Alberto Salcedo Ramos, cuarenta años de crónicas sobre Colombia

Alberto Salcedo Ramos, cuarenta años de crónicas sobre Colombia

Encerrado en su apartamento de Bogotá, concluye su último relato sobre los tiempos de la bonanza marimbera en el Caribe que tanto conoce. Esta es su historia

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julio 18, 2020
Alberto Salcedo Ramos, cuarenta años de crónicas sobre Colombia

El 28 de diciembre de 1987, un día de los inocentes, la recepcionista del diario El Universal, donde él trabajaba en Cartagena, le dijo: "Alberto, te busca una mujer. Mauricia Mena es su nombre”.

Cerca de la puerta lo esperaba una joven de piel negra. La reconoció aun cuando nunca la había visto en persona. La mujer de 26 años tenía un rostro triste que evidenciaba un gran dolor. El rojo intenso de sus ojos indicaba había llorado cada uno de los minutos de la noche anterior.

–Aquella mujer tenía una cara de humillación que jamás he olvidado, y que siempre me va a acompañar como una de las lecciones más estremecedoras que me ha dado la vida y el oficio –cuenta Alberto Salcedo Ramos, reconocido en la actualidad como uno de los mejores cronistas de habla hispana.

Dice Alberto que Mauricia Mena se sentó con delicadeza. Lo único que ella le pregunto, luego de saludarlo, fue que si era papá. Fue específica en el género.

–¿Usted tiene hijas?

–Sí. Tengo una hija –respondió el periodista sin dejar de pensar para dónde iría la conversación.

–¿Cuántos años tiene su hija? –preguntó Mauricia Mena.

–Dos –dijo él.

Ella, sin dejar de mirarlo, concluyó su visita con el siguiente augurio.

–Ojalá su hija sea feliz y no se lo digo con ironía. Ojalá no sea madre soltera y si llega a ser madre soltera, ojalá no se encuentre con un periodista que crea que lo que pasó es un chiste.

Alberto destapa el agua con gas que minutos antes le había pedido al mesero del restaurante donde estamos, en el norte de Bogotá, toma un sorbo y deja la botella en la mesa. Se quita las gafas con la mano izquierda y con la palma de la derecha aprieta con rapidez sus ojos, como si así detuviera la tristeza que siente al contar este episodio que le ocurrió cuando tenía 25 años, siendo para ese entonces un periodista inexperto e inmaduro.

–Esa vez me sentí humillado; pero lo curioso es que realmente cuando siento ganas de llorar contando la historia es hoy, porque de pronto, en ese momento, ni siquiera fui consiente –confiesa el cronista.

Se pone de nuevo las gafas, tapa la botella de agua y continúa su relato para darme el contexto de lo que acaba de contar.

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Alberto Salcedo Ramos como reportero en el año 1998. Entrevistando a Tite Curet. Foto: @SalcedoRamos.

Mauricia Mena era una humilde empleada doméstica en una casa de familia rica en Cartagena –una de las ciudades más representativas y turísticas de Colombia–. En el año 1986 se filmó en esta ciudad histórica la película Top Line. Franco Nero, un guapo actor italiano y galán internacional de la época -un hombre de cabello rizado y dorado, alto, de pelo en pecho, acuerpado y de ojos verdes- era el protagonista de la cinta.

Durante la grabación de la película Franco Nero no quiso quedarse en un hotel tradicional. Pidió ser hospedado en una casa de familia. Terminó siendo el huésped donde trabajaba Mauricia Mena, una bella negra de carnes jóvenes que sucumbió con facilidad a los coqueteos del galán italiano.

El cuento –para no hacerlo más largo– es que Mauricia Mena, quien tiene un nombre que le suena delicioso a la literatura, digno de ser usado en cualquier novela macondiana, quedó embarazada del actor, quien nunca, ni siquiera con pruebas de ADN que demostraron su paternidad, quiso reconocer que aquel hijo también era suyo.

