El 9 de febrero de 1919 nace Alejo Durán, quien fue grande, no solo por su tamaño, sino por su espíritu sereno y melancólico, el mismo que le permitió interpretar Alicia Adorada con la tonalidad del recuerdo triste de su mujer, la que perdió cuando murió en el parto.
Un hombre que siendo el primer rey vallenato en 1968 en la tarima Francisco El Hombre no tuvo temor para reconocer después, en otro festival, que se había equivocado ejecutando un aire delante de todos los espectadores.
Sin afanes, se tomó su tiempo mientras crecía en la hacienda Las Cabezas haciendo las faenas del campo y escuchando a su abuelo, a su papá y a su hermano tocar el acordeón, acompañada de tambores.
A su tiempo, en su tiempo y a escondidas, coqueteaba con el pedazo de acordeón, donde, sin darse cuenta, puso el alma suya, para dedicarse a transmitir su melancólico canto campesino a la humanidad.
Hoy sigue vivo, recordándonos que “Dios en la tierra no tiene amigos, no tiene amigos quien lo quieran. Por eso vive en el aire”. Que la mujer y la primavera son dos cosas que se parecen, porque “la mujer huele cuando está nueva, [y] la primavera cuando florece”, y que definitivamente “hay muchas cosas buenas en el mundo, pero nada como la mujer”…
Cien años de su natalicio para cerrar un ciclo que en sus melódicas notas de acordeón hacen que la vida sea la añoranza de una infancia en la que el caminito verde que se vio reverdecer, aún haga llorar, sobre todo cuando se sabe que se va para no volver, que la margarita del jardín de su barranco, como su azucena y su clavelito blanco se marchitarán, y que solo buscando en el cielo los pétalos de la flor, se preserva en la distancia la presencia de lo que ya no existe, aunque se vivió.
Un hombre tan grande que sentía el encanto de lo que tocaba, que nunca fue engreído, porque sabía que “eso es para la gente loca que no tiene oficio”. Que comprendió que el artista no necesita tomar ron para amenizar la parranda, porque basta con las canciones, las letras y el tono que se le pone a la melodía a través de la voz y el acordeón, para hacer del toque, la presencia exultante de la sabiduría popular que le entregaba a sus oyentes en cada tonalidad, sin irrespetar nunca a la mujer.
Tan propio de él mismo que aunque su pedazo de acordeón, su sombrero vueltiao y su bicicleta “San Tropel” no reposan en ningún museo, quienes lo conocimos, tenemos presente esa postal de su pedalear por las calles de Planeta Rica.
Hoy, su grandeza me permite ser feliz escuchando su melancólica voz, la que me dio la tranquilidad de morir en cualquier tierra, porque “donde quiera que uno muere, ay hombe, to’a las tierras son bendita”, así como la ley muy bien aprendida: “Yo quiero a la que me quiere, y olvido a la que me olvida”.