En sus clases de Contexto Caribe, en la maestría de Cultura y desarrollo, las reacciones del profesor Alberto Abello, tales como mandar a sentar al estudiante cuando en una exposición decía cierta barbaridad; o citaba sin conocer la fuente; o interrumpirlo cuando expresaba una idea sin ningún sustento histórico, teórico o experiencial; o levantar los brazos en señal de desaprobación cuando una generalidad rayaba en los límites de la ignorancia, llevaron a ese tipo de estudiante a calificarlo con una variedad de adjetivos.
Los más decentes comenzaban con “odioso” y se iban degradando hasta terminar en unos hijueputazos de desprecio. En medio de los comentarios sobre las actitudes asumidas por el profesor Alberto Abello, aseguré, él solo hacía bien su trabajo de corregir, y que el calificativo de “odioso” era algo sin sentido, porque se trababa de un profesor ejemplar, impecable y exigente, que además mostraba pasión por su trabajo y entrega decidida a sus discípulos. Desde aquel día, para contrarrestar los inmerecidos improperios, comencé a llamarlo el “maestro amado”.
Dice Walter Benjamín que “La muerte es la sanción de todo lo que el narrador puede referir (Der Tod ist die Sanktion von allem, was der Enzähler berichten kann).” Con tal sentido de castigo, ya no será posible que ese narrador del Caribe, como lo fue Alberto Abello, comunique nuevas experiencias, comparta sus lecturas, sus visiones, sus pesares. Sin embargo, hoy su existencia se magnifica, se engrandece ante esa incomprensible sensación de finitud.
Cada momento, cada detalle, sus maneras de ver y percibir, sus objetos, como esa hamaca blanca en su habitación, o las obras de pintores del Caribe que colgaban de las paredes de su apartamento, cobran con su muerte valores esenciales para que sus amigos y discípulos reafirmen su vida, su existir, su ser, como una tradición que explora nuevas rutas de ese Caribe del que él hablaba.
Sus objetos, como esa hamaca blanca en su habitación, cobran con su muerte valores esenciales para que sus amigos y discípulos reafirmen su vida. Foto: David Lara Ramos
El pasado domingo 7 de abril, dialogué por teléfono con el maestro amado. Entre otros asuntos, sobre su último libro Carnaval y fiesta republicana en el Caribe, aún inédito, y que pronto será publicado. Con la generosidad y el desprendimiento que expresaba a sus más cercanos, me envió una copia digital del manuscrito, con la idea de volver a conversar, quizá para una entrevista, tal como lo hicimos con su libro La isla encallada, publicado en 2015.
Comencé a leer ese libro y preparar la entrevista como si se tratara de una de sus clases de Contexto Caribe.
El domingo 14, a eso de las ocho de la noche, encendí el computador para continuar con la lectura de su libro, cuando un amigo me envió un mensaje con el anuncio de su muerte.
En estos últimos años, estuve, como otros colegas, cerca del maestro amado en la producción y edición de los libros La savia del desarrollo (2013) y Los desterrados del paraíso (2015), obras que reflejaban su sentir de contarse Caribe, lleno de búsquedas contantes entre los afanes y las nuevas ideas que siempre tenía, las que se traslapaban para intentar hallar esas preguntas fundamentales que el maestro Héctor Rojas Herazo, proponía, ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Para dónde vamos? ¿Qué queremos? Todo enmarcado en ese gran contexto Caribe que fue su visión del conocimiento y de su propia existencia.
Esta entrevista que ahora entrego fue escrita meses después de la presentación de La isla encallada, en el que Alberto Abello reflexionó sobre el Caribe colombiano como una porción de tierra encallada en el continente, una metáfora para ampliar fronteras, encantos, lenguajes y visiones, que fue siempre su manera de purificar sus dudas.
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Alberto Abello Vives llegó a Bogotá cuando tenía 7 años. Las diferencias con su natal Santa Marta las sintió al instante. El paisaje era oscuro, gris, lluvioso. Los suéteres de lana le picaban el cuerpo y los de paño le impedían moverse con soltura. Son atuendos por los que aún siente una aversión incurable. De su primer año en Bogotá, hay un recuerdo que describe con detalles.
Su mamá Judith llegó a buscarlo a la Institución Zamora, muy cerca de la iglesia Divino Salvador, en Chapinero, lugar donde Alberto cursaba segundo de primaria. Cuenta que una de las profesoras gritó: «Llegaron por Alberto», al tiempo que la rectora de la institución, para tratar de hacer un cumplido, exclamó: «Fíjense ustedes… Abello, qué muchachito tan juicioso, tan aplomado, tan buen estudiante… no parece venido de la Costa, donde malean al individuo».
La reacción de su madre fue inmediata. Discutió con la rectora. Luego de alegatos mutuos, Judith Vives cerró la polémica con el ímpetu de una madre ofendida: «Vea señora, Alberto estará aquí hasta este año, porque el año entrante… va para un colegio serio».
Aquella experiencia fue contada por su madre a familiares y amigos, historia que Alberto vino a comprender en su juventud, cuando conoció que existían razones culturales, históricas y políticas para que la rectora dijera que «en la Costa malean al individuo».
Ahora en su apartamento en Cartagena, frente al mar que bordea el barrio Crespo, Alberto agradece ese ímpetu materno que es también un rasgo de su personalidad, algo que sus estudiantes reconocen en las clases que imparte, y los lectores distinguen en las columnas de opinión que publica en el diario El Universal, cada quince días.
