Al proceso de paz hay que meterle corazón

Al proceso de paz hay que meterle corazón

"Tenemos que proponer iniciativas que alienten el espíritu de reconciliación"

Por: Fernando Dorado
septiembre 08, 2014
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Al proceso de paz hay que meterle corazón
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Una serie de hechos alrededor de las negociaciones de Paz dejan ver que ese proceso no tiene alma ni corazón. El gobierno no reconoce la política de Estado de exterminio de las fuerzas opositoras y los guerrilleros no aceptan que la degradación de la guerra los empujó a cometer una serie de crímenes que permitieron que ante el grueso de la opinión pública se convirtieran en unos bárbaros victimarios, iguales o peores a los paramilitares.

Y no aparece el sujeto social ni el actor político que pueda colocarle espíritu y amor al proceso de Paz. Ni la iglesia ni las organizaciones sociales ni la “sociedad civil” logran cuajar iniciativas sostenidas que consigan entusiasmar al conjunto de la población. Incluso quienes votaron por Santos empiezan a desilusionarse. No se observa capacidad de riesgo, no hay entrega sincera por la Paz y los cálculos políticos y económicos están en primer orden. Mucha gente está ensillando el “post-conflicto” sin tener listas las bestias de la Paz. Mientras tanto otros preparan en la oscuridad sus fuerzas para estimular y agudizar la guerra.

El problema consiste en que las fuerzas democráticas no consiguen resolver los dilemas de la paz. Sienten temor de ser utilizadas por el gobierno o por las FARC. Hay miedo de que al jugarse por la Paz, las fuerzas guerreristas más adelante cobren ese compromiso y esfuerzo en el caso de que los diálogos fracasen y una nueva ola de terror guerrillero, paramilitar y estatal vuelva a asolar nuestros campos y ciudades. Una parte del movimiento democrático se limita a conformar un “Frente Amplio por la Paz” que no pasa de ser un “estrecho frente de izquierdas”. No se logra construir una efectiva y seria política de reconciliación que trascienda hacia todas las fuerzas políticas y sociales.

La actual etapa de los diálogos

El proceso de paz en Colombia entra en una fase definitiva. Su evolución hacia el acuerdo es de una importancia mayúscula para el futuro del país. Algunos sectores creen que el pacto “ya está cocinado”. El gobierno ha generado esa expectativa. Otros, hacen fuerza por frustrarlo. La gran mayoría del pueblo es escéptica ante una realidad que muestra que los anteriores procesos han fracasado. Incluyendo los del M19, EPL, Quintín Lame y PRT que se presentan como “exitosos procesos de Paz” pero que no lograron transformar las estructuras económicas y políticas de la nación. Solo fueron ejercicios de pacificación.

El gobierno está convencido que las FARC están derrotadas y que están obligadas a firmar la Paz. Las guerrillas no se sienten derrotadas ni militar ni políticamente y van a tratar – con acciones que incluyen la ofensiva militar – obtener concesiones en la mesa de negociaciones que les permitan mostrar resultados. Por lo menos para salir reivindicados frente a la población de las zonas de colonización y otros sectores campesinos. Así, tal vez sin quererlo, llevarán agua al molino del uribismo y el proceso entrará en mayores dificultades.

Las negociaciones en la actual etapa se centrarán en si las FARC aceptan desmovilizarse y entregar las armas, a cambio de que la sociedad acepte una amnistía general y la justicia transicional legalice su situación. El problema es que existen antecedentes históricos que minan la confianza y obligan a la insurgencia a apegarse ilusamente a un eventual auge de la lucha popular que les ayude a salir de esa situación con algo de grandeza y dignidad.

Por eso la guerrilla trata de ganar tiempo. Cree ilusamente que el alzamiento popular va a reventar a corto plazo. Por el contrario, todas las evidencias indican que la movilización popular entró en una fase de declive, hay desgaste acumulado y por ahora no se avizora una dinámica de nuevo tipo. Además, en agosto de 2013 el pueblo hizo los mayores esfuerzos de lucha y la dirección política del movimiento popular fue inferior a las exigencias del momento: no construyó unidad ni una estrategia política acertada para obligar al gobierno a ceder en aspectos sustanciales como la revisión (renegociación) de los TLC y la aprobación de una política agraria democrática y ambientalmente viable. El reto nos quedó grande.

