Al menos una verdad: Colombia debe empezar a reconocer su historia violenta

Al menos una verdad: Colombia debe empezar a reconocer su historia violenta

La complejidad es enorme: para quienes han buscado y revelado lo que se ignora y también para quienes deben ponerle la mejilla al bofetón de la franqueza

Por: Daniel Mauricio Vásquez Bustamante
julio 26, 2022
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Al menos una verdad: Colombia debe empezar a reconocer su historia violenta
Foto: Leonel Cordero

Nada tan duro para uno como escuchar, conocer o afrontar la verdad o al menos una verdad.

Entrarle a eso, meterle el diente a la verdad, buscarla, escudriñarla, hacer minería para encontrarla, desnudarla y exponerla, no es fácil para nadie. Ni para quién tiene algo que revelar, ni para quien ignora y, más crudo aún, para quien pasa por alto las cosas o trata de ignorarlas u ocultarlas.

Simplificando mucho la cuestión, es como cuando uno identifica y reconoce defectos en un ser querido, de toda la vida, y se harta de ellos. Empieza uno a sentir que el vínculo, la relación se desgasta, se debilita. Hay que hablar con franqueza y soltarle unas cuantas verdades al otro porque la situación se vuelve insostenible y es necesario resolverla. Se sufre para encontrar el momento oportuno y el tono adecuado para atreverse a deshojarle o descascararle a quien se quiere sus facetas, yerros, intimidades y vulnerabilidades; su cara oculta, su verdad.

Esos episodios de encuentro con la franqueza nunca son cómodos. Generan tensión. No son fáciles y frecuentemente no terminan bien. La persona encarada, "descascarada", se siente agredida y el franco padece gran presión. En muchas ocasiones, el encare se sale de control y desemboca en una confrontación de justificaciones destempladas o contraataques inesperados de franqueza del otro lado; un vaivén de verdades, que al final deja sinsabores y frustración. Aunque, después de la calentura del momento, usualmente también deja un sentimiento de descanso, de liberación y… de paz.

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De esas situaciones dos ideas o sentimientos quedan: esas verdades son apenas una parte de las cosas, un pedacito de lo que uno es; no son la verdad absoluta ni completa y desconocen muchas cosas, especialmente las buenas que, con todo lo negativo, redondean nuestro ser y completan nuestra verdad. Lo otro es que soltar esas verdades es saludable y útil; aliviana remordimientos y lava rencores, sirve para revisarnos y reflexionar. Nos mueve a adoptar comportamientos que lo llevan a uno a mejorar.

Mastiquémoslo. Si esto es así de difícil en lo personal, afrontar la verdad en colectivo es, en serio, una complejidad, un desafío colosal. Es y ha sido supremamente difícil siempre porque una verdad así debe abordarse desde posiciones profundamente divergentes, desde las exclusiones o las miradas diversas. Y se hace mucho más difícil si esa verdad se refiere a décadas de historia de confrontación armada, de ultrajes, de atropellos… ¡de barbarie!

La complejidad es enorme: bien sea para quienes son responsables de buscar y revelar lo que se ignora o no se quiere saber, y también para quienes deben ponerle la mejilla al bofetón de la franqueza y sus verdades; revelaciones que, por más que nos duelan, no debemos ver como artilugios o mentiras para perjudicar a alguien. Son historias que nos duelen, sí, pero su intención no es crear dueños nuevos de verdades presuntas, ni hurgar en heridas para agravarlas ni para profundizar o eternizar odios.

No, son señales que aspiran a motivar una reflexión sincera; pretenden curarnos apostando por la identificación y aceptación de nuestras omisiones y actos injustificables. Señales que pretenden hacernos ver lo crueles que podemos llegar a ser; anuncios para movernos a enmendar nuestra inhumanidad, a perdonarnos y a avanzar hacia un acuerdo de reconocimiento y respeto por todas y cada una de las personas que integran esta comunidad, esta sociedad, esta nación que cada quien construye y debería merecerse.

Una verdad para lograr, por fin, la conciliación; aquel acuerdo para vivir en armonía que, al mirar atrás, nunca hemos hecho. Porque uno se reconcilia con quien conoce, con quien ha convivido y compartido, no con quien ha estado separado, se desconoce o ni siquiera se ha visto.

Esa verdad, la que nos presentaron hace unos días y de la que se ha hablado tan poco. Esa que algunos quieren seguir ignorando o inclusive vapuleando. Esa verdad, la de la menospreciada Comisión, tan poco celebrada. Esa que algunos acusan de ser una verdad parcializada. Esa verdad nuestra, que es inocultable, que debemos conocer y debemos admitir, sirve y servirá para eso, para lograr la conciliación que nos debemos como nación.

Esa verdad es un derecho de todos y todas. No es un asunto insignificante, útil solo para actores violentos que aspiran a una redención inmerecida o politiqueros oportunistas. Es una gran verdad nuestra y la debemos entender y acoger como una porción básica, como una piedra en el camino, esencial dentro del todo que compone nuestra realidad colombiana. Debemos verla y admitirla, aunque a muchos no les parezca, como lo que en su momento fue el acuerdo con las FARC: un paso importantísimo y fundamental para avanzar hacia la paz real de la que siempre hemos adolecido.

Esa porción de verdad nuestra no es otra cosa más que un bálsamo de sinceridad urgente y necesario para vernos y aceptarnos en nuestra vulnerabilidad y falibilidad. Un baldado de franqueza desbordado de verdades incómodas y amargas que no podemos seguir evitando, omitiendo ni negando, si queremos convencernos de que podemos avanzar reforzando lo bueno que tenemos, admitiendo y comprendiendo lo negativo que hemos hecho para, así, subir la vara con que nos medimos y comprometernos con el propósito de ser una sociedad mejor, en verdad.

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