Es una torre de Babel de sentimientos la que genera la apertura de las actividades económicas en el pico más alto de muertes y contagios por el covid. Felices, tienen por qué estarlo, los gremios del comercio y la producción. Angustiados y exhaustos, también con toda la razón, los profesionales de la salud: estamos llegando a los 600 muertos diarios. Las UCI están repletas. Llegaremos, dicen los expertos, a 800 al día. ¿Cómo resolver esa forma de polarización?
Niungún pronóstico hecho hace un año acertó con lo que hoy nos pasa. Se creía que los confinamientos eran temporales, que las vacunas estarían disponibles antes de finalizar el año, que en el 2021, finalmente, se recuperaría la “normalidad”, extraño eufemismo que parecería ser un atado exclusivo de aspectos positivos (si algo muestra el paro es su conexión con inequidades presentes en la “normalidad”, sobre todo en los jóvenes, cuyas protestas ya habían dado señales de alarma en el 2017 y el 2019).
Que cómo es posible que las autoridades faciliten la apertura en medio del alza de contagios, se preguntan muchos. Una de las respuestas consiste en que en un país en el que prácticamente el 50 % de la fuerza laboral trabaja en condiciones de informalidad, es decir, unos doce millones de personas, y en el que aproximadamente unos seis más no tienen opción distinta al trabajo presencial, no hay ninguna orden emanada de autoridad alguna que pueda mantenerlos encerrados en sus lugares de residencia. Simplemente no se pueden quedar en casa. El resto, un 25 %, son aquellos que han tenido la oportunidad del trabajo virtual, una minoría.
Conocidos los efectos devastadores de los confinamientos en cierres de empresas, es decir, más desempleo, mayor pobreza, resulta menos grave permitir el funcionamiento pleno de los negocios que impedirlo. En consecuencia, la hipótesis actual del gobierno nacional y de los alcaldes es que habría números similares de fallecidos con o sin cierre, con la diferencia de que la apertura, con los protocolos de seguridad requeridos, permite disminuir el desempleo y la pobreza.
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El 50 % trabaja en condiciones de informalidad, unos doce millones de personas, y unos seis más solo tieen opción de trabajo presencial, por lo que ninguna orden emanada de autoridad alguna puede mantenerlos encerrados
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Es obvio, entonces, que los representantes de cualquier seccional de Fenalco y de centenares de pequeñas asociaciones empresariales, estén rebozantes después de las presiones, razonables, de sus afiliados.
Sin embargo, lo que está ocurriendo con los profesionales de la medicina, la enfermería y, en general, de las carreras de la salud, es a otro precio. El contraste con el sentimiento de los empresarios favorecidos con la apertura no podía ser mayor.
En primer lugar, descubrir por experiencia, no porque alguien lo haya previsto, que cada pico ha sido peor que el anterior. Es la sorpresa de la que resulta muy difícil extraer esperanza. Hay una característica trágica: más que un pico, la actual es una “meseta” inclinada que lleva ya varias semanas y que se ha convertido en el recorrido normal: de 300 a 400, de allí a 500 y ahora a 600 muertos... Y parece que seguirá el ascenso. Si el asunto es normal, se preguntan muchos, ¿quiénes pueden percibor su gravedad en medio de la euforia por la apertura?
La de la salud es la actividad en la que los que pudiéramos llamar “la primera línea” de profesionales, están pagando con su bienestar personal lo que está ocurriendo con el alza de contagios.
Las redes muestran testimonios de cómo en los picos pasados había temor de que los recursos escasearan y, por supuesto, angustia por el sufrimiento de los enfermos de covid. No obstante, hoy la gravedad se ha escalado en todo el país y en todos los centros hospitalarios: el número de pacientes se ha multiplicado, no hay espacio suficiente; la disponibilidad de insumos y equipos ya fue superada, hace rato, por la demanda.
En los primeros picos los muertos eran, principalmente, los más viejos. Hoy llegan a las UCI personas en promedio más jóvenes. De ahí que, un detalle que, en medio del dolor de las familias de los afectados que no se menciona, es su situación de estrés, que los lleva, en medio de la congestión de espacio y la escasez de equipos, a culpar a los profesionales de la salud, de la situación. De una médica leí en redes: “Diariamente siento que por más de que me esfuerce, es posible que algo se me haya olvidado y esté haciendo algo mal... Diariamente debo sentir dolor por ver que no contamos con los suficientes medicamentos para aliviar el dolor de los pacientes... debo pensar muy bien a qué paciente debo priorizarle una cama, un oxígeno, un medicamento... Diariamente debo hacer todo lo posible por no llorar al ver cómo está la situación...”
En pocos días completaremos 100.000 fallecidos por el virus. Dolores y tragedias en hogares en todo el país. El personal de la salud cruza en estos meses por una situación terrible en la que su salud mental está amenzada por las dimensiones de la tragedia, la escasez de recursos y, desde luego, las consecuencias de largas décadas de corrupción.