Un par de meses después, el fotógrafo del diario El Universal le mostró al periodista Alberto Salcedo Ramos una foto en blanco y negro, evidentemente clonada, en la que delante de una pila bautismal estaban Mauricia Mena con un niño en brazos y a su lado el actor Franco Nero.

–¿Pero esto es un montaje? –dijo Alberto.

–Sí –confirmó el fotógrafo. –Lo que hice fue quitar la cara del papá de la mujer y poner la de Franco.

–Pero no entiendo, ¿cuál es la idea?

–Pues mira, es que mañana es el día de los inocentes, pues te escribes una cosa con narrativa y al final le pones 'pásenla por inocentes'. Sería una broma.

Alberto no vio problema en hacer aquel chiste. Muchos en la redacción celebraron la idea como una inocentada divertida; así que escribió el texto que al día siguiente acompañó la imagen falsa.

–Escribí que Franco Nero había venido a Colombia y que había aceptado la paternidad del niño, que habían bautizado al pequeño y que, como en un cuento de hadas, fueron felices y comieron perdices. Al final de la nota escribí ‘pásenla por inocentes’.

Salcedo Ramos afirma que lo que hizo y las consecuencias que esta broma de mal gusto tuvo en Mauricia Mena “fue una canallada”. Dice también que el episodio le enseñó que “el periodismo no se puede utilizar al servicio de causas miserables y que a veces los chistes flojos son una causa miserable”.

–Yo no tenía malas intenciones, pero no basta con decir que no se tenían malas intenciones, siempre hay que ser responsable con lo que se dice y se hace. Fue algo que aprendí a tiempo.

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Salcedo Ramos en el parque principal de Arenal, el pueblo donde creció de la mano de sus abuelos. Foto: @SalcedoRamos.

Aun cuando es un excelente perfilista, a Salcedo Ramos no le gusta ser el protagonista de perfiles ni las entrevistas que intenten saber de él a cuenta personal. Atiende sin problema preguntas sobre su oficio, pero es renuente a hablar de su vida privada. No fue fácil convencerlo. La tarea duró algunos meses.

La primera vez que nos encontramos fue en la librería Arteletra, en el nororiente de Bogotá, en la tarde de un frío miércoles de septiembre. Por espacio y comodidad buscamos otro sitio para empezar esta entrevista, que terminó siendo un restaurante italiano con escasos clientes, a pocas cuadras de allí.

Alberto no sabe a ciencia cierta a qué edad pensó o soñó con ser escritor, pero lo que sí sabe es que desde pequeño e gustó narrar. Recuerda que a los nueve años sin saber qué era una crónica o un guion y sin aún haber leído grandes autores, reescribía escenas de telenovelas que veía en casa de sus abuelos y como parte de un juego ponía a sus amiguitos a actuarlas.

Dice que su pasión por la oralidad viene del lugar en el que creció: Arenal, un pequeño municipio, ubicado norte del departamento de Bolívar, a una hora de Cartagena, a donde en los años 70 no llegaban ni Orson Wells ni Hemingway, donde no había biblioteca pública, pero donde nunca faltaron los cuentos, que eran contados por campesinos que se reunían en las esquinas del pueblo a compartir historias propias y ajenas.

Nació en Barranquilla en abril de 1963. Tras el divorcio de sus padres, a sus cuatro años, su abuelo materno, Alberto Ramos, a él y su hermana menor, Rosario, los llevó a quedarse unos días en su casa en Arenal. Las cortas vacaciones con los abuelos duraron 13 años.

Arenal no es el verdadero nombre de aquel pueblo puesto a orillas del Canal del Dique. Su nombre oficial es San Estanislao de Kostka, bautizado así en 1650 por los jesuitas que lo fundaron, en honor a un santo polaco, de quien dice Alberto, “ni en Polonia debe haber una sola calle con su nombre”. Los lugareños, debido a los montones de arena que los vientos ponían en las calles, empezaron a llamar al pueblo con el nombre de Arenal; así lo conocen todos en aquella región calurosa.

Luego de unos buenos minutos, Alberto se siente más cómodo con la conversación y sus palabras son acompañadas con un constante movimientos de las manos, casi siempre con los dedos índices más estirados que los demás, como batutas que dirigen esta narración de su historia.