Las cargas históricas negativas

Las FARC – y las demás guerrillas colombianas – surgieron y se alimentaron durante la segunda mitad del siglo XX de la resistencia campesina frente a la violencia terrateniente. El gran latifundismo utilizó al Estado y a fuerzas paramilitares para impedir un avance sustancial en el acceso social a la tierra y, a la vez, bloquear cualquier reforma democrática de las instituciones estatales. Es una verdad comprobada y suficientemente demostrada. Es un presupuesto histórico de esta Nación.

De igual manera, la oligarquía colombiana ha impulsado diversos procesos de Paz para desmovilizar a los insurgentes pero en forma reiterada ha incumplido los acuerdos. Siempre traicionó y asesinó a los principales dirigentes rebeldes y nunca se propuso modificar la estructura del poder político existente. En forma sistemática ha usado falsas reformas para posar de demócrata ante la comunidad internacional pero paralelamente ha fortalecido su sistema clientelar y autoritario. Es otro hecho incontrastable.

Pero además, el poder imperial consiguió instrumentalizar a su favor el conflicto armado desde los años 80s. La acción armada de la insurgencia terminó siendo funcional a los intereses del gran capital. La guerra de guerrillas fue neutralizada de diversas y complejas maneras. La política y técnica de la “guerra sucia”, el conflicto de baja intensidad y la guerra de 4ª generación, fue experimentada y perfeccionada en Colombia. Se la ha usado para expulsar a millones de campesinos de amplios territorios y apropiarse de estratégicos ejes de desarrollo económico. Es algo palpable y demostrable.

En ese proceso se golpeó y derrotó al movimiento popular que en medio de la violencia no supo ni pudo construir autonomía e independencia frente a las fuerzas contendientes, con la excepción de una parte del movimiento indígena, especialmente en el Cauca.

Esas cargas históricas obligaron a los insurgentes y a un sector de la izquierda a desarrollar la estrategia de la “combinación de todas las formas de lucha”, creyendo que la única salida sería el triunfo de una insurrección popular apoyada por la insurgencia armada. La aplicación mecánica de esa “combinación” está en la base conceptual de nuestros errores y tragedias. Su práctica reiterada ha llevado a sacrificar a miles de personas que se juegan la vida en el terreno legal (UP y MP) para poder justificar la vigencia de la lucha armada.

Los intentos por salir de esa trampa

En la década de los años 70, algunos sectores de la insurgencia encabezados por Jaime Bateman (en una primera etapa alentados por Jacobo Arenas) dieron un salto cualitativo y entendieron que el alzamiento armado podría ser utilizado políticamente para abrir una etapa de lucha civilista por la democracia y la Paz. Oscar William Calvo, del EPL, también lo entendió así. Se abrió de esa manera, a principios de los años 80s, una posibilidad cierta de avanzar hacia nuevos horizontes, tratando de salir de la trampa guerrerista.

Sin embargo, una serie de errores impidieron que dicha estrategia se concretara. La persistencia de la política de la “combinación de las formas de lucha” ha sido su principal obstáculo. La visión militarista y el desespero voluntarista se concretaron en el holocausto del Palacio de Justicia en 1985. Más adelante, el cálculo guerrerista de que a finales de los años 90s se había logrado un equilibrio estratégico, llevaron a las FARC a la derrota política del Caguán y a alimentar con sus actos insensatos y aventureros la política de Uribe.

Claro, lo determinante es que se impuso la estrategia imperial de instrumentalizar el conflicto armado a su favor. Lo hicieron de manera perfecta. Utilizaron a la guerrilla como “vacuna” para bajo su acción y supuesta amenaza, exterminar lo más avanzado del movimiento democrático y popular, y atemorizar al conjunto de la población. La guerra se ha paseado por donde el imperio y la oligarquía la han programado y direccionado. Han jugado al gato y al ratón. Del Magdalena Medio a Urabá, de los Llanos Orientales al Catatumbo, del Sur de Colombia al Chocó, de la Costa a Caquetá y Putumayo, en un paseo de muerte y de desolación. La guerrilla ha sido idiota útil para que a la sombra del conflicto armado el gran capital descomponga comunidades rurales con la economía del narcotráfico y logre despejar inmensos territorios donde han ido posicionando sus grandes negocios. Nuevas explotaciones petroleras, cultivos de agrocombustibles, proyectos minero-energéticos, nuevas zonas francas y turísticas, son el resultado de esa acción y ese plan premeditado.

