una parranda golpeó con la fuerza de sus poderosos puños de negro jornalero a su mejor amigo, otros por el contrario creen que si lo hacía, sólo que reservaba ese placer para hacerlo directamente en los labios hermosos de las mujeres que amaba.