Los hermanos Salcedo Ramos crecieron como los hijos menores de los abuelos. En aquellas calles arenosas se formó adolescente escuchando cuentos, oyendo música de gaitas y tambores y viendo juegos de béisbol y peleas de boxeo junto a su abuelo, mientras que su señora madre, Leida Ramos, trabajaba de lunes a viernes en un batallón en Barranquilla aguardando el fin de semana para ir al encuentro con sus hijos.

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Doña Elvia Quiroz, la abuela de Alberto tiene 98 años y sigue siendo la mujer consentidora que formó a su nieto. Foto: @SalcedoRamos.

Durante muchos años en el pueblo solo había dos televisores, uno de ellos en su casa, la cual se llenaba de vecinos cuando peleaba Kid Cervantes Pambelé. El viejo Alberto Ramos, como le dice a su abuelo, fallecido en 2003, fue quien le incrustó el interés por el boxeo y en especial por el peleador palenquero que fue dos veces campeón mundial y de quien Salcedo Ramos escribió un libro llamado El oro y la oscuridad, la vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé, publicado en 2013.

De sus abuelos carga encima los mejores recuerdos. Del viejo Alberto Ramos dice que era un hombre sencillo, honesto y que, aunque era el rico del pueblo, siempre fue humilde y austero. Un campesino dedicado a la ganadería que hizo dinero trabajando duro y cuidando cualquier centavo que caía en sus manos. Del abuelo también cuenta que era recio, que formaba con correa en mano y que muchas de las reprendas que impartía fueron a parar a sus nalgas.

La abuela Elvia Quiroz tiene 97 años y aún vive en Arenal. –Ella –lo dice con una sonrisa bonachona –es amorosa, dulce y tierna. La abuela demostraba el amor a los suyos cocinándoles suculentos banquetes, poniéndoles el plato en la mesa y velando el placer de sus comensales.

Uno de los más lindos recuerdos que tiene de la abuela es el sonar de sus besos. Cuenta que a los seis o siete años, un fotógrafo llegó al colegio y retrató a cada uno de los estudiantes, para luego vender las imágenes.

Pasados unos días el hombre de la cámara volvió al colegio. Cada imagen tenía un valor de cinco pesos. El hoy cronista encontró la suya y al verse retratado en aquel papel sintió tanta emoción que sin soltar la foto empezó a correr. Sin permiso alguno se salió del colegio y siguió corriendo hasta llegar a su casa para pedir afanosamente los cinco pesos que necesitaba para que ese retrato fuera totalmente suyo.

–Cuando llegué a donde mi abuela, ella tomó la foto y empezó a darle besos y besos y más besos. Cada vez que yo veo esa foto vuelvo a oír el beso de mi abuela. Los besos que ella le dio a esa imagen siguen resonando en mi memoria. El día que yo vaya a morir quisiera que suenen los besos de mi abuela.

Otros besos y caricias que quisiera volver recordar son los de su mamá. Así lo escribió en Las verdades de mi madre, una crónica en la que Salcedo Ramos hace una semblanza de la señora Leida Ramos, de quien cuenta que era fascinantemente amorosa; quien también siendo de carácter fuerte y serio –como el abuelo– se despachaba en besos, abrazos y jugarretas para con sus hijos. Según Alberto, su mamá era mezcla perfecta entre sus abuelos: –Ella era austeridad y ternura.

En aquel texto el cronista escribió que si pudiera escoger la imagen para despedirse de este mundo sería el bien grabado recuerdo del 24 de diciembre de 1973, cuando tenía diez años.

Aquel día, luego de estropear el pantalón de lino color blanco que estaba estrenando, con una empanada grasosa que metió en el bolsillo, su mamá estuvo a escasos segundos de cobrarle el error con una buena garrotera. Pero doña Leida cambió la rabia por besos, mimos y abrazos cuando el pequeño Alberto, con infantil inocencia, sacó el amasijo caliente del bolsillo y se le ofreció a su mamá como detalle.