Es en esa dinámica como las guerrillas alimentaron durante mucho tiempo a las mafias narcotraficantes permitiéndoles convertirse en grandes terratenientes hasta cuando éstas se aliaron con el ejército. Después surgió la alianza mafiosa, latifundista, paramilitar, empresarial y política corrupta para liquidar la resistencia popular y apropiarse del Estado, la tierra y todos los recursos naturales y bienes colectivos. El imperio puso al servicio de esa causa a sus mejores estrategas y hoy tienen todo a su favor. Cuentan con una burguesía transnacionalizada que se codea por el mundo con la elite capitalista mundial y tienen a su servicio una clase política descompuesta. Así, comparten nuestro territorio y el mercado nacional con conglomerados transnacionales, venden al mejor postor nuestras riquezas y, para colmo, se presentan como demócratas, progresistas y amantes de la Paz.

Retomar las herencias acertadas

El movimiento democrático está en mora de evaluar ese pasado de 32 años de procesos de Paz. La política de la “combinación de todas las formas de lucha” debe ser no sólo entendida históricamente sino juzgada como uno de los mayores errores de la izquierda y la insurgencia colombiana. En ninguna parte del mundo una rebelión armada ha logrado triunfar frente a una “democracia”, así ésta sea restringida, clientelar, autoritaria y/o criminal.

La dinámica política que encabezó el M19 a principios de los años 80s debe ser retomada. Los métodos y los objetivos deben coincidir. Hoy la oligarquía sabe que pierde con la Paz. Por ello el pueblo organizado debe presionar a las FARC para que firme un acuerdo mínimo, no pretenda transformaciones estructurales que no van a ser posibles de negociar en esta coyuntura, y se sumen – con humildad y grandeza – a la lucha civilista y humana por transformar a Colombia con herramientas y métodos pacíficos.

Por otro lado, el movimiento popular sí está en condiciones de luchar por esos cambios estructurales pero sobre la base de hacerlo con unidad, autonomía e independencia frente tanto al Estado como a los actores armados. Ese movimiento popular debe rechazar la vía armada – por conveniencias reales –, y desarrollar una estrategia de nuevo tipo para acceder a los gobiernos locales, regionales y nacional, e iniciar, como ya lo hacen nuestros pueblos hermanos vecinos, una transformación paulatina de las relaciones sociales, económicas, políticas y culturales de nuestras sociedades que nos permita recuperar el Estado para lo colectivo y lo social, y avizorar hacia el futuro no sólo caminos anti-neoliberales sino anti-sistémicos y post-capitalistas.

Un gran movimiento por la Paz sólo puede desarrollarse y consolidarse con base en esa independencia y autonomía. Hay que presionar tanto al gobierno como a la guerrilla. Al primero para que enfrente seriamente a las fuerzas uribistas que desde el interior del Estado, las bacrim y el Centro Democrático, sabotean el proceso de Paz. A las guerrillas para que – sin olvidar sus buenas intenciones, lucha, heroísmo y sacrificios – reconozcan que la ruta armada asumida logró ser manipulada por sus enemigos y hoy no es solución para la Nación ni el pueblo.

Hay que ponerle alma y corazón al proceso de Paz. Eso sólo puede hacerlo la sociedad civil encabezada por las fuerzas democráticas y populares. Un verdadero Frente Amplio por la Paz puede liderar ese proceso pero debe ampliar la convocatoria y desarrollar iniciativas creativas que alienten y exploten el espíritu de reconciliación que una buena parte de las víctimas han mostrado en los últimos tiempos. Sin un ardoroso espíritu de Paz que mueva voluntades y energías populares, el actual proceso de Paz caerá en insondables y oscuros

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