Acabo de releer el libro del profesor Hernán Suárez, Estanislao Zuleta y la educación, la vigencia de su pensamiento, allí uno de sus discípulos tardíos, Alejandro Gaviria examina en un artículo la visión del filósofo antioqueño sobre la democracia liberal. Lo habrá escrito hace cuatro años, cuando aún no había abandonado su zona de confort en la rectoría de la Universidad de los Andes y meterse en este berenjenal que es pretender ser un presidente intelectual en una tierra que vota paraco.
Gaviria es un lector de Zuleta, pensador rompedor como ninguno, un profesor que desde el aula de clase pregonaba transformar esta la democracia de un panteón inmutable donde moría la Historia, a un campo de batalla, una revolución permanente. En un país con hambre y con los problemas de acceso a la educación que tiene Colombia, la mayoría difícilmente tiene la razón. Por eso es una entelequia pretender que con ideas, con un programa de gobierno coherente, se pueden ganar unas presidenciales.
Antes del lamentable espectáculo que dio Petro en La Plaza de la Paz, pensaba dejar un poco la repulsión que me causa como persona el senador de la Colombia Humana y darle mi voto buscando que, de una vez por todas, termine la horrible noche uribista. Pero después de verlo convertido en un populista tan vulgar como Hugo Chávez, rodeado por fundamentalistas cristianos y condenando a la hoguera de las brujas a Alejandro Gaviria por ser ateo, me di cuenta que todos esos viejos miedos uribistas de que Petro podría ser un nuevo Comandante Eterno me sonaron ciertos y me pusieron la piel de gallina. Lo peor es que Petro, al perratearse de esa forma, ha entendido como es que se ganan las elecciones en un país que no lee, que no piensa, que no siente.
Hace poco escribí un artículo un poco ingenuo, un poco imbécil en donde descalificaba a Gaviria por los cargos de burócrata que ha tenido a lo largo de su carrera en la Federación Nacional de Cafeteros o en el Banco Interamericano de Desarrollo. Pues, un presidente es un administrador y si empezamos a pensar que este es el país de la cucaña, cuyos dirigentes sólo mandan desde el humanismo, estaría literalmente en un viaje lisérgico. Gaviria es un humanista más progresista que el propio Petro, un tipo honesto al que no le interesa subir en las encuestas sino conquistar el voto siendo él mismo, sin hacer pactos con nadie, sin caer en la canallada de abrazar a un pastor homofóbico y misógino o de señalar a sus rivales de ateos pro abortistas como si lo estuviera asesorando el siniestro JJ Rendón. Lo de Gaviria no es agarrar pueblo. Gaviria hace la política como él cree que debe hacerla y eso hay que respetarlo y aplaudirlo en medio de tanta hipocresía, de tanto oportunismo.
No ganará, por supuesto. Ahí le sacarán su adoración por Joseph Brodsky, quien aunque renegó en su momento de la URSS podría salir cualquier Cabal a decir que el exrector de Los Andes tiene de cabecera a un poeta soviético, su idolatría a los mundos extraños de Stanislaw Lem le podría costar, por cuenta de Benedetti o alguno de esos payasos petrista, el insulto de enajenado que lee literatura para comedores de LSD. Es fácil, en el país donde se aplaudieron en algún momento los falsos positivos, competir en unas elecciones contra un hombre inteligente, íntegro y culto.
Además, ese escrito sobre el pensamiento de Zuleta lo revela como un hombre de vanguardia convencido que la democracia del tercer mundo puede ser la trampa con la que se montan los grupos económicos. Controlar a la mayoría, ordenarles pensar lo que deseen los poderosos, es la base con la que se fomentan las elecciones. Claro que le desenterrarán este texto y lo pondrán en una hoguera y hasta el descarado de Petro lo señalará de chavista.
La mayoría, en un país como Colombia, nunca tiene la razón. Por eso hombres brillantes como Alejandro Gaviria, no tienen ninguna opción de ganar.