El escritor reconoce que ese corto texto ha sido el que mayor melancolía le ha generado escribir. Dolió planearla. Dolió sentarse a escribirla. Pero tal vez frente al teclado, haciendo lo que mejor sabe hacer, era una de las buenas maneras de honrarla. La señora Leida falleció en los primeros meses del año 2000 a causa de un cáncer de páncreas.

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Leida Ramos, mamá de Salcedo Ramos, de quien carga encima los mejores recuerdo de su vida. Foto: @SalcedoRamos.

–Es la crónica con la que más he llorado en el proceso de escritura y casi siempre lloro cuando la releo.

Confiesa que llora con facilidad. –Mis hijos dicen que lloro viendo la partida de un avión de carga, –dice esto y suelta una de las tantas carcajadas sonoras que acompañan varios momentos de esta entrevista. –Soy desvergonzósamente llorón. Hay muchas cosas que me conmueven: algo que leo, cosas que pasan en la cotidianidad.

No sólo reconoce que tiene alta sensibilidad y emocionalidad. También, con algo de vergüenza, pero con tranquila sinceridad, habla de su cobardía, vileza, neurosis y otras tantas condiciones que generalmente los seres humanos escondemos detrás de máscaras, especialmente quienes cuentan con reconocimiento público.

–He cometido ‘vergajadas’ de las que no estoy orgulloso. Siempre he dicho, como lo escribí en una columna, que nadie es tan bueno como lo cree su madre ni tan malo como lo cree el tipo que no lo quiere a uno.

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Aun cuando de niño vivió entre comodidades, la educación que recibió lo llevaron a no ser amante del dinero ni de la opulencia ni mucho menos a ser dueño de egos prepotentes.

Nunca quiso ser millonario. La profesión periodística y más, el oficio de escritor, casi nunca da para serlo, él lo sabe y eso le preocupa lo más mínimo.

–No sueño con acumular más dinero del que necesito. –respondió cuando hablamos sobre lo poco rentable que es escribir si lo que se quiere es amasar fortuna.

Tampoco gusta de joyas. Las compara con la mierda de perro; tal como lo hizo José Arcadio, el día que su padre, José Arcadio Buendía, le dio a conocer un mazacote oro que había separado mediante el proceso de la alquimia, en Cien años de soledad, la obra de Gabriel García Márquez.

Salió de Arenal a los 18 años con la ilusión de ser escritor. Tenía necesidades de contar historias: lo que veía, escuchaba, sabía y lo que sentía.

Sabiamente atendió el consejo de su mamá, que, sin desalentarlo de frente, pero tal vez con ganas de hacerlo, le dijo: “oye, pero eso de escritor es un riesgo, que tal te mueras de hambre, porque no estudias periodismo. De pronto como periodista tienes más garantías, al menos tendrías un sueldo”.

Se graduó de comunicador social en la Universidad Autónoma de Barranquilla y antes de tener el diploma en la mano ya había se había casado y era padre de Oriana. Mario, su segundo hijo, nació un par de años después. El matrimonio con María Bernarda Castillo, quien ha sido su única esposa, duró 22 años. Se separó en 2006.

En los primeros semestres de carrera, en el año 1982, el viejo Alberto Ramos le llegó a su nieto con un regalo que empujó el sueño: una pequeña máquina de escribir portátil marca Brother. Salcedo Ramos, tal vez con nada o poca técnica, redactaba en su nueva máquina historias y textos que llevaba hasta la recepción del periódico La Libertad, en Barranquilla. Con timidez e inseguridad pedía el favor de hacérselos llegar a algún periodista.

Con la escasa mesada que recibía para gastos académicos, todos los domingos compraba el periódico con la ilusión de ver allí algunos de sus escritos. De todos los que dejó publicaron un par, los demás textos se perdieron en un universo desconocido.

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A la derecha de camisa blanca y sombrero está su abuelo 'el viejo Alberto Ramos'. Foto: @SalcedoRamos.

–Me fui haciendo a la idea de que yo estaba arrojando al mar botellas que nadie se iba a encontrar jamás; por eso uno de mis más recientes libros se llama Botellas de náufrago –cuenta el cronista.

Al terminar la universidad, con hojas de vida bajo el brazo, saltó de Barranquilla a Cartagena. Con la ayuda de un tío entró como redactor del diario El Universal, donde estuvo por varios años y donde se le fue quitando la idea de ser sólo escritor. Desde el primer momento empezó a enamorarse de la reportería de a pie y del periodismo narrativo.

–Cuando ejercí el oficio descubrí que la responsabilidad de informar no reñía con la de narrar. Uno podía dar cuenta de cualquier evento que estuviera pasando y hacerlo narrativamente–.

Estaba escribiendo historias noticias, reportajes. Ya era escritor, escritor de no ficción. Y como bien se lo dijo su mamá, tenía un sueldo con que mantener a su familia.

Hizo la carrera de periodista completa como redactor y reportero. Trabajó casi todas las fuentes. Cubrió hasta reinados de belleza. Precisamente la entrevista a una reina, que él aceptó con displicencia, sintiendo el inmaduro ego atacado, le dio otra lección que aprendió temprano: el no descalificar los temas y mucho menos a los entrevistados sin haberse enfrentado a ellos.

A Bogotá llegó en 1992 y empezó a trabajar en televisión. De 1997 hasta el 2000 dirigió un proyecto de su autoría llamado Vida de barrio, realizado por la programadora Audiovisuales.

Haciendo crónica televisiva tuvo la atención que en ese momento no tenía con la escritura. Vida de barrio –que narraba la historia de diferentes sectores e iba a contando el vivir de algunos resientes– se ganó varios premios nacionales de periodismo y el premio Rey de España. Luego creó otro programa: Vámonos caminando, con el que se ganó uno de sus premios nacionales Simón Bolívar.

Se puede decir que Alberto Salcedo Ramos es hoy día el periodista más laureado con escritura de no ficción. Tiene seis premios Simón Bolívar, un Rey de España, un premio nacional de periodismo Antonio Nariño –que ya no lo entregan–, dos de la Sociedad Interamericana de Prensa y un Ortega y Gasset, que entrega el diario español El País, entre otros más.

Al preguntarle por los premios dice, sin atisbo de prepotencia, sino con una total franqueza, que estos le han dado reconocimiento a su trabajo y el prestigio –de nicho– que hoy ostenta para seguir ganándose la vida haciendo lo que ama hacer.

–Todo el que escribe quiere reconocimiento y el que diga que no, miente. Me atrevería a decir que hay dos clases de autores, los que admiten que quieren reconocimiento y los que se hacen los huevones. Pero una cosa es querer reconocimiento y otra es quererlo de la mejor manera: trabajando duro. Y otra cosa más es creer que la razón del oficio es el reconocimiento; está bien quererlo, pero no es la razón de ser de este oficio.

Salcedo Ramos gusta de la buena crítica profesional que tiene y dice con orgullo que se la ha ganado a pulso, pero no gusta que le digan que es famoso. Tiene un concepto no tan positivo de la fama, de la cual afirma que "esta es al prestigio lo que el vinagre es al vino".

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Alberto Salcedo ha recorrido Colombia de punta a punta para narrarlo en sus cientos de crónicas. Foto: @SalcedoRamos

Para él, el hombre que mejor ha descrito la fama fue el escritor antioqueño Manuel Mejía Vallejo, quien dijo que fama es cuando a uno le empiezan a decir hijueputa sin conocerlo. –Sabes –me dice el escritor –Yo no quiero que me digan hijueputa. Eso no me gusta –dice y suelta otra carcajada sonora.

Mientras creaba guiones y dirigía los programas de televisión, escribía crónicas que intentaba publicar en revistas importantes, pero a ninguna le interesaron sus temas. Las historias se quedaban guardadas en las memorias de computadores o impresas y engavetadas en cajones de escritorios.

En el año 1997 pensó en reunir sus textos, hacer un libro de crónicas y tocar las puertas de algunas editoriales. Pero al igual que pasó con los textos individuales a ninguna editorial le interesó el proyecto.

En 1999, Jesus Anibal Suarez, dueño de ediciones Aurora, una editorial pequeña que el hombre tenía en su propia casa, publicó su libro de crónicas, que lleva por nombre De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho, con el cual al siguiente año se ganó el premio a mejor libro del año, entregado por la Cámara colombiana del libro y Salcedo Ramos fue premiado en la categoría de no ficción en la Feria del libro de ese mismo año.

Meses después de la publicación del libro, en un colegio de Bogotá, Salcedo Ramos se encuentra frente uno de los momentos más emotivos de su carrera, que reunió en un mismo instante evocaciones y sueños pasados que confluyeron con el presente.

Un día en la mañana Jesus Anibal Suarez lo llamó diciéndole que el colegio San Bartolomé de la merced, ubicado en Chapinero, –en el centro oriente de Bogotá– habían comprado un buen número de libros y que le habían pedido la visita del escritor para tener una charla con los estudiantes.

Cuando Alberto entró al colegio, todas las paredes estaban, literalmente, tapizadas con dibujos sobre las crónicas de su libro, hechos en cartulinas.

–La profesora de español le había pedido a los niños y adolescentes que hicieran portadas para el libro mío –Alberto lo cuenta con emoción, como reviviendo aquel momento. Mueve las manos a su alrededor, de lado a lado, visualizando en su mente –creo yo– el colegio empapelado con los diseños.

–En ese momento me quebré. –cuenta el escritor, que para entonces tenía 36 años –Ver que esos niños se habían conectado con mis historias, con las historias que no le habían interesado a nadie, fue muy emocionante.

–Ahí quise entender que esa alegría, esa inmensa alegría, no le pertenecía al hombre de 36 años que estaba allí parado, sino al joven de 19 que a pesar de que nadie le paraba bolas siguió escribiendo en la máquina Brother que su abuelo le regaló –dice el cronista caribe, luego sonríe y apura el último sorbo de la botella de agua.

Alberto Salcedo Ramos ha publicado –al día de hoy– siete libros, innumerable número de crónicas en decenas de medios alrededor del mundo y ha hecho parte de grandes antologías de crónicas. En este momento está escribiendo otro libro que llevará un solo tema, del cual solo dijo que pronto publicará.

Lo que ocurrió después –lo veo yo– fue la recompensa que la vida le dio al seguir buscando su sueño de escritor y a seguir creyendo en que sus 'botellas de náufrago' algún día tendrían el reconocimiento que se merecían.

Daniel Samper Ospina, en ese entonces director de la revista SoHo, lo llamó en 2001 y le propuso ser cronista de la publicación. También empezó escribir para la revista El Malpensante. Tenía 39 años.

–En el 2002 me fajé a escribir crónica. Fue el momento que yo despegué realmente. Ahí ya me empezaron a publicar crónicas escritas largas, tanto en un medio como en el otro. Hice crónicas del conflicto armado, de la cultura popular, de deportistas, de comunidades indígenas, hasta de un batallón de alta montaña en Fusagasugá. Fueron años de crónica por todo Colombia.

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Alberto Salcedo Ramos, es considerado uno de los mejores cronistas de habla hispana. Foto: Twitter

–Ese fue quizá el momento profesional más feliz de mi vida quizá y yo ni sentía que estaba trabajando.

Alberto mira su reloj –son las 8:05 de la noche– y me consulta si aún tengo más preguntas por hacer.

–Sí –le respondo –aún tengo varias.

Con algo de afán se levanta de la silla mientras me propone que nos veamos dos días después para terminar la entrevista –cita que cumplimos– y dice que luego me cuenta por qué se va manera precipitada.

Antes de salir se confiesa.

–Mi hermano, –me dice con una sonrisa de culpabilidad, como si acabara de hacer una pilatuna –la verdad me voy porque ya comenzó el partido de Junior y no me lo quiero perder. –Sonríe y sale del lugar a paso ligero. El fútbol es otra de sus pasiones.

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