En un estante de su biblioteca están los retratos de su mamá, Judith, y su papá Edmundo, ambos fallecidos. «Si te das cuenta, me parezco más a mi mamá. Saqué los ojos y la nariz de mi papá, digo yo…», comenta con serenidad, mientras agradece por la formación recibida y por haber despertado en él la pasión por estudiar el Caribe.
Cuando tenía 11 años, su papá lo llevó a ver las Danzas Tradicionales Colombianas que dirigía Delia Zapata Olivella. Eso para él fue un descubrimiento. Por primera vez escuchó la música que provenía de pequeños pueblos del Caribe. Estaba emocionado con las cumbias, gaitas, son de negro, bullerengue y mapalé, interpretados por campesinos de la región.
En 1968, un año después de aquel encuentro con la música y las danzas, guarda en su memoria la disputa familiar sobre una novela que era el boom editorial del momento. Los comentarios de las esposas de sus tíos, damas bogotanas, establecían que era una obra vulgar, con relatos fantásticos y mágicos. La disputa, hoy recuerda Alberto, era sobre Cien años de soledad, que alcanzaba su segunda edición.
El suceso que más impactó a Alberto fue ver a su familia alrededor de un radio, escuchando la transmisión que se hacía de un debate promovido por el senador Nacho Vives, primo de su madre, contra el ministro de Agricultura, Enrique Peñaloza, y el supuesto tráfico de influencias en el Instituto de Fomento Industrial, bajo la dirección de Miguel Fadul. «Todo un acontecimiento, Nacho era el gran orgullo costeño, tenía una alta capacidad discursiva, en mi casa lo adoraban… no entendía mucho qué estaba en disputa, pero sí alcanzaba a percibir que aquello involucraba a gente de mi región», explica.
Todas las vacaciones, Alberto regresaba al Caribe a la casa de su abuela paterna, Esther, y su tía-madrina, Aura Abello. En esas vacaciones, las caminatas y acampadas en la Sierra Nevada y el Parque Tayrona no faltaban. Volver a Bogotá le causaba un doloroso desprendimiento que solo se sanaba con el regreso. En una de esas vacaciones, su padre, que acostumbraba entregar un libro a cada hijo en los periodos de vacaciones, le dio a leer a Alberto la Biografía del Caribe, de Germán Arciniegas. «Tenía como catorce o quince años. Mi papá fue un tipo preocupado porque sus cinco hijos leyeran. No sé por qué me dio ese libro, recuerdo que ni lo terminé, quizá hubo algo profético en ese gesto…», comenta, al tiempo que se levanta y busca en un estante amplio, fuera de su estudio, el mismo ejemplar de la Biografía del Caribe que su padre le dio. Una edición de 1959, pasta dura, forrada con percalina vino tinto y cuyas hojas han tomado un ligero color amarillento.
A los 18 años, Alberto entró a estudiar Economía en la Universidad Nacional. «Cada semestre duraba ocho y hasta 10 meses —recuerda—, por las huelgas y las protestas, poco a poco me voy haciendo a la idea que debo cambiar de universidad y me voy a terminar en el Externado, que estaba pegada a los cerros. En la Nacional se hizo militante del Moir y trabajó en el periódico Tribuna Roja. Recuerda su participación en el montaje de la obra de teatro El sol subterráneo, de Jairo Aníbal Niño, cuyo fondo es la masacre de las bananeras, obra que refleja el anhelo de justicia y la lucha contra un Gobierno injusto y desequilibrado.
Una mañana, viendo los cerros orientales de Bogotá, se preguntó qué hacía tan lejos de su tierra y, como urgido, buscó la forma de regresar al Caribe. Meses antes de graduarse, recibió una oferta para trabajar como docente en el programa de Economía de la Universidad Tecnológica de Bolívar y luego en la Universidad de Cartagena. Tenía 24 años.
En Cartagena se integró a la vida cultural de la urbe. Comenzó a investigar lo que significaba ser del Caribe y aquella memoria de la infancia fue guiando sus búsquedas. Comprendió por qué aquella rectora le dijo a su madre que «en la Costa malean al individuo»; o por qué decían Costa Atlántica, o «la Costa» y no Caribe; o por qué aquellas damas bogotanas despreciaron la obra de García Márquez y a otros escritores de la región; o por qué esa música de juglares, gaitas, pitos y tambores era esencial para narrar la cultura de nuestros pueblos. Descubrió que en aquella Biografía del Caribe, escrita por Arciniegas, solo se narraba el Caribe insular, así comenzó a argumentar sobre las razones para incluir al litoral.
Esas reflexiones, realizadas en distintos periodos de su vida, son las que entrega en su libro de ensayos La isla encallada, presentado en la Feria Internacional del Libro de Bogotá 2015 y más recientemente en Cartagena. El libro cuenta con prólogo del historiador, exvicepresidente de la República, Gustavo Bell Lemus. En cada página se va rompiendo de manera académica la idea de un Caribe antillano y nos acerca a un litoral extenso que busca juntarse con esas otras islas. Esa es la metáfora que da título al libro. Más allá de la geografía, o el territorio, está la fuerza de una cultura interconectada, que para Abello es el elemento que logrará desencallar la isla.
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El dolor de su ausencia lo apaciguaremos con su legado. Buen viaje, maestro amado.