Capturado después de la batalla del puente de Boyacá, el general Barreiro fue conducido a la capital. Al pasar por Ventaquemada, vio que de un árbol colgaba un hombre; el viento lo hacía mover de un lado para otro o medio girar, según se torciera o destorciera la soga.
—Qué horrible es esto —aseguran que exclamó Barreiro, a quien le pareció horrible eso en cabeza de un realista; cuando él entregaba a los patriotas prisioneros a la vesania salvaje de la clase de sus soldados “que necesita ensangrentarlos para enardecerlos”, como le escribía a Sámano, ya a menos de un mes de su propio final.
—¿Quién será?
—Ese es Francisco Fernández Vinoni; lo hizo ahorcar el general Bolívar, por traidor —le contestó el oficial encargado de conducirlo.
—Entonces —dijo Barreiro—, hace buen muerto.
En Bogotá, a él y a los demás oficiales capturados los encerraron primero en la Cárcel Chiquita; después, por razones de seguridad, los pasaron a un cuartel de caballería. Se marchó Bolívar a su tierra con el grueso de la tropa, y esos prisioneros quedaron al cuidado del vicepresidente Santander. Barreiro se convirtió en un prisionero de élite, consentido por la sociedad realista; a él y a sus oficiales de regio atuendo militar, los visitaban elegantes damas de la clase alta de la sociedad y los obsequiaban con cosas que ellas sabían que les gustaban. A Barreiro, siempre luciendo su vistoso uniforme, le habrían celebrado su cumpleaños (los cumplió en prisión, el 20 de agosto; pero todavía Bolívar estaba en Santa Fe, y con él las cosas eran a otro precio). No tomaban en serio a ese joven generalito que fungía de vicepresidente, ni a la autoridad constituida provisionalmente, pues se esperaba la llegada de los que iban a “enderezarlos”: eso ya había pasado. Claro, cuando el gato no está, los ratones hacen fiesta. Solo era cuestión de esperar a que volviera el gato, pues nomás Cundinamarca estaba liberada y su ejército se lo llevaron a Venezuela. Por otra parte, Sámano recibió auxilios de Cuba y Puerto Rico, y Morillo, pensaban los monarquistas —casi toda la ciudad— no tardaría en volver, como en el 16, y él sí vendría “enderezando” las cosas (como lo proclamaba el tal Malpica). Había rumores de que se preparaba una fuga de esos oficiales realistas, que partidarios y auxiliares no les faltaban.
Antes de todo esto, Simón Bolívar desde el cuartel general de Santa Fe, el 9 de septiembre, le escribió una carta a Sámano, en Cartagena, proponiéndole un canje de prisioneros de la expedición de Mac Gregor, tomados en Portobelo, por los soldados y oficiales realistas apresados en el puente de Boyacá. La carta se la envió con dos frailes franciscanos. Sámano ni siquiera los hizo entrar a la ciudad amurallada. “Este canje se hará de acuerdo a las reglas civilizadas”, le decía Bolívar, y proponía la manera de hacerlo efectivo. Qué reglas civilizadas ni qué pan caliente: a los prisioneros de Portobelo, Sámano los hizo pasar a cuchillo, y lo mismo hizo con los de Riohacha.
Le tocaba al vicepresidente hacer lo que debía hacer para que los monarquistas vieran que las cosas eran en serio y que ellos no volverían a gobernar en la Nueva Granada, ni a erigirse en nuestros señores de horca y cuchillo. El 11 de octubre de 1819, el general Francisco de Paula Santander dictó la siguiente orden: “Habiéndose denegado el virrey a entrar en contestaciones con el Gobierno, siendo continuos los clamores del pueblo contra los prisioneros y siendo justo tomar con ellos el partido que acostumbraban tomar con los nuestros, prevengo a usía que en el día haga usía pasar por las armas todos los prisioneros del ejército del rey”.
Fueron treinta y ocho oficiales fusilados, más un tal Malpica, que agregaron a última hora; este era un realista recalcitrante que había aplaudido la ejecución de Policarpa Salavarrieta, y que ahora, desde el atrio de la catedral, cuando a los oficiales los llevaban al paredón, gritó para que lo oyeran: “¡Atrás viene quien les endereza las cargas!”; algo así, como queriendo decir que ya venía Morillo a arreglar las cosas. “Estos ejemplos son tristes y la humanidad se resiente de ellos, pero útiles en una revolución para evitar mayores males”, observa José Manuel Restrepo, en su “Diario político y militar”. Pues, sí… A ese Malpica, “conocido de autos”, lo despacharon pa'l otro mundo por no cerrar el pico.
Tras ese duro escarmiento en cabeza de los oficiales realistas, “Santafé guardó silencio, dice Joaquín Tamayo, en “Nuestro siglo XIX”. Cesaron las intrigas, los cuchicheos y las damas realistas se aquietaron; los salones de ciertas casas enmudecieron. La república se reconoció sin reservas mentales y comenzaron a cubrirse las contribuciones para atender a la guerra de la independencia. El Libertador recibió los auxilios prometidos y los españoles de Venezuela por primera vez sintieron la presencia de un adversario”: de uno que ahora sí venía “enderezando las cargas”.