Nos recibe en su despacho del piso 23 del Ministerio de Salud y Protección Social, ubicado en la carrera 13 con calle 32 en Bogotá. Llegó hasta aquí subiendo por las escaleras (al final de la jornada las caminará de bajada). Ahí está el ministro revisando cuadros de Excel. Tiene volteadas las pantallas de sus dos celulares, mira por encima de las gafas el monitor de su computador y en un soliloquio tenue va recitando las palabras de un correo electrónico que ha debido responder. Lo curioso es que Alejandro Gaviria Uribe (Santiago de Chile, 1966) nunca tuvo dentro de sus ambiciones personales ser ministro, y menos de esta cartera. De hecho, a veces las preocupaciones de su cargo actual no lo dejan dormir. Son demasiadas responsabilidades.
Toma aire (humm). Son las 6:30 de la tarde de un día gris y lluvioso en Bogotá. Se ha disculpado con el periodista y el fotógrafo que hace más de una hora tiene las luces y el flash listos, al que mira con seriedad y pensativo desde su ordenada oficina –es como el despacho de un cura jesuita–, en la que habitan más de 300 libros entre poesía, matemáticas, historia política, filosofía, desarrollo y movilidad social. Este espacio, al igual que él, dejan escapar un olor dulzón y cítrico. Se pone el saco de su traje para la sesión de retratos. Posa descomplicado, le pregunta al fotógrafo que si ese es el perfil más adecuado. Se acomoda el reloj, que podría ser un Patek Philippe o un Tag Heuer, pero no, es un Casio que compró por 200 mil pesos en el aeropuerto de Bogotá, luego de que se le partiera el cristal que cubría la esfera del anterior. Después de las fotos, Gaviria nos deja entender que tiene un hemisferio del cerebro lleno de poemas, metáforas, símiles, sonetos, frases memorables que suele citar y encajar con los números, porcentajes, teoremas, ecuaciones trigonométricas, raíces elevadas junto con fórmulas matemáticas y de econometría que guarda en la otra mitad de su cerebro (un lado lúdico, y un lado Excel).
Gaviria, el mayor de cuatro hermanos (Ana María, Matías y Pascual), nació y pasó sus dos primeros años de vida en la capital chilena porque su padre, Juan Felipe, cursaba allí una maestría en estadística matemática en el Centro Interamericano de Estadística que tuvo la Organización de Estados Americanos adjunto a la Universidad de Chile. Más que chileno, es un paisa muy cachaco y un gran hincha del Atlético Nacional, equipo al que no ve jugar en el Atanasio Girardot desde hace 20 años. Uno de sus mejores amigos, colegas y contertulios de vallenato y aguardientes es el exministro Mauricio Santamaría.
Tiene buena memoria. Recuerda muy bien cómo le llegó el encargo ministerial. El lunes 27 de agosto de 2012 el exmandatario César Gaviria Trujillo le dijo:“tengo la misión de comunicarle que usted es el nuevo ministro de Salud del presidente Juan Manuel Santos”. Desde ese día no ha vuelto a acariciar su colección de libros antiguos, muchos de ellos primeras ediciones de clásicos de la literatura, en los que invierte parte de su salario y varios de los cuales cuentan con firmas de sus autores, como la primera edición de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, que tiene con dedicatoria y firma.
Tampoco olvida las llamadas de María Lorena Gutiérrez, quien en ese momento era la alta consejera para el Buen Gobierno, y le dijo: “no le estoy haciendo un ofrecimiento. ¿A usted le interesa ser ministro de Salud de este país?”. Al otro día, domingo, antes de que él la llamara como habían pactado, María Lorena había hecho repicar algunos de sus teléfonos celulares para saber si su respuesta era afirmativa. Todo esto le significó tratar de sacar adelante una reforma a la salud y buscar una solución equilibrada a los más de 14,4 billones de pesos que, según la Superintendencia de Salud, les adeudan a los hospitales y a las clínicas del país las EPS (entidades prestadoras de salud) por parte del régimen contributivo, el subsidiado, los entes territoriales y el Fosyga (Fondo de Solidaridad y Garantía).
“El problema de la salud es un tema global. En todos los países sucede algo. Nadie está de acuerdo con el sistema que tiene y si no, mire el modelo británico, que se presentó incluso con orgullo durante los pasados Juegos Olímpicos”, dice Gaviria y explica que, aunque ese es uno de los mejores modelos de salud del mundo, ha recibido muchísimas críticas, tantas, que más de la mitad de los británicos ha dicho que “es una mierda”; a lo que su director respondió: “esa es la mierda que hemos podido producir”.
Enfatiza, mientras se toma un vaso de agua con la delicadeza de quien disfruta una copa de champaña, que lo que debe hacer Colombia es mejorar el modelo de salud que ha sido presentado en la Reforma a la Ley Estatutaria. Continúa con ejemplos y explica, con la precisión de un neurocirujano, que el sistema de salud chileno está basado en 80 patologías que cubre el sistema; si a usted lo afecta una enfermedad que no esté dentro de las mencionadas y no tiene plata, se muere. Acto seguido, recuerda que el modelo cubano es conocido por su promoción y prevención, pero si a alguien le da cáncer, la persona no podrá salvarse porque no tiene acceso a la tecnología médica.
Gaviria Uribe podría ser el exitoso presidente de un banco, o consultor del Fondo Monetario Internacional, pero se metió en esto. Aceptó el ministerio y, aunque a veces le cueste, está dispuesto a cumplir con la misión que le encomendaron. Su formación ha sido exhaustiva (es doctor en economía por la Universidad de California) y su trayectoria, amplia: estuvo en Suramericana, la Federación Nacional de Cafeteros y el Banco Interamericano de Desarrollo –donde llevó a cabo investigaciones sobre movilidad social, igualdad y desarrollo humano–, fue subdirector de Fedesarrollo y de Planeación Nacional, profesor de economía en la universidad de Los Andes y hasta recibió el premio de periodismo Simón Bolívar a la mejor columna de opinión (se titulaba Matar a un elefante). Las aulas las dejaría atrás al aceptar su actual cargo.
A las 12:15 de la tarde del martes 28 de agosto de 2012, el hoy ministro de Salud le ratificó al país lo que en Casa de Nariño ya se sabía. En su cuenta de Twitter (@agaviriau) informó a sus 21.000 seguidores de entonces lo que le esperaba: “Sí, me tocó. Aquí estoy. Medio confundido. Tratando de tomar una decisión”. Pocos días después, el 3 de septiembre de 2012, se posesionó como el tercer encargado de esa cartera en el gobierno del presidente Santos (después de Mauricio Santamaría y Beatriz Londoño). Era el número 13, en los últimos 21 años, en llegar a ese ministerio que muchos han denominado el gran “quemadero”. Estaba triste ese día porque sus papás no pudieron venir desde Medellín a la ceremonia de posesión.
Los intelectuales y académicos del país celebraron con aplauso cerrado su nombramiento. Pero algunos sectores del mundo médico lo vieron con preocupación por su poco contacto con los temas sociales del país. Desconfiaban en la designación de quien alguna vez fue llamado “el niño malo de la economía”. Muchos se preguntaban: “¿Un ingeniero civil y economista en el ministerio de Salud?”. Fernando Quijano, director del diario La República, intenta responder al interrogante al recordar que Gaviria tiene toda la formación académica y política heredada de su padre Juan Felipe, quien fue gerente de Acerías Paz del Río, alcalde de la capital antioqueña, gerente de Empresas Públicas de Medellín y ministro de César Gaviria –en la época del apagón–.
Juan Manuel Ospina, exdirector del Incoder y exsecretario de Gobierno de Bogotá, cree que su poca experiencia con el sector político se confirmó cuando fue subdirector de Planeación Nacional. “Él, Alejandro, era pragmático con el manejo de las cifras, mientras que Santiago Montenegro, el director, se encargaba de la relación con la clase política, en especial con ministros y senadores”. Es decir, nadie cuestiona que Alejandro Gaviria tiene grandes capacidades (y que el lado Excel de su cerebro funciona de manera casi infalible), pero en un cargo como el suyo, las cifras necesitan de la política, y es quizás ese territorio el que aún le resulta incómodo.
Una de las críticas que más lo han enfadado ha sido que lo comparen con un integrante más del documental ´Dinero sucio´(Inside Job, 2010), de Charles Ferguson, que denuncia a algunos economistas norteamericanos que se refugiaban en sus trabajos como académicos en la mañana y en las noches ejercían como banqueros. Afirma que este no es su caso. Otros no le critican su pasado de economista ni su fragilidad política, pero lo ven como un irreverente ilustrado. Incluso han llegado a desearle la muerte, como le pasó al exministro de Salud y amigo suyo, Juan Luis Londoño, quien creó la Ley 100 de la salud que fue impulsada por Álvaro Uribe Vélez cuando era senador, y que ahora Gaviria debe reformar.
Su esposa, Carolina Soto, fue viceministra técnica de Hacienda, era vicepresidenta de Fasecolda (Federación de Aseguradores Colombianos) cuando él llegó a la cartera actual. Los intereses en el sector de la salud, según los senadores de la oposición del gobierno Santos, son inmensos. Gaviria llevaba consigo un halo de negociante encubierto en la academia, dice el senador Jorge Enrique Robledo, quien lo recusó para que dejara el cargo y se inhabilitara por sus intereses. Pero Gaviria logró que la recusación fuera neutralizada.
Gaviria se molesta cuando le recuerdan con mala intención su pasado vínculo con Bancolombia y el de su esposa con Fasecolda; dice que durante su gestión ahí jamás se tocaron los temas de salud. Pero las críticas siguen y ante esos señalamientos –que él no considera justos– ha estado a punto de tirar la toalla. Pero, dice, es normal que al ministro de Salud se le ataque y haya objeciones sobre su idoneidad; siempre las habrá, así fuera un monje. Quizás algo que sí extraña pero que le resulta imposible, por su cargo actual, es no poder decir lo que le da la gana.
Ya en la arena de la salud pública de Colombia, Gaviria entendió que su función estaba destinada a resolver las múltiples falencias del sector, pero en especial a impulsar la Ley Estatutaria de la Salud y, lo más importante: una reforma a la Ley Ordinaria, que hoy depende de la Comisión Séptima de la Cámara de Representantes, que como muchas del Congreso, en general, asiste al llamado a lista, pero desaparece a la hora de afrontar la votación.
Para explicarlo de manera sencilla, la Ley Estatutaria tiene que ver con los límites de responsabilidad del Estado en la prestación del servicio de salud y hasta dónde va el derecho de la salud de los ciudadanos. Esta ley tuvo tres audiencias públicas en las Comisiones Primeras conjuntas de Senado y Cámara. Acto seguido, fue aprobada de manera simultánea en las plenarias de las dos corporaciones el 20 de junio de 2013, con 24 votos a favor y dos en contra. Ahora es la Corte Constitucional la que debe revisar el texto y su trámite para que no haya vicios de fondo ni de forma. Si pasa el examen de los magistrados, quedará lista para sanción presidencial.
En cuanto a la Ley Ordinaria, se trata de la legislación que se encarga de la minucia y la reglamentación del funcionamiento del día a día de la salud. A esta le falta pasar el trámite de la Comisión Séptima de la Cámara, luego ponerse a consideración de la Cámara y, si esta la aprueba, pasar a conciliación con el Senado, para que después exista sanción presidencial y de esa manera se convierta en Ley de la República.
El ministro recarga sus energías cuando se toma un tinto acompañado de una chocolatina Jet. Quienes lo conocen bien saben de su afición por los dulces, por eso en su casa le decían “abeja Conavi”. Le gusta el vallenato y evoca de manera placentera los vinilos que compraba en el Éxito del barrio El Poblado, en Medellín, con su hermano menor, Pascual Gaviria (periodista de La Luciérnaga, columnista de El Espectador y editor del periódico Universo Centro), con quien iba a las competencias de ciclismo del Caracol de Pista y a las carreras de Renault 4. Se sabe las letras de canciones como El mocoso,Relicario de versos,Amarte más no pude o Simulación, interpretadas por Diomedes Díaz.
Pero el placer que le proporcionan el vallenato y las chocolatinas, se lo corta a veces la realidad diaria. El ministro afirma que esta es una de las leyes más dialogadas y presentadas a lo largo del país, y que por su relevancia obviamente despierta pasiones y odios, más si hay personas interesadas en pescar en río revuelto. Gaviria dice que, sin ganas de justificarse, no existe en el mundo un sistema de salud perfecto, ni el alemán, ni el canadiense; y ni hablar del Obamacare que planteó el presidente de Estados Unidos. El tema de la salud es muy complejo. Nos toca y nos inquieta a todos. Reconoce que no todo es malo en la Ley 100, que hoy se reforma, y aunque en general la gente la detesta, nadie se pone de acuerdo para reformarla.
Destaca que uno de los logros contundentes de esa odiada ley fue lograr que un 95 por ciento de los colombianos estén dentro de un sistema de salud y que esta cifra siga en aumento. Recuerda que en 1993, antes de que entrara en vigencia la ley 100, el 30 por ciento de las personas de estratos más bajos no recibían ninguna atención médica; en cambio 19 años más tarde, en 2012 –según lo indicó una encuesta–, solo el dos por ciento de los ciudadanos de estos mismos estratos estaban por fuera de ese cubrimiento. Y, explica, hoy Colombia tiene 25 mil pacientes renales en estadio cinco, es decir, necesitan diálisis todos los días o con suma frecuencia, y cuentan con ella; hace 20 años los pacientes simplemente se morían por las deficiencias del sistema de salud.
Gaviria señala que los 98 puntos del articulado de la reforma son positivos, pero destaca tres por su notable importancia: la creación de SaludMía, entidad que manejará y administrará los recursos del sistema de salud nacional, el cual necesita que se le inyecten tres billones de pesos para su buen funcionamiento; la regulación de precios de los medicamentos y la movilidad que tiene una persona para que sea atendida por otra Gestora de Salud (así se llamarán las EPS).
Uno de los avances de la reforma de la salud es el incremento de los 323 dólares que se gasta el país por cada habitante que usa los servicios de salud del régimen subsidiado (en países como Argentina o Chile se invierten 730 y 787 respectivamente), y otro logro es la reducción del valor de 189 medicamentos de alto costo mediante la Resolución 4 de 2013, aunque, si recordamos los informes del periodista Juan Gossaín, algunas medicinas para tratar enfermedades como la leucemia o la epilepsia se venden por más del 80 por ciento del valor real. Quizá la reforma tenga buenas intenciones, pero en una encuesta de Gallup quedaba claro que 8 de cada 10 colombianos desaprobaban la manera como el gobierno estaba afrontando el tema de la salud. También Gaviria tiene buenas intenciones, pero columnistas como Daniel Coronell seguirán recordándole el tema de su esposa.
No es un cargo fácil, pero él asumió el desafío y podía intuir qué le esperaba. Y seguirán los señalamientos y las objeciones; lo cierto es que el ministro no se descompone: aguanta, no llora. O bueno, a veces sí lo hace. “Recuerdo que la directora del Hospital Infantil de Nariño me dijo en una visita que ya íbamos a llegar al ‘cielo’. El recorrido se alargaba y yo estaba con mucho afán; pero ella insistía, ‘ya, ministro, ya estamos cerca del cielo’. Cuando subimos al último piso, ahí estaba el pabellón de los niños con cáncer. En una de las camas había uno con leucemia y tenía la cara traslúcida, me miró, me entregó un angelito de papel y yo no pude hacer otra cosa que llorar”.
Cuando se le pregunta por el poder que tiene un ministro en Colombia, él no titubea en afirmar que es mucho menor del que se cree. Es un cargo que tampoco deja mucha plata, dice. “Lo único material que tengo de activos es un carro, un apartamento y ya. No tengo ninguna acción en ninguna empresa”.
Pasan los días. Llegó 2014, año decisivo para la reforma de la salud. De camino a su trabajo Alejandro Gaviria leerá en el carro algún poema en inglés de Mariana, su hija mayor de 18 años que vive en Lima, Perú; o de su poeta preferido, el chileno Nicanor Parra. Seguirá rondando en su cabeza la idea de que no está en sus planes seguir siendo ministro de Salud. Volverá otra vez a la oficina, caminará los 23 pisos y estará en extensas jornadas en la Cámara de Representantes. Tachará los días que faltan para que se finiquite el segundo periodo del presidente Juan Manuel Santos -y así- entregarse por lo menos dos meses a la lectura y tocar de nuevo su libro más viejo, el que considera su gran joya:Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, impreso en 1726. Se olvidará por varias horas de los 40 billones de pesos que maneja la salud en Colombia en un año y entre sus brazos tendrá a su hijo menor, Tomás, de 8 años, quien le preguntará si fue capaz de acabar con las fuerzas oscuras del mal durante las más de 14 horas que vivió cada día en el ministerio.
*Texto publicado originalmente en Esquire